domingo, 9 de diciembre de 2007

Wild Wild West


Robert Hawkins está triste. Lleva toda su larga infancia y adolescencia de casa de acogida en casa de acogida, cambiando de familia, de ambiente y de amigos. Casi veinte años vagando sin rumbo por un mundo que nunca le ha dado tregua. Y cuando por fin parecía que las cosas se establecían, ya que Robert tenía una nueva familia que lo aceptaba, una novia y un empleo, todo vino se abajo, como siempre: comenzó a tener problemas con su madre adoptiva, rompió con su novia, lo echaron del trabajo.

Por eso el joven Hawkins está triste. Porque toda su vida se ha sentido un insignificante ser humano. Alguien que, como el 99% de la población mundial, está destinado a llevar una vida llena de miserias e infelicidad, sin ningún tipo de fama, reconocimiento o éxito. Pobre Robert, todo le sale mal.

A muchos kilómetros de allí, en Chicago, otro joven de 19 años conduce un sedán beige por la avenida Kimbark, cerca de la Universidad que se encuentra al sur de la ciudad. Lee Dawson está enfadado, muy enfadado. Él no tiene problemas con su familia, ni con su novia ni con su trabajo, por la sencilla razón de que no tiene nada de eso. Lo que Lee Dawson tiene es un cabreo impresionante, como nunca antes habían visto sus amigos, los mismos que le acompañan en el sedán a esa hora en que no se sabe muy bien si es de día o es de noche.

Sería difícil decir por qué Lee está enfadado. Es tan hermético que casi no habla con nadie, y es casi imposible saber algo de alguien que perdió a su única familia con diez años, cuando encontraron a su tío sin pulso tras una nueva sobredosis, y que desde entonces decidió no confiar en nadie. Lo que está claro es que hay un culpable para que hoy Lee esté como está: Oswald Thomas, 18 años, compañero de clase. Y Oswald Thomas está ahora mismo caminando con sus amigos muy cerca de allí, en el cruce de Kimbark con la calle Ellis. No le hace falta casi ni mirar, en seguida reconoce la sudadera amarilla, el andar chulesco, su mirada de superioridad.

Robert Hawkins y Lee Dawson no se conocen de nada, ni lo harán nunca. Sin embargo, ambos tienen algo en común: hoy es el día en que han decidido cambiar su situación. Quieren marcar la diferencia, hacer algo grandioso, genial y ser recordados, salir de ese anonimato en que han nacido y en que morirían, si no hubieran dado ese valeroso paso al frente.

Y ambos lo consiguen, prácticamente al mismo tiempo, a esa hora en que no se sabe bien si es de día o es de noche: mientras Lee Dawson dispara su beretta seis veces sobre el cuerpo de Oswald, Robert Hawkins siembra el terror en un centro comercial de su localidad con su rifle de asalto AK-47, acabando con la vida de ocho personas antes de quitarse la suya propia.

Pocos minutos después, los medios de comunicación dedicarán extensos reportajes a tales hazañas. Se entrevistarán a familiares del detenido o del suicidado, según el caso, se hablará con maestros, amigos y vecinos, y se resumirán sus brevísimas biografías coincidiendo siempre en el mismo punto: no eran nadie hasta que marcaron la diferencia. Se harán muchas preguntas sobre su estado psicológico o sobre la fragilidad mental de la juventud de hoy en día, pero nadie se pregunta, eso sí, qué hacían dos armas automáticas con una potencia de fuego tan brutal en manos de dos adolescentes. Sólo faltaba.

Al término de sendos reportajes, los noticiarios pasan a hablar de deportes, de la lesión del quaterback de los Chicago Bears y de su más que probable ausencia para la fase de cuartos del torneo estatal, y después hablarán del índice de Down Jones, que ha vuelto a bajar, o de las últimas declaraciones de Bush en su gira diplomática por Arabia Saudí, y de otras noticias y sucesos que sepultarán los nombres, la identidad y la exigua fama de esos dos jóvenes de quien ya nadie se acuerda.

A fin de cuentas, el espectáculo debe continuar.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Fin del primer acto



Durante unas semanas, igual nos vemos por estos lares...

Quién sabe.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Diamonds are forever...


Ayer tuvimos una cena de despedida en la I-House, un grupo selecto, de esos que hemos ido sobreviviendo a las idas y venidas de estudiantes, y que somos de los pocos que permaneceremos aquí un año entero. Fue una fiesta de despedida por Navidad, ya que no nos veremos hasta empezado 2008.

La cena fue fabulosa y no faltaba nadie: Francis, Jeremy, Kim, Kristen, Adam, Laura... Y para rematar la faena, que nos dejó para el arrastre, bajamos a la sala de vídeo a ver una película (hoy ha comenzado a nevar como no he visto nunca: mal momento para salir a tomar algo). "Diamantes de sangre", de Edward Zick, fue la elección. Una buena elección, una buena película que, conforme iba avanzando, me hizo recordar algo que tenía casi olvidado, algo que ocurrió hace muchos años.

Debían ser las nueve y pico de la mañana de un lunes cualquiera. Yo estaba entonces terminando de ver la enésima reposición de mi serie favorita de dibujos animados, una en la que los personajes se pegaban patadas y puñetazos de tal calibre que rompían muros, edificios y montañas como si fueran de papel. Yo devoraba los cereales a toda prisa, porque tenía sólo cinco minutos antes de tener que salir disparado hacia el colegio, y con cada cucharada aquella caricatura de la televisión recibía más y más golpes, mientras el héroe, con el pelo encendido y rubio, le soltaba frases absurdas e incomprensibles antes de mandarlo al otro barrio.

Justo en ese momento apareció mi hermano pequeño, fastidiando como siempre, cogió el mando de encima de la mesa y cambió de canal antes de salir disparado entre carcajadas. Yo le grité algo bastante feo, mientras le amenazaba con que me lo devolviera si quería llegar a cumplir los siete años, y en ese momento me giré, sorprendido por un estruendo que venía de la televisión.

En la imagen, un niño negro de unos doce o trece años estaba subido a un camión, sosteniendo un rifle en su mano izquierda. A su alrededor decenas de jóvenes, algo mayores que él, gritaban y disparaban al aire, presas de una ira y una locura que difícilmente puede imaginarse en una criatura cuyo cerebro le hizo evolucionar por encima del resto de seres vivos hace miles de años.

El niño de la imagen no sonreía, no gritaba ni participaba del entusiasmo del resto. Las voces del periodista que narraba la escena, una de tantas que tuvieron lugar en África a mediados de los noventa, farfullaba una jerga ininteligible acerca del tráfico de aceite, oro y diamantes en Sierra Leona, dando a entender que las tribus locales estaban asesinando a su propia gente con las armas que el primer mundo les vendía a cambio de esas materias primas.

Y mientras alguna señora satisfacía su vanidad en Macy’s con lo último en joyería de anillos de diamantes, aquel niño que por aquel entonces no tendría más edad que la mía, sostenía un rifle en su mano izquierda, y en la derecha, en esa que al principio la imagen no mostraba pero que se fue haciendo más clara conforme el zoom de la cámara enfocaba mejor, se distinguía la cabeza decapitada de un hombre, con los ojos en blanco y tanta sangre que lo hacía completamente irreconocible.

Mi mano dejó de devorar cereales. Mi mente se olvidó por completo de impedir que mi hermano cumpliera siete años. Los dibujos animados desaparecieron de mi mente. En aquel momento sólo podía preguntarme qué debía sentir aquel niño, aquella mirada tan perdida como la de la cabeza que sostenía casi sin darse cuenta.

Probablemente no entendiera nada, nada pasara por su mente en aquel momento o cuando debió morir, acribillado por otra tribu local o mutilado por las heridas de una mina antipersonal, meses más tarde. Probablemente no pensaba nada porque no le habían enseñado a pensar por sí mismo, no había tenido la oportunidad de comer cereales con prisa antes de ir a un colegio donde un profesor se tomara la molestia de explicarle cómo funcionaba el mundo.

Aquel niño sólo había conocido la lección de la violencia desde que nació, desde que perdió a su familia, desde que contribuyó a que otros la perdieran. Vivió y murió bajo las balas, y nunca nadie le explicó cómo, cuándo o por qué.

Pero yo entonces llegaba tarde al colegio, así que apagué el televisor y salí corriendo a toda velocidad, sin tiempo para preguntarme más cosas, sin darme cuenta de lo que acababa de ver, sin entender, en definitiva cómo, cuándo o por qué el hombre perdió la cabeza y se puso a la cola de la evolución de las especies.

viernes, 30 de noviembre de 2007

Monstruos



Me despedí ayer formalmente de mis entrañables pupilos y jefas, antes del examen final del 6 de diciembre. Fue un momento de balance de cuentas, (las muy pícaras van recavando informes de los propios alumnos sobre tu labor, qué tías), pero por suerte los informes míos eran favorables. Aquello dio pie a un interesante debate sobre las virtudes de todo buen profesor, y todos coincidíamos en que lo principal es la motivación del docente, sus ganas de entregarse a esa profesión.

Ello me recordó el infausto año, para mí, de 1998. Aquel fue el año en que sufrí las iras de dos profesoras malvadas como ellas solas, de las que no diré el nombre porque tampoco importa ya, en el fondo. Lo cierto es que sufrí más por ellas que por las asignaturas (Matemáticas y Física y Química), que aunque no eran ni mucho menos mis favoritas, con aquellas dos mujeres se podía volver algo realmente odioso.

A veces he pensado sobre ellas con el paso de los años. La de física era el ogro más desagradable y amargado que he conocido jamás, alguien capaz de hacer llorar a la gente en clase, humillarnos delante de todo el mundo o reírse de nuestra ignorancia con una superioridad absoluta, como si el hecho de tener el libro de respuestas te convirtiera por sí solo en Carl Sagan o Stephen Hawking.

La otra, por su parte, era una mujer entrada en años, maleducada, impaciente y que pensaba que su asignatura era casi una religión que todos debíamos adorar, anteponiendo las demás asignaturas, nuestras miserables vidas y todo lo que fuera necesario para captar la sutileza de los algoritmos neperianos. Y el que no lo hacía ya podía cargar su revólver de balas de plata, porque las iba a necesitar.

Después he sabido, aunque entonces simplemente veía esas fachadas feas, viejas y arrugadas por la amargura, que ambas mujeres habían sufrido divorcios, pérdidas de hijos en accidentes de tráfico, depresiones y vete a saber qué más. La vida no había sido nada fácil con ellas, y quizá por eso se revolvían como ratas acorraladas y furiosas cuando sentían que sus alumnos no les prestaban la debida atención o el debido respeto.

A pesar de eso no las justifico, como tampoco siento la más mínima pena por ellas. La vida puede darte tantas castañas como quieras, pero nadie tiene la culpa, o desde luego jamás la tendrá una panda de adolescentes que están empezando a vivir y que son tremendamente vulnerables a cuanto les hagas o digas.

Y es que con sus malos modos, su terrorismo psicológico y sus lenguas y miradas de víbora asesina aquellas mujeres provocaron depresiones, fracaso escolar, ataques de pánico antes de los exámenes y algún que otro trauma a promociones enteras de alumnos, y cada vez que uno las menciona delante de alguien que las padeció puedes sentir y ver cómo les cambia completamente la cara, como si les hablaras de Drácula, Hellraiser o de cualquier monstruo semejante.

Porque eso es lo que eran, en definitiva, monstruos, y no por su aspecto físico, fiel reflejo de su tortura interior, sino por su modo consciente y constante de devolver los golpes de la vida hacia los más débiles, de descargarse en ellos con toda la crueldad que sus pequeñas, débiles y retorcidas mentes les permitían.

Pasados los años, creo que he perdido hasta el rencor por ellas. Es lo que tiene el olvido y la distancia para estas cosas, que hasta el odio borra y ya ni eso les quedará ahora mismo a aquellas profesoras, solas y encerradas con sus formulaciones o algoritmos, mientras la conciencia acude por las noches a recordarles sus pecados, a mostrarles los rostros de aquellos a los que intentaron, sin éxito, hacer tan infelices y miserables como ellas fueron toda su vida.

sábado, 24 de noviembre de 2007

A vista de pájaro

Más allá del ruido y la vida de la ciudad, descansa el aire de invierno

Relajado y tranquilo, ondeado entre suaves ráfagas de viento






En ese rincón donde ni las aves alcanzan

Allí donde habita el más absoluto silencio

Donde habita el olvido








Si miras hacia abajo, puedes contemplar una realidad

De diminutas y apasionadas miserias humanas






Pero si vuelve al frente tu mirada, si fijas tu vuelo

Podrás viajar con nosotros entre la niebla y el sueño

Allí donde cualquier cosa es posible


Y aterrizar ya de noche junto a árboles encendidos

Y a enormes bloques de hormigón y acero







Allí donde ya no reina el silencio

Sino el calor de la miseria y la pasión humana


(Vistas desde la Torre Hancock. 24-11-07)

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Sueños...



Voy buscando sueños en una ciudad cambiante



Que esconde entre sus formas mil espejos deformados







Intento ver los rostros de quienes me rodean


Pero solo veo imágenes difusas de un pasado repetido



Y un presente tan caótico y confuso que da vértigo asomarse






Es este un universo donde no hay límite del bien y del mal



Porque tampoco los extremos los trazó dicha frontera.



Aquí no hay justicia, libertad ni tolerancia, sólo palabras.





Hay, sin embargo, un resquicio de esperanza



Podemos alejarnos un poco y tomar la perspectiva



Suficiente para ver una sonrisa familiar entre el gentío






Al final es posible concluir, con algo más de alivio



Que la vida puede que solo sea una simple cuestión de perspectiva






(“Bean”, Millenium Park, Chicago, 17-11-07)

martes, 20 de noviembre de 2007

Inseguridad ciudadana.


Anoche, en el cruce de la calle 63 con South Ellis, un estudiante de post-doctorado de química fue asesinado de un disparo en la nuca a la una y media de la madrugada. Ammadou Cissé, que así se llamaba, era de origen indio y había pasado los cinco últimos años estudiando en la Universidad de Chicago para obtener su licenciatura en química, que logró en junio pasado e iba a recibir de forma oficial el próximo 7 de diciembre.

La noticia no es, por desgracia, nueva o inusual por estos lares. En las últimas semanas se han producido en barrios cercanos a la Universidad secuestros, robos, asesinatos y actos vandálicos de toda clase y condición, desde una estudiante que corría por Park Avenue y desapareció sin dejar rastro, pasando por un niño de diez años que miró mal a otro niño y recibió un tiro a bocajarro del mismo afectado por la mirada, siguiendo con dos jóvenes que fueron desvalijadas a plena luz del día, y terminando con un intento de violación y tantos otros desmanes que culminan, solo en apariencia, con la muerte de Cissé. La inseguridad y el miedo se han apoderado del sur de Chicago.

La respuesta de las siempre eficientes autoridades norteamericanas ante estos sucesos no se ha hecho esperar. Los directores de la Universidad y la I-House, donde Cissé había vivido hasta hace poco y donde yo resido en la actualidad, han enviado mensajes tranquilizadores que anuncian un aumento del 50% de la presencia policial en calles, parques y avenidas. Habrá policía en coches patrulla, a caballo y en bicicleta (deben haberse quedado sin patinetes); han instalado postes de aviso que te permiten, con sólo pulsar un botón, tener al grueso de las fuerzas armadas acordonando toda la zona en menos que canta un gallo. Además de eso se reforzarán las medidas de seguridad, alarmas, cámaras, verjas electrificadas y cepos para osos pardos, por si acaso.

Así me gusta. Reforcémonos ante la llegada de los malvados vampiros de la noche, atrincherémonos y escondámonos todos bien escondidos. Ya nos dicen estos mismos mensajes tranquilizadores que tenemos que huir de paseos nocturnos y solitarios, que si queremos correr lo hagamos en los pasillos y que nademos en la bañera, que la piscina queda lejos y da cosita ir hasta allá. Hay que ir por calles transitadas sólo de día y siempre acompañados, y si alguien nos mira mal podemos decirle a la policía cercana que nos escolte, que lo harán encantados y dispuestos a abatir a todo lo que se mueva a nuestro alrededor.

Eso sí, no nos preocupemos de saber qué tipo de situación desesperada puede llevar a más de un 30% de la población de una ciudad de millones de habitantes a robar, matar, violar, secuestrar o atacar a plena luz del día o de la noche. No nos ocupemos de comprobar qué tienen los guetos marginales que rodean la Universidad contra los niños ricos que les restriegan con sus zapatillas de marca y sus flequillos yeyé que sus hijos no podrán, ni de lejos, soñar con una educación parecida. No destinemos ni un solo dólar en paliar las gigantescas y desproporcionadas diferencias económicas que llevan a estas familias, barrios enteros, a preguntarse qué mierda de mundo es este que permite a una inmensa minoría vivir a costa del sudor de su frente, ese mismo sudor que copa la práctica totalidad del sector servicios, desde camareros hasta barrenderos, pasando por una amplia gama de mendigos y personas sin techo.

Al enemigo ni agua. Permitamos, eso sí, que compren armas automáticas, porque eso hará que algunos se maten entre ellos, por error, y ya de paso justificará nuestra suculenta inversión en más policía y armamento, en más cámaras de seguridad, vallas, verjas y barreras, y en búnkeres anti-nucleares para nuestra clase media trabajadora, que tiene que seguir trabajando con la falsa sensación de que viven en un paraíso de paz y prosperidad.

Porque imagina lo que ocurriría si se dieran cuenta de lo que pasa más allá del búnker. Igual se despiertan, y se dan cuenta de que todo es burla y mentira.

Y entonces a quién le vendo yo el sueño americano.

domingo, 18 de noviembre de 2007

La (des)memoria de los héroes




Un joven norteamericano de 17 años acaba de dar a conocer una noticia escalofriante: durante varios meses, fue asesorado por oficiales de una de las oficinas de reclutamiento del ejército, para falsear documentos y burlar pruebas toxicológicas que le permitieran, de forma ilegal, entrar a formar parte de la división de infantería de los EE.UU.

Nada más salir a la luz el escándalo, los oficiales al mando aseguraron que se realizaría una investigación para depurar responsabilidades. Sin embargo, el daño ya estaba hecho. El joven grabó cintas de todas las conversaciones para un artículo sobre la miseria del sentimiento pro-militarista estadounidense, cintas que han sido difundidas ya en todas las emisoras de radio y televisión del país.

Mientras este debate se perpetúa de forma inútil en los medios de comunicación, las propias cadenas reemiten incesantemente series de televisión como Band of Brothers o películas como Salvar al soldado Ryan, Banderas de nuestros padres o un documental que ahora mismo arrasa, The War, todas ellas de corte claramente pro-militar. Los videojuegos de la serie Medal Of Honor o Call of Duty anuncian nuevas entregas para las consolas de moda, con unos gráficos tan realistas que uno tiene la sensación de mancharse con la sangre nazi mientras se arrastra por el barro de Arnhem. Y al mismo tiempo, los telediarios abren día tras día con la falta de escrúpulos de una organización que se aprovecha de la inocencia o amoralidad de sus propios ciudadanos para convertirlos en carne de cañón. Esta acumulación de paradojas, tan típicamente americanas, hace que uno se replantee seriamente si este es un modelo social tan válido como intentan hacernos creer.

Curiosamente, ninguna de las biografías épicas, películas o documentales tienen como ambientación la guerra de Vietnam, el golfo Pérsico o Afganistán. No hay interés comercial alguno en ninguno de esos sonados fracasos militares de un ejército que lleva desde 1945 sin poder afirmar, con el pecho henchido por el orgullo, que gracias a su intervención ha salvado al mundo de sus propios desmanes.

Mientras la memoria de la tan manida Segunda Guerra Mundial pierde paulatinamente a sus testigos, ya todos venerables ancianos, el aparato mediático se apropia de esa memoria para convertirla en un discurso mitificador que alienta a la juventud del mismo modo que los libros de caballerías enloquecían a don Quijote. Los niños americanos juegan con los Gijoe’s cuando apenas levantan un palmo del suelo, viven las aventuras de sus abuelos en su Playstation y comen palomitas en Normandía antes de dejar sus institutos a la mitad para embarcarse en una empresa de patriotismo barato en una supuesta defensa de la libertad y la democracia.

El gobierno americano seguirá ocultando las fotografías de esos mismos jóvenes, que meses más tarde regresan a sus casas envueltos en toda la gloria de las barras y estrellas sobre sus ataúdes de pino. Pero nadie se altera. A las siguientes generaciones les seguirán bombardeando con toda su parafernalia mediático-militarista, para seguir engrosando las listas de un ejército destinado a dar rienda suelta a los desmanes de sus dirigentes.

Y así pasan los años, y nada cambia, y nadie parece recordar que desde hace más de medio siglo este país vive encerrado en una dinámica peligrosísima de desmemoria colectiva, manipulación informativa y constante supresión de derechos del individuo, en aras de aquellos ideales podridos de los padres de la patria: libertad, respeto y tolerancia.

martes, 13 de noviembre de 2007

Somewhere... beyond the sea...



El viento húmedo y frío arrecia sobre la superficie del océano,

pero allá abajo, en lo más hondo del arrecife...



...bajo el mar se cruzan los destellos empedrados


que hacen de la escama una coraza de luz.





Bajo el mar el tiempo y el espacio se reducen,

y abren sus alas a la imaginación


aquellos que saben volar sobre las aguas.



Otros buscan entre los misterios del coral


aquel sueño perdido una noche de invierno.




Hasta que ya de noche, vencido y derrotado el ejército acuático
las tropas del silencio cabalgan a lomos de Morfeo




(Visita al museo Oceanográfico de Chicago. 10/11/2007)

jueves, 8 de noviembre de 2007

Cinefórum (4)


Buen revuelo se está montando estos días: el director Steven Spielberg, que acaba de finalizar el rodaje de la cuarta entrega de Indiana Jones, acaba de ser tachado de “comercial” por una revista americana, que prevé, además, que la película será un sonado fracaso. Y yo digo: ¡No! ¿Spielberg, comercial? Pero vamos a ver, ¿desde cuándo? ¿Hablamos del mismo director de Tiburón, ET, Parque Jurásico y, sin ir más lejos, la trilogía de Indiana Jones? Este crítico americano es un genio. ¿Cómo lo ha averiguado?

En fin… Estos americanos están como cabras y, lo que es peor, no saben lo que quieren ni aprecian lo que tienen. Yo creo que no hay ser vivo que tenga menos de treinta años y que tuviera una televisión cerca cuando nació, que no haya visto y, por tanto, no tenga un inmenso aprecio por las películas de Spielberg. Independientemente de que ahora mismo muchos vomitaríamos con ET, y no por lo feo que era el bicho, sino por esa sensiblería cursi que destilan muchas de sus películas, lo cierto es que cuando éramos renacuajos nos enganchábamos a la pantalla como unos posesos para ver arqueólogos corriendo, o a dinosaurios a la carrera, o a bañistas saliendo de las playas a la carrera, o… (mmm, ahora que caigo, igual este hombre tiene obsesión por las carreras)

Tengo tanto cariño por las películas de este director que sólo soy capaz de hablar objetivamente de dos o tres de ellas (quizás de las serias-aburridas, como La lista de Schindler, Inteligencia Artificial o Múnich). Y por más quiera, sería incapaz de criticarle (a pesar de bodrios sólidos e indigestos, tipo La guerra de los mundos, Amistad o 1941), porque creo que las buenas, es decir, las que me llegaron en la infancia y primera adolescencia, borran cualquier otra sensación: si con cinco años deseaba tener un látigo, con once quería convertirme en paleontólogo y con dieciséis ver la guerra desde la butaca (la impresionante escena inicial del Soldado Ryan no me despertó la pasión de la guerra, será que morían demasiados y de maneras bastante espantosas), es porque en definitiva este hombre sabe hacer las cosas realmente bien.

Porque Spielberg es, oh, sorpresa, un “entertainer”, que dicen aquí. Alguien que hace cine para que la gente vaya a una sala y disfrute, se lo pase bien durante un par de horas y después regrese a sus aburridas y rutinarias vidas. A lo largo de más de tres décadas, millones de espectadores han pagado su entrada por ver la última genialidad de este tipejo feúcho y desgarbado que maneja la cámara con soltura y sobriedad. Apoyado en un compositor que hace magia con su varita (John Williams) y un équipo técnico de aúpa (el tal Janus Kamizski, de fotografía, qué genio), más unos cuantos milloncejos para financiar sus locuras, no es de extrañar que después de tanto tiempo siga haciendo lo que mejor sabe: entretener.

Además, un tipo que consigue que cualquier bañista mire hacia abajo con la corbata puesta por si acaso, aunque sea en la piscina de su casa (y aunque no haya visto la película, que es lo mejor de todo), o que nos hayamos llegado a plantear en serio que con ADN de rana y un mosquito embalsamado en resina podemos clonar dinosaurios, merece un poquito más de respeto.

Yo, personalmente, pienso que la cuarta de Indi va arrasar, aunque sólo sea porque hoy en día no se hacen películas ni la milésima parte de entretenidas de lo que esta promete. O porque en el fondo Harrison Ford sigue siendo un héroe mundial y le queremos ver de nuevo en acción, por mucho que peine canas y los viajes exóticos se los tenga que pagar ya el INSERSO. (Creo que se habló en un momento de que contratarían a Sean Connery para esta secuela, pero aquello ya sería un canteo porque la gente podría confundirse y pensar que estaban viendo Parque Jurásico IV, y claro, no era plan)

Total, que allá por mayo de 2008, cuando la estrenen, me sé de uno que estará allí con ganas de volver a tener diez años y de volver a vivir aventuras látigo en mano. Y en inglés americano, y todo.

¡Abrazos a todos, familia, amigos y vecinos!

domingo, 4 de noviembre de 2007

Vuela el otoño...



Caen las últimas señales de un otoño atípico, huidizo, esquivo.

Caen con la frente marchita, caen con el rostro bermejo.

Caen de pie, orgullosas, con el rostro aún altivo.

Caen sin saber que el orgullo se lo lleva el viento.

miércoles, 31 de octubre de 2007

La otra cara del miedo


El rastro de la sangre en el suelo dejaba una impresión sorda en sus oídos, como si aquel líquido recién coagulado contuviera un grito que pugnaba por salir más allá de sus propios límites.

Remontar aquella corriente de dolor suponía un esfuerzo extraordinario, siendo cada paso aún más pesado que el anterior, como si algo dentro de él le dijera que no debía, que no quería, en realidad, comprobar la realidad que encerraba aquel presentimiento, aquella extraña punzada en la nuca, y la horrible sensación de que de pronto la temperatura había descendido y era aquel hogar territorio de fantasmas.
El teléfono comenzó a sonar en ese momento, justo cuando los pies aparecían tras la puerta del baño, allí donde el rastro se perdía, allí donde manaba la sangre. Con la cabeza apoyada sobre el brazo derecho, Elisa trataba de frenar la hemorragia con un pañuelo. La sangre resbalaba por su cuello, manchando la blusa.

Aunque su primer impulso fue el de socorrerla, el miedo que le invadía lo paralizó, casi tanto como lo estaba ella. Su mirada se encontraba perdida en algún punto indefinido entre el vacío y los ojos de su hijo.
El gesto de desesperación de la madre, con los músculos de la cara completamente desfigurados, le indicó que aquel no era el fin de la historia. Le advirtió del peligro, pero no lo hizo a tiempo.

- Qué detalle el venir a casa a la hora que te hemos dicho, hombre. A este paso nos vas a acostumbrar mal.

No lo vio venir. Cuando su espalda chocó contra la pared, apenas distinguió el puño dirigiéndose directamente a su rostro. Después de recibir el golpe se desplomó, cayendo de lado y sintiendo un pinchazo agudo en el hombro. El fuerte olor a sudor que despedía su camisa, el aliento que confesaba las horas transcurridas ante un alcohol incapaz de ahogar su tortura, incluso el golpe furioso, que aún reaparecía en forma de latigazos intermitentes en su nariz, le recordaban a él.

Perdió la noción del tiempo. La mirada borrosa confundió las pisadas del único que aún permanecía en pie, deambulando de un lado a otro, rompiendo objetos a su paso, el rostro de su madre, oculto tras la vergüenza de su llanto.

Entonces fue su propia sangre la que dejó un rastro sobre el suelo, cálida al resbalar por su mejilla, mientras la puerta se cerraba de un golpe y el teléfono volvía a sonar, insistente.

- Este es el contestador automático del 543 22 34 544. Por favor, deje su mensaje después de oír la señal. Gracias…

Las luces de la noche se teñían de rojo y azul, y el sonido de una sirena se mezclaba con la voz de su tío, histérico, al otro lado de la línea.

En ese momento, cerró los ojos y se hizo la oscuridad en su mente. Y entonces sólo hubo el vacío, justo antes de que su rostro alcanzara definitivamente el suelo y quedara reflejada la otra cara del miedo, mitad real, mitad en la savia de la vida que se le escapaba poco a poco...
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P:D: Feliz Halloween a todos. Mañana más.

jueves, 18 de octubre de 2007


Cae la tarde sobre la universidad al tiempo que se despiertan el frío y el viento, y una extraña lluvia acompaña los últimos lamentos de un sol mortecino, presagiando la llegada de la larga noche americana. Cae la tarde, lenta, sin pausa, sumando otro día más a un calendario que vuela veloz, como el viento que azota el campus.
Y mientras tanto, sigo aquí enfrascado en el estudio de la lengua y la literatura de un país que está a más de siete mil kilómetros de distancia, pero sobre el cual no dejo de pensar, primero por echar de menos a tantas personas, y después por la obligación de reflexionar sobre nuestro pasado histórico, nuestras costumbres, nuestras rarezas, nuestra forma de ser y de expresarnos.
El paisaje se oscurece por momentos, hasta quedar sumido en penumbra. Sólo alguna sirena interrumpe el suave murmullo de la lluvia en la ventana. Luego, ya ni siquiera eso. El cansancio
se ha encargado de amortiguar su efecto, sumiéndome en un sueño denso, profundo, reparador.

martes, 16 de octubre de 2007

Cinefórum (3)



Tanto leer cuentos de hadas de mis alumnos me ha traído a la memoria una película, reciente -aunque bastante olvidada, me temo- que pertenece a un director tan capaz de alcanzar cimas sublimes (El Sexto Sentido, el Protegido), como de hundirse en bochornosos fangos cinematográficos (La joven del agua, Señales): me refiero al señorito M. Night Shyamalan y a la película que nos ocupa hoy, El bosque (The Village). A ver si adivinan, tras leer el artículo, en cuál de los grupos ponemos a esta.

El bosque trata de una comunidad de –en teoría- finales del siglo XIX que vive aislada de todo y de todos en un lugar perdido en mitad de un descomunal, inhóspito y aterrador bosque. La aldea es idílica y el ambiente, durante el día, otorga a sus habitantes los placeres de una vida sencilla, pacífica y dotada de otoñales colores. Las gentes se reúnen para comer en torno a una misma mesa, las jovencitas cantan y bailan al unísono y nada ni nadie parece ser capaz de alterar semejante armonía cósmico-pastoral.

Hete aquí, sin embargo, que no es oro todo lo que reluce: al caer la noche, unos fuegos imponentes se encienden a lo largo de la circunferencia que delimita la entrada al siniestro y cada vez más acongojante bosquecillo, para alejar a los pueblerinos de los oscuros peligros que allí se encuentran.

Y por si acaso alguien tuviera tentaciones inadecuadas y escapatorias, ya se encarga William Hurt, el maestro del pueblo, de aleccionar al personal de menos de metro y medio con sutiles advertencias del tipo “las criaturas que viven más allá os degollarán vivos, devorarán vuestras vísceras y luego bailarán una jota aragonesa sobre vuestros huesos, niñatos”. Y por si ello no fuera suficiente, horribles caniches desollados aparecen por doquier, obra de “aquellos-de-los-que-no hablamos-pero-sobre-los-cuales-nos-pasamos-el-día-entero-hablando”.

La muchachada intermedia, allende los veinte y muchos, y por tanto bien aleccionada ya por el sutil docente, está compuesta por una tríada de agárrate y no te menees: Bryce Dallas, la ciega del pueblo; Adrien Brody, el tonto del pueblo, y por último, Joaquín Phoenix, el pasmado mental del pueblo. Semejante flor y nata de la juventud aldeana es la escogida por la mano divina del director para conducir una trama de impactantes diálogos amorosos (“El amor es un regalo que nos ha sido dado, así que debemos dar gracias, Lucius. ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!” (sic)) y carreras paralímpicas por las lindas praderas que ni Edgar Allan Poe en la peor de sus borracheras habría podido imaginar, todo ello aderezado con unas sutilísimas referencias cromáticas (el rojo, malo; el amarillo, bueno; el rojo no se toca; con el amarillo nos lavamos hasta el sobaqu… bueno, ya me entienden)

Llega la noche y, oh, cielos, el lumbreras de Phoenix se introduce, no se sabe muy bien por qué, en el pluscuam-terrorífico bosque, despertando todo tipo de gruñidos y retortijones intestinales. Esa misma noche la aldea es atacada por unas criaturas sacadas del material de desecho de los teleñecos, que amenazan con pintar de rojo (¡Dios, no, cualquier cosa menos eso, que me muero!) las puertas de las casas, como diciendo: “esta vez os pintamos, sí, pero mañana, como nos habremos quedado sin titanlux, utilizaremos vuestra sangre, y luego bailaremos jotas aragonesas sobre vuestros huesos, y bla, bla, bla…”

El comité de urgencia de los sabios del pueblo, donde está una irreconocible Sigourney Weaver (qué lejos quedan esas carreritas en enagüillas detrás de los marcianos), decide tomar cartas en el asunto y tirar de las orejas al niño malo Phoenix, que tendría edad ya para ser más que padre, pero que se comporta como si tuviera catorce años (igual lo del empanamiento mental influye), y que pide perdón al respetable y promete ser bueno y no volver a hacer cosas malas nunca más.

Habríase terminado aquí la emotiva fábula, pero el director nos someterá a otra hora y media de carreras, sustitos y divertidas excursiones campestres para llegar a la cuasi-cósmica revelación de que en realidad los muñecos de plasticucho eran, efectivamente, el saldo de oferta de los teleñecos, inventados por el mismo consejo de sabios que se hacían los sorprendidos al ver a los chihuahuas aniquilados por ellos mismos (ay, qué malos, de verdad, si se entera Tita Cervera…)

Y para terminar, y como es bien lógico, nadie mejor que la ciega del pueblo para buscar medicinas que salven al pasmado, que ha sido oportunamente acuchillado por el tonto, una vez que supo de los amores de los otros dos (me perdonen si no reproduzco más pasajes literales, pero tuve náuseas la otra vez). Y tras otra media hora de carreritas y sustos a destiempo (es que el tonto se había disfrazado de tortuga ninja para perseguir a la ciega, ji, ji, ji, qué divertido, sobre todo cuando se estampa, la palma y nos libra de su impagable presencia), la audiencia asiste en pleno a la última –menos mal- revelación: en realidad, nos enteramos de que la linda comunidad está en el año 2004 y que todo era burla y mentira, para escapar del malvado capitalismo reinante y crear una comuna neo-hippy y trasnochada al margen de este “mundo degradado y sin amor” (sic).

Así las cosas, es evidente que este filme no figura entre mis favoritos, a pesar de su más que conseguida estética y a una partitura, obra de James Newton Howard, que está muy por encima de un cuento que, más que de hadas y monstruos, se podría calificar de errores garrafales de guión y constantes despropósitos narrativos.

Y eso a veces puede asustar mucho más que una criatura en un bosque aterrador. No se hacen una idea.

viernes, 12 de octubre de 2007



Los designios del Arquitecto se cumplieron,
y surgieron de la tierra árboles de acero y de cristal.
Se hizo el silencio en el bosque casi extinto, y de los nuevos árboles
venas grises de humo alzaban el vuelo hacia el firmamento,
ocultando las estrellas, apagando ya su brillo y resplandor.

Y, así, el Nuevo Mundo se adueñó de todo.
Del Mundo Antiguo sólo quedó un vago recuerdo,
un eco perdido en el abismo del tiempo.

Aterrado, el arquitecto trató de detener las máquinas
recordando los tiempos en que, de niño, jugaba a ocultarse
y era el bosque su aliado, y era el lince su guardián.

Pero para entonces ya era demasiado tarde.
Al arquitecto también la piel se le había vuelto de cristal,
y sus pies se fundían con el cemento de la tierra
y el humo de sus pulmones no le dejaba respirar.

Y así la ciudad permaneció en silencio,
tan callada como hermosa, hasta el fin de los tiempos.

martes, 9 de octubre de 2007

Once upon a time...



Leo en la revista Vanity Fair un artículo interesantísimo sobre una tal familia Kennedy, que a pesar de llevar muchos años inactiva se lleva la portada de una de las más importantes publicaciones de este país, así como un extenso reportaje fotográfico realizado tras conocerse los resultados electorales de 1961, donde otro tal Richard Nixon fue derrotado.

A dicha familia –no a la de Nixon, Virgen Santa- perteneció, entre otros muchos, un tal John Fitzgerald, (alias JFK), quizá el presidente más apreciado a nivel popular después de Abraham Lincoln, y que fue asesinado a balazos con una testigo de excepción: su esposa, y auténtica reina de América (púdrete, Madonna): Jakie Kennedy, cuya muerte, en los años ochenta, conmocionó a toda la nación.

También figuran en esta ilustre lista Robert Kennedy, también candidato a la presidencia, (también asesinado), y John John Kennedy, hijo de JFK y que se convirtió en todo un fenómeno de los mass media norteamericanos. Ah, por cierto, que también este tuvo final trágico –aunque en avioneta, y por tanto, menos dado todo ello a remakes hollywoodienses-.

Es curiosísimo el modo en el que el artículo habla de esta gentes, en términos de una nobleza sonrojante (que yo sepa, los Kennedy de realeza no tenía nada más que el porte, si acaso), pues, para mayor bochorno ajeno, se refiere a su etapa en la Casa Blanca como a “una nueva Camelot”, con un aire ñoño-épico y desfasado que, sin embargo, conectará muy bien con el público americano.

Y es que, desde cierto punto de vista, a una sociedad como la yanqui, carente de una tradición de cuentos de príncipes azules, este tipo de chismorreos políticos de las altas esferas es lo único que tienen para compensar su monárquico vacío existencial. Son las primeras damas las falsas reinas, sus esposos los poderosos reyes, y sus hijos e hijas los infantes de una clase social –eso sí– que se encuentra a varias esferas cósmicas por encima de quienes devoramos sus reportajes fotográficos.

Como toda gran historia, como todo Camelot que se precie, no podía faltar aquí ni Arturo –JFK-, ni Ginebra –Jakie-, ni Mordrec –Nixon-, ni Merlín –Luther King, aunque sí, ya sé que no es lo mismo-, y todavía no sabemos si hubo un Lanzarote del Lago –o quizá sí, se pregunta, curiosa, Vanity Fair acerca de algunos congresistas de elegantes rizos y apuesta figura que la miraban con ojos acaramelados.

En cualquier caso, tragedia, que es lo que importa, no faltó. Ni ascensos épicos ni caídas de los héroes, o esperanza final, que para eso paga el público la entrada –todos tenemos en mente esa imagen de John John saludando con gesto militar al féretro de su padre, cuando apenas levantaba, -oh, ricura-, tres palmos del suelo.

Curioso, este país de sueños y oportunidades donde un hombre que tiene un sueño e intenta llevarlo a la práctica es asesinado inmediatamente, o donde otro que pretende cambiar –ligeramente- el estado de cosas también termina con el cuerpo como un colador. Claro que también, si nos ponemos a remontar atrás en el tiempo, el presidente más apreciado y mejor tratado en los libros de Historia al que antes nos referíamos, mr. Lincoln, fue tiroteado de malas maneras hasta “se matado actualmente a las balas del tiro”, como dicen mis pupilos en sus siempre interesantes exabruptos lingüísticos.

Claro que esta vez fue en un teatro, que a diferencia de lo ocurrido con su “tatara-tatara-nieto”, el malogrado John John, murió en un lugar mucho más proclive a tragedias griegas (esas exitosas obras de la antigüedad que también estaban protagonizadas por reyes y princesas, dicho sea de paso).

Mañana más, amigos. Mañana, Chicago.

sábado, 6 de octubre de 2007

As the beat goes on...




Corrían alegres el vino, la cerveza y la soda con lima ante los compases de una música festiva que homenajeaba los grandes clásicos de los años treinta. Bailaban, reían y alguno que otro resbalaba ante tal avalancha de emociones contenidas durante tres semanas de encierro penitenciario, y todo en la I-House era en suma jolgorio, despreocupación y trivialidad.

Robert MacKay observaba la escena con su vodka con naranja, atento a todo y a todas, especialmente a su flamante novia, la dulce, rubia y hawaiana Liz. Acababa de llegar enfundado en su camisa roja, con corbata negra y unos mechones engominados, lo cual, unido a ese porte británico que tanto le caracteriza, le daba un aire entre serio y glamouroso. Liz bailaba unos metros más allá, junto a otras amigas, contoneando las caderas y dejando que su atractivo se abriera paso por ella entre la multitud.

Kevin llegó en ese momento para saludarle. Su acento australiano no le delataba tanto como aquellas maneras exquisitas, a todas luces fuera de aquel ambiente, casi tanto como él mismo en aquella fiesta donde Baco gobernaba con mano dura a ritmo de jazz. Tras un breve y cordial saludo entre ambos Robert pensó que ya había cumplido con su buena labor social tras intercambiar unas palabras con aquella linda mariposa, de modo que fue hasta la pista de baile, saludó a las amigas de Liz y se la llevó al centro de la pista, ajenos ambos al tumulto que los rodeaba.

Cabizbajo, Kevin regresó a las pizzas gratis, a la bebida gratis y, en definitiva, al lugar donde se congregaba una inmensa mayoría que compensaba la falta de acompañante con aquel opio etílico (y gratuito). Se hizo con un buen par de porciones de barbacoa y un enorme vaso de vino, y se dirigió hacia la mesa de billar donde el choque de las bolas se confundía con los gritos de euforia de los jugadores.

A pocos metros de allí, Nacho estaba intentando que Caroline dejara de tambalearse, ebria como ella sola tras haberse bebido tres copas seguidas del tirón. Ella se agarraba, tropezaba, volvía a agarrarse y entre salto y salto daba un gritito ahogado para que toda la I-House supiera que estaba allí. En ese momento se sintió mareada, y el chico español la condujo fuera de allí, al patio, tras intercambiar un breve, pero cordial, saludo con el bueno de Kevin, que se quedó mirando cómo la bola número ocho se acercaba peligrosamente a uno de los hoyos antes de su hora.

El exterior recibió a los recién llegados con la humedad de aquella noche impropia del mes de octubre en Chicago. El ambiente, que recordaba a Nacho aquellas visitas al jardín botánico madrileño, no era sin duda el más adecuado para que aquella muchacha se despejara, pero por suerte Matías apareció por allí para echarle una mano. Alemán, alto, noble y grande como una montaña, el bueno de Matías la invitó a sentarse junto a una fuente, y con un pañuelo humedecido logró controlar un poco aquel desfase. Mientras tanto, Caroline sonreía a la luna, a la gente que pasaba a su lado y hasta a las cucarachas del suelo, tal era su estado de felicidad/ebriedad. Matías le preguntó a Nacho cómo pensaba hacer que aquello mejorase, y convino con él en que una visita al baño con su paseíto correspondiente sería lo más apropiado.

Los pasillos de la I-House estaban infestados de parejas que no bailaban precisamente jazz, de accesos a la sala de karaoke, de billar, ping pong, televisión por cable, recibidores de cada una de las alas del edificio… aquello era un laberinto superpoblado, y por desgracia Caroline no parecía en condiciones de servirles de referencia en su intento por encontrar el baño de las chicas.

Lo bueno de jugar al fútbol tres veces a la semana con la misma persona en la línea de defensa es que terminas entendiéndote casi sin hablar. El buen alemán y Nacho dejaron a Caroline apoyada frente a la pared, y mientras el fardo se repasaba cual mopa contra el gotelé ellos debatían sobre cómo hacer para transportarla al baño del piso superior. Los ascensores estaban bloqueados, por motivos de seguridad, de modo que habría que conducirla escaleras arriba.

Robert llegaba en ese momento, del brazo de una Liz algo más despeinada y descompuesta que de costumbre, y dejando a la hawaiana bailando el aloha junto a una cabina telefónica que ella confundió con su pichurrín, se ofreció a ayudarles a cargar con el encantador fardo hasta donde fuera menester.

Media hora, tres pisos y una vomitona después, Nacho se asomó a la ventana del baño, incapaz de soportar aquel olor ni un minuto más. Robert y Matías se esforzaban porque la princesa siguiera echando los estómagos donde debía, y de fondo, seguía resonando aquella música incesante que hacía temblar hasta los cimientos de la I-House. Nacho suspiró, miró el reloj y comprobó que a la princesa le quedaba media hora, o de lo contrario la competición de baile comenzaría sin ellos.

Claro que, en aquellas condiciones, de bailes y de lo que pasó después mejor ni hablamos.

martes, 2 de octubre de 2007

Cinefórum (2)



"Rompe el bramido del trueno la tranquilidad de la mar, rugen furiosos los cañones, y en medio del tumulto, del griterío que mezcla improperios e imprecaciones en francés e inglés, alza la vista al horizonte embravecido el capitán Jack Aubrey, el afortunado, dispuesto a dar la vida, una vez más, por su tripulación, por su nave y, en último término, por su patria. "


Master & Commander: The Far Side of The World, es el resultado de una extraña combinación de sagas literarias, un autor anciano sin muchas ganas de discutir sobre sus adaptaciones, productores avispados y un director, Peter Weir, que necesitaba como agua de mayo demostrar que El año que vivimos peligrosamente, El club de los poetas muertos o El show de Truman no fueron fruto de la casualidad.


Corría el año 2000, y la 20th Century Fox necesitaba un gran éxito, un block-buster con el que resarcirse de una preocupante sequía en taquilla. Fue entonces cuando los caminos de Weir, Patrick O’Brien y la Fox se cruzaron y dieron origen al primer boceto de la película: el resultado, tres novelas, dos guionistas y un borrador final que no gustó a nadie –Russell Crowe, actor principal, y sin el cual no había película, incluido-. Tras tres guiones, un acuerdo final de todas las partes y un barco de época reconstruido, dio comienzo el rodaje de la película que fue una auténtica balsa de aceite después de semejantes prolegómenos.


Una vez solventados los problemas fundamentales de guión –que incluía, entre otras mamarrachadas oceánicas, una lacrimógena e inverosímil historia de amor en alta mar-, la historia fue cobrando fuerza día a día, y la pos-producción se encargó de añadir digitalmente la fuerza que le faltaba a las escenas de batalla, con espectaculares tormentas y algún que otro cañonazo a estribor, (que nunca está de más en estas historias.)


Tres compositores (Iva Davies, Christopher Gordon y Richard Tognetti) fueron necesarios para la excelente partitura original, a la que se añadieron piezas de Bach, Bocherinni, Corelli y Vaughan Williams, y que dio como resultado una mezcla tan heterogénea como efectiva, que alternaba el estruendo solemne de la composición original con la tranquila sesión clásica a dos bandas entre el capitán Aubrey y el científico (gran Paul Bettany), darvinista hasta la médula, que le da la réplica en el filme.


Independientemente de reconocimientos, premios (con 10 nominaciones a los Oscar y 8 a los BAFTA de 2003), méritos en taquilla –fue un tremendo éxito a nivel internacional– y demás parafernalia, Master & Commander se erigió como una de las grandes películas de aventuras de todos los tiempos por méritos propios, por su ritmo agotador, sus diálogos certeros y creíbles, una tensión narrativa ejemplar y una solvencia en las escenas de batalla como pocas veces se ha visto en el cine –y si no que se lo digan al Capitán Sparrow, que prefirió irse “al fin del mundo” para no tener que cruzarse con Crowe y sus muchachos.


Master & Commander no es, sin duda, una lección de historia para estudiantes del período napoleónico –tampoco lo pretende, que para eso están los documentales- pero sí inscribe al espectador en un universo de cortesías, de códigos de honor y disertaciones sobre el arte de la guerra que, unido a la combinación musical antes citada, un trabajo de fotografía impresionante y una tripulación de actores –con perdón por el chiste- la mar de efectiva, permite comprender mejor una época en la que todavía se hablaba de honor en un campo de batalla.


Hoy las guerras se siguen librando a cañonazo limpio, aunque muy distinto, claro. Qué lejos quedan esos tiempos de mares embravecidos y héroes de antaño. Y qué bien que nos quede el cine para recordarlos.

Ayer tuvimos cena de bienvenida, al empezar ya la tercera semana para muchos, a la International House. Un tal Brian no-sé-qué, el director de todo esto, nos dirigió unas palabras encantadoras a los allí congregados (que éramos todos, lo de la cena gratis nos había conquistado como los Ferrero Rocher a los invitados de la Preysler), y menuda se armó cuando dijo que este viernes unas 400!!! personas invadirían nuestro hogar para montar un fiestorro del copón y muy señor mío.

Era tremendo ver cómo las distintas comunidades se frotaban las manos: el grupo de indios, que por cierto son unos guarros y se lavan los pies en los fregaderos de los baños como si se tratara de su puto Ganghes, se miraban con ojillos golosos y le metían buenos empujones al vino; la comunidad asiática, mucho más educados que los anteriores, se miraban como el buda, para que no trasluciera los sádicos pensamientos que recorrían sus perversas y pequeñas mentes. Entre ellos estaba también el señor Miyagi, mi vecino de al lado, un hombrecito pequeño que todas las mañanas hace ejercicios tipo "El último Samurái", es para troncharse.

También tenemos una comunidad judía (estos no se miraban, simplemente comían a destajo), una alemana (que se limitaba a la cerveza y hacía más caso al fútbol americano que al bueno de Brian), una inglesa (son solo dos, pero bastante hooligans), y una algo-así-como-latina, formada por un sudamericano, un catalán que enseña catalán llamado Joan, un servidor y, cómo no, el gilipollas profundo, ese tonto de las pelotas de Hilario que se dedicaba a porfiar sobre lo humano y lo divino con la cara cada vez más congestionada por el alcohol y a saber cuántas sustancias tóxicas más encima.

Luego nos regalaron camisetas, nos hicimos fotos y bailamos bossa nova, que de chicagüense no tiene nada pero "mola mogollón".

En fin, ya hablaremos de dicha fiestecilla. Por cierto, ayer casi violan a una estudiante en Hyde Park, el barrio donde está situado el campus. Están todas las de la International House con el miedo en el cuerpo, y no es para menos. ¿Adivinan el color del agresor, según todas las fuentes?
Acertaron, amigos. Acertaron.

Foto: Federal Building vs Acer Electronics

domingo, 30 de septiembre de 2007







Dar clase es como montar en una montaña rusa o, a la manera forrest-gumpiana, una caja de bombones, porque nunca sabes qué te va a tocar. En mi caso, me ha tocado un poco de todo: tengo asiáticos, americanos caucásicos, afroamericanos, indios, senegaleses, algún sudamericano perdido…

Curioso, lo de estos “hablantes de lengua heredada”. Son hijos de inmigrantes mexicanos, chilenos o argentinos, por ejemplo, cuyos padres decidieron no enseñar español a sus hijos en la creencia de que el inglés les abriría más puertas en el mundo laboral y social.

No sólo no ha sido así, sino que estos latinos o hispanos, como se les conoce aquí, simplemente por el hecho de serlo ya tienen muchas puertas cerradas. En el fondo, da lo mismo hablen la lengua de Shakespeare igual o mejor que aquellos que les contratan. Es el color de su piel, sus orígenes, su etnia, lo que define la escala social que van a ocupar.

Curiosamente, muchos de ellos deciden aprender español cuando llegan a los dieciocho años. Y entonces descubren que, para su sorpresa, y pese a no haberlo practicado jamás, el hecho de haberlo escuchado de pequeños en casa, ocasionalmente, sumado al interés que siempre tenemos por nuestros propios orígenes, hace que estos hablantes de español tengan una facilidad sorprendente para adquirir esta lengua. Nunca será su lengua nativa, como lo es para sus padres, pero su nivel de español puede alcanzar cotas más que dignas.

Junto a estos tenemos a los ya clásicos que tienen “las problemas” con el “idioma española”. Y con todos hay que lidiar, claro. No queda otra.

sábado, 29 de septiembre de 2007

Cinefórum (1)




Maggie es una mujer de 32 años con el corazón lleno de sueños frustrados, que arrastra el peso de ser la oveja negra de una familia que jamás ha valorado su talento o generosidad. Su encuentro con Frank, un veteranísimo entrenador de boxeo, le abrirá una última ventana a la esperanza, la posibilidad de alcanzar su sueño de convertirse en profesional y obtener la fama y el éxito que el destino, hasta entonces, le habían negado.

Million Dollar Baby no es, como podría parecer, una película sobre boxeo. No es una película sobre las relaciones paterno-filiales, como la que inmediatamente se establece entre los personajes que interpretan una creíble Hillary Swank y un sobrio Clint Eastwood. No es tampoco un filme sobre la superación personal, sobre la eutanasia o sobre las pequeñas miserias humanas, aunque todos estos temas aparecen en ella.

Si esta es una de las grandes películas de la historia del cine no lo es por su ajustado guión, por su convincente “tempo” narrativo, su fotografía o, especialmente, por su excelente dirección de actores. Million Dollar Baby es grande porque tiene la humildad, la sencillez y la falta de pretensiones que les sobra a la mayoría de las producciones del cine contemporáneo. Es grande porque consigue conectar con las emociones del espectador, y hacer partícipe de los éxitos y fracasos de los personajes como si estuviéramos asistiendo a los de nuestra propia familia.

Es una película que emociona, que atrapa y maneja al espectador sin perder jamás su verdadero objetivo, que no es otro que hacer disfrutar al espectador, y devolverle a la magia de aquellos tiempos en que un cubo de palomitas y una sala oscura eran más que suficientes para tocar el cielo.

Re-Primer día


Tricantinos todos:

Foto del Loop para iniciar el blog. En breves, más redacciones impagables de mis pupilos.

Abrazos

Nacho