martes, 29 de enero de 2008

Al compás de Eólo.



Hubo un tiempo en que en todas partes existía algo llamado estaciones del año, un período de tres o cuatro meses que presentaba una serie de características comunes en cuanto al clima, la temperatura, la nieve, la caída de las hojas, las lluvias o la ausencia de las mismas, etc…

Vivaldi les dedicó unas maravillosas composiciones que perduran en la memoria del género humano, aun cuando desde hace mucho tiempo buena parte del planeta tierra ha dejado de sentir el paso de una estación a otra porque de repente todas comienzan a parecerse demasiado, a ver alterados sus ciclos, sus ritmos y sus características.

Y así, no es raro ver cómo una mañana de invierno aparece soleada y tranquila, y los telediarios nos muestran, en pleno enero, a gente bañándose en las playas de Valencia, San Sebastián o Lanzarote. Tampoco es de extrañar que no llueva en todo el otoño, que las hojas se caigan en dos días y de repente venga un frío glacial a mediados de octubre, para después desaparecer y no dar señales de vida hasta marzo, por ejemplo.

Parece que el calentamiento global lo único que respeta son los rigores de un verano que cada vez es más verano, cada vez más desertizado y arenoso, un verano que se alarga más de cuatro meses, arañándole días a un otoño inexistente. Y mientras esa ola de calor abrasa bosques, prados y montañas, los neveros se siguen fundiendo y perdiendo, paulatinamente, la gloria nívea que en otro tiempo alumbraron.

Por eso resulta tan extraño llegar a otras partes del mundo y comprobar que sí, que aquí ese antiguo sistema que mi abuela recordaba con cariño y nostalgia prevalece, aquel en el que el mundo tenía un sentido, un orden y una lógica: en invierno hacía frío, en primavera florecían los campos, en verano se doraban al sol y en otoño recibían un manto de lluvia y hojas.

Justo igual que en Chicago, que en apenas cinco meses ha pasado de la humedad veraniega, provocada por un recalentado lago Michigan, a la ventolera otoñal que arrastraba el ocre, el dorado y el bermejo en forma de hoja allá adonde fuera, para terminar en los rigores de este invierno frío, nevado y hermoso que da blancura a una ciudad que ya se encargan el racismo, la intolerancia y la violencia de oscurecer.

Éste es otro orden, sin embargo. El natural, aquel que por desgracia va perdiendo su sentido en tantos otros lugares, aquí parece que todavía resiste, ahora mismo tan helado como las estalactitas que se forman bajo cualquier puente, al abrigo de cualquier sombra invernal, esperando para fundirse dentro de poco y dar paso al siguiente ciclo, a la siguiente estación del año, siempre en orden, siempre al compás y a los dictados de Eólo.



domingo, 27 de enero de 2008

Aquellos maravillosos años.



Me llega un correo de un amigo con varios enlaces a distintas páginas web en el que me dice: “para que te acuerdes de aquellos maravillosos años”. Al abrirlo, aparece ante mí esta imagen del Night Raven S’P, un avión de juguete con el que, literalmente, yo soñaba cuando tenía siete u ocho años y aún vivía en el barrio San Juan Bautista.

Y se me saltaban las lágrimas, para qué negarlo. Sé que va a sonar ultracapitalista, pero lo cierto es que uno de los días más felices de mi infancia fue aquella mañana de Reyes en que abrí el regalo que contenía la nave de mis sueños. (Algo tendrá que ver con eso que decía el otro día de las esperas y de lo que estaba por llegar). Pero es que el asunto no termina ahí: otros enlaces me llevaron a páginas de coleccionismo de distintos juguetes de mediados y finales de los ochenta, que es cuando yo me dedicaba a estos menesteres: y ahí andaba He-Man, los Dino Riders, y los Lego, Playmobil, GiJoe… estaban todos, todos los que recordaba y muchos otros que estaban ahí, aunque ya ni siquiera en mi memoria.

El caso es que al ver aquellas figuras de plástico me dio por pensar, entre otras cosas, en lo que significaba ser niño entonces y lo que significa serlo ahora. Yo tuve la suerte, (porque así lo considero, una suerte), de haber crecido rodeado de esos muñecos, la mayoría de los cuales estaban hechos con más cariño que habilidad, pero que en cualquier caso fueron uno de los mejores estimulantes de la imaginación que uno puede concebir, junto a los libros.

Es verdad que muchos de esos juguetes se basaban, a su vez, en series de televisión que todos devorábamos, pero no es menos cierto que en cuanto entraban en el dormitorio perdían mucho de ese referente televisivo y entraban a formar parte del particular “reino de muñecos” que mi hermano mayor y yo solíamos montar en cuanto teníamos la menor ocasión (el pequeño aún no había nacido, por aquella época). Y qué gozada, sacar aquellos enormes cajones, uno rojo y otro verde, y bucear en la maraña de juguetes para escoger los protagonistas de nuestra próxima aventura: los mezclábamos como queríamos, nos inventábamos mil y una historias, nos cambiábamos los roles constantemente y dábamos rienda suelta, en definitiva, a toda la fantasía y las ganas de pasarlo bien que teníamos dentro.

Todo aquel mundo mágico, autónomo y paralelo a la aburrida rutina de colegio y deberes se vino al traste al poco de nuestro traslado a Tres Cantos, época que coincidió con la llegada de las tan denostadas videoconsolas. Fue caer presa de los bits, los gráficos de colorines y aquella música machacona para que de golpe y porrazo todo aquel esfuerzo, todo aquel mérito intrínseco que suponía poner en marcha tu propio universo se viniera debajo de una forma irremediable.

También es verdad que a ciertas edades uno ya no está para darle vida a los muñecos (qué reveladora experiencia para mí fue ver esa genialidad llamada Toy Story, fue como tener ocho años de nuevo, para lo bueno y para lo malo), y que las videoconsolas proporcionan también sus buenos momentos de diversión a un adolescente, que es lo que era yo a partir de esa época. Sin embargo, sí que siento ahora que algo se perdió en ese paso, algo importante e irrecuperable que otras generaciones anteriores a la mía sí tuvieron, y yo no.

Y no digamos los que vinieron después. Una de las experiencias más tristes que tenido siempre con chavales que se hallan precisamente en esa franja de edad de la infancia, con los que trabajo en mi grupo scout, es comprobar sus dificultades para resolver una actividad basándose en una imaginación de la que, sencillamente, carecen. Les cuesta horrores imaginar situaciones, asignar roles o lanzarse a jugar si no se les dan las reglas, las normas y todo el trabajo hecho, en definitiva.

Adocenados día y noche por televisiones, ordenadores y consolas, los niños de hoy en día son incapaces de articular un mundo por sus propios medios, y lo que es peor, sin los estrechos límites que necesariamente imponen los medios audiovisuales. Ésa, y no otra, era y es precisamente la magia que tiene dejar volar la imaginación: la ausencia completa de fronteras más allá de las estrictamente físicas. Tú construyes ese universo, tú lo disfrutas y te beneficias, y años más tarde lo recordarás, seguro, con un afecto inmenso.

Porque lo mejor de todo es que entonces uno terminaba encariñándose con aquellos juguetes; ya me dirán qué niño en la actualidad “ama” a su Playstation 2 en cuanto sale la 3, la 4 o la 25, en este nuevo mundo donde no hay memoria porque la tecnología tiene la extraña virtud de fagocitarse a sí misma cada día, impidiendo cualquier tipo de apego o nostalgia. Es por eso que el joven de 25 años que vea su primera consola se echará a reír de lo ridículo que era su motor gráfico, su resolución o su tarjeta de sonido y seguirá, haciendo gala de ese espíritu tecnológico, siempre hacia delante, sin echar jamás la vista atrás.

Y es por eso, también, que el joven de 25 años que soy yo dejaba escapar el otro día gruesas lágrimas de cocodrilo al ver a mi querido Night Raven, ese mismo avión con el que volaba tanto por las tardes, antes de cenar, como por las noches, a lomos del sueño, y armado hasta los dientes de mi imaginación y mi fantasía.

Porque yo disfruté el tesoro de la imaginación, ahora tengo la recompensa del recuerdo. De ahí las lágrimas.

viernes, 25 de enero de 2008

La eterna espera.


Leo el otro día en la última novela de Chirbes, Crematorio, una cita que me hace reflexionar. Trata sobre un aspecto bastante común de la condición humana, según el cual muchas personas pasamos buena parte de nuestra vida esperando que algo ocurra, llegue o se cumpla. A dicho objetivo dedicamos buena parte de nuestros esfuerzos, sin importar tanto si ese suceso finalmente se hará realidad o no, pues no es tanto el suceso en sí como la espera lo que da un sentido a cuanto hacemos, decimos o pensamos.

La literatura se ha hecho siempre eco de esta actitud. Quizá los más recordados sean aquellos vagabundos que esperaban a Godot, en la imaginación de Beckett, o aquel soldado de Buzzati que aguardaba en vano a los tártaros adversarios, sin que el encuentro con ninguno de ellos terminara de ocurrir, llegar o cumplirse. Incluso don Quijote, en cierto modo, murió sin que llegara jamás esa gran hazaña que lo habría de encumbrar por los siglos venideros, pero que al mismo tiempo le había llevado a recorrer buena parte de la geografía española, dándole un cierto sentido a su existencia.

Pero volviendo al caso particular, y abstrayéndonos por un momento de citas, libros y autores, decía que toda esta problemática me hizo reflexionar, como siempre me ocurre con la literatura, porque veo escrita en ella las mismas verdades que experimento en la realidad y no soy capaz de expresar, comprender o interiorizar como es debido si no es a través de una página codificada en tinta.

Y es que, en definitiva, ésa y no otra ha sido siempre mi actitud, mi filosofía de la vida, aquella según la que algo, -no se sabe muy bien qué o quién-, está ahí esperando para ocurrir, llegar o cumplirse. Y la espera continúa, y nada pasa salvo el tiempo.

Además de todo lo dicho, luego las situaciones particulares intensifican aún más esta tendencia, por llamarla de alguna manera. El año pasado me lo pasé entero, casi igual que el anterior, tratando de dejarlo todo atado y bien atado, los compromisos, deberes, obligaciones y placeres para que cuando cogiera el vuelo con destino a Chicago pudiera centrarme ya únicamente en lo que estaba por cumplirse, esta estancia que llevo preparando durante años y que, ahora que estoy aquí, en su pleno epicentro, sigo sin sentirla como “eso” que tenía que ocurrir.

Creo que no pasaron ni dos semanas en América antes de que empezaran a surgir otros plazos, otras fechas límite, otros futuros compromisos que hacían de mi estancia aquí una nueva espera para “algo más”, un nuevo actuar en la expectativa de que algo, fuera lo que fuese, tuviera lugar en un futuro más o menos lejano: viajes, entregas, regresos a España, oposiciones, tesis, finalización de la beca, etc… Pongámosle el nombre que queramos a ese Godot, a esos tártaros o a la gloriosa hazaña, que tanto da porque en el fondo es una realidad multiforme que nunca termina de materializarse, pues a la llegada de lo anteriormente dicho habré de darme cuenta, como ya me ha pasado aquí, de que en realidad sólo son el umbral de otra sala de espera para acceder a la siguiente. De nuevo, la espera por encima de lo esperado.

Lejos de mi intención está el querer hacer de esta reflexión un canto al nihilismo, antes bien todo lo contrario: qué terrible sería si realmente el sentido de nuestras vidas lo diera un hecho concreto, un acontecimiento o una persona más allá de los cuales no tiene objeto alguno seguir andando, respirando o viviendo.

Causa algo de alivio, en suma, saber que siempre habrá una espera que nos mantenga ilusionados, esperanzados, ansiando que pasen las horas para que llegue tal o cual acontecimiento que nos ha de hacer un poco más felices, y que no importará su forma material o humana porque lo único seguro es que ahí estará, esperando, aguardando en silencio para nunca ocurrir, para nunca llegar o para nunca cumplirse.

lunes, 21 de enero de 2008

Vote 4 me!


Nos encontramos en plena campaña electoral, amigos míos. El destino de Estados Unidos y de España está en el aire, en las urnas, en los votos de unos ciudadanos que irán a depositarlos amablemente en marzo y en diciembre y decidirán, así, el devenir político, social y económico de los próximos años, manteniendo en pie la maravillosa democracia en la que todos, en paz y cósmica armonía, convivimos.

¿Notan el tono irónico? Si no es así, háganme el favor de notarlo, se lo ruego. Llevo semanas enteras soportando la cháchara mediática local acerca de los últimos roces entre Hillary, Obama y Romney, y me llegan los remotos altercados entre Zapatero, Rajoy y Gallardón, que se dedican a descuartizarse cuanto pueden antes de la cita electoral que se avecina, y ya estoy cansado. Y eso que no hemos hecho más que empezar.

Una vez mantuve una charla acerca de los valores democráticos y de la esencia de ese sistema, al que una vez mi profesor de Historia llamó “el menos malo de los sistemas sociales”. En dicha conversación, y sin intención de meterme en pantanos políticos, discutía yo el valor de una democracia que delega en sus gobernantes decisiones tan fundamentales como, por ejemplo, ir a una guerra.

Si nos atenemos a la etimología de la palabra, democracia significa, literalmente, “el poder del pueblo”, algo que quizá aquel presidente, de cuyo nombre no quiero acordarme, no tuvo en cuenta cuando envió tropas a una remota región bajo el empeño, de su honor y palabra, de que allí hallaríamos unas armas de destrucción masiva que aún seguimos buscando, cinco años, varios atentados terroristas y miles de muertos después.

Si más del 90% de la población española, que se oponía a la entrada en dicha carnicería absurda, no fue suficiente para conmover a nuestros ilustres gobernantes, comprenderán que desde entonces haya perdido yo bastante fe en eso que llamamos, de forma pomposa y con el pecho henchido de orgullo, democracia.

Quizá sea el ejemplo más sangrante, aunque no el único, de un sistema en el que son habituales el engaño a la opinión pública, la corrupción, la ocultación de documentos, el secretismo, la falta de transparencia, los desfalcos, el nepotismo, la especulación y, en definitiva, el campo abierto para cualquier tipo de ambición personal con ánimo de lucro a costa de los contribuyentes.

Ingenuo de mí, yo pensaba que era algo típicamente español, pero veo que no: se comenta aquí ahora el caso de una población de Nueva Inglaterra, a la que el gobierno ha decidido renovar a base de nuevos proyectos de construcción. Donde antes había un antiguo barrio residencial quieren hacer una mega urbanización con centros comerciales, parques y avenidas, y para ello van a expropiar las casas de los que aún residen allí, por decreto ley, para después vender los derechos de construcción a una empresa privada. Y todo ello supone, ni más ni menos, que la violación de uno de los derechos garantizados por los sagrados textos americanos (la declaración de independencia, la constitución y la carta de derechos): el derecho a la propiedad de una vivienda digna.

Curiosa, la contradicción, ¿no creen? Es decir, yo, como gobernante, te doy el derecho de tener tu casa, pero también de quitártela cuando me dé la gana. Tengo el poder para hacerlo y ya puedes protestar todo lo que quieras, que te va a dar igual. Te quedas sin casa y sin hogar, y yo construyo y especulo, y doy lustre a una población que me verá con buenos ojos por mejorar su calidad de vida y, quién sabe, igual me termina votando, y todo.

Porque eso es, en definitiva de lo que trata todo esto: salir elegido, votado, aclamado por el público para, a partir de ahí, tener vía libre para hacer cualquier cosa. Los políticos se maquillan, se ponen guapos y agarran al bebé de turno para la foto, y después de eso se olvidan durante cuatro largos años de que, en realidad, ellos deberían estar al servicio de esas mismas personas a las que ignoran completamente.

Pero dejémonos ya de sandeces, porque eso no es democracia ni es nada. Si el 90% de tu país te dice que no quiere guerra, entonces no hay guerra ni honor ni palabra que empeñar. Si les diste el derecho a una vivienda digna, vete a construir parques y centros comerciales al jardín de tu casa. Y si eres el alcalde o el presidente de una comunidad, déjate de tejemanejes políticos que sólo revelan tus ambiciones personales y dedícate a lo que se te ha encomendado, aquello para lo que se te ha elegido y a lo que deberías estar entregado en cuerpo y alma: servir a esos mismos ciudadanos que con sus votos, esperanzas e ilusiones mantienen este gran circo de pulgas llamado democracia.

Porque todo lo demás es pura retórica, polvo y aire.

sábado, 19 de enero de 2008

El mío sin hielo, por favor.


Hoy, efectivamente, ha estado a punto de cumplirse la profecía de Daniel: “Se te va a congelar el culo, ya lo verás, y entonces recordarás estas palabras”, me dijo mi compañero de oficina antes de despedirse de mí en Navidades. “Más te vale forrarte hasta arriba porque de lo contrario, ya sabes… el culo helado”. Y mira que tenía razón, por mucho que yo entonces pensase: “anda, ya será menos, ni que estuviéramos en el Polo Norte.”

Lo malo que tienen las condiciones climatológicas extremas es que te nublan el cerebro. Te hacen olvidarte de todo lo que no sea recuperar el estado anterior de temperatura normal, esa a la que tu cuerpo debe estar siempre si no quieres pasarlo realmente mal.

En concreto, con el frío intenso de esta ciudad, de repente pierdes la noción de cuanto no sea en verdad importante, y entonces el gorro, los guantes o el abrigo pasan a ser tus únicos aliados. Te da igual parecer un ninja si con eso consigues pasar menos frío y tener las orejas o los labios calientes, y no sentir así en la piel el aire cortante que se va extendiendo desde ahí al resto del cuerpo. Y no te cubres los ojos, que sueltan lágrimas a cada paso, porque entonces correrías el riesgo de resbalarte con el hielo o la nieve que cubren completamente calles, aceras y parques.

Lo más sorprendente de todo esto es comprobar cómo ni siquiera a menos quince grados la gente detiene sus actividades habituales, y sale a pasear un sábado, va de compras o se dirige al cine. Ves a niños completamente encebollados a base de abrigos, bufandas y manoplas; los ancianitos hacen uso ingeniosos mecanismos para que su bastón no resbale al contacto con el suelo helado; incluso hay gente que, desafiando a los elementos, se sienta en el suelo y pide una limosna a los muñecos de nieve que pasan a su lado, sin detenerse.

Me pregunto si cuando esto llegue a su punto álgido, es decir, a más de veinte grados bajo cero, la ciudad simplemente no se colapsará. En las estaciones de tren hay cabinas climatizadas para esperar a los vagones, los autobuses tienen una calefacción potente, y los edificios parecen soportar cualquier rigor invernal. Sin embargo, tiene que haber un límite. Tiene que llegar un punto en que esas calles blancas y heladas hagan patinar a los coches, por muchas cadenas que lleven; ha de haber un momento en que la gente simplemente no pueda soportar esa temperatura al caminar, por mucho que traten de emular a los osos; no habrá sal suficiente para cubrir todas las calles, las vías de los trenes, las aceras, los escalones que te permiten subir de un nivel al otro de la ciudad…

Y sin embargo, dicen los que conocen algo más de mundo, como Daniel, que esto que tanto me asusta a mí en realidad no es nada, y que si quiero conocer el frío de verdad me vaya a Canadá o a Alaska, (faltó nombrar el Polo), y que allí vería lo que es bueno. Dicen que en esos lugares tienen meses enteros de nevadas, ventiscas y tornados, y que literalmente es imposible salir a la calle durante buena parte del día.

Pues bien, a todos esos les respondo yo que no, que no quiero conocer el frío de verdad. Después de un día entero de tiritonas, resbalones y de dejar de sentir las piernas, como decía aquel humorista, cada vez que había que parar ante un semáforo, creo que tengo bastante claro que para mí el frío de Chicago ya es suficientemente auténtico como para querer buscar más.

A fin de cuentas la ambición nunca fue una de mis virtudes, qué le vamos a hacer.

jueves, 17 de enero de 2008

La tribu de los Brady.



Gracias a esos avances tecnológicos tan sorprendentes para las personas de avanzada edad como comunes para las jóvenes generaciones, este viaje de Chicago tan frío, extraño y lleno de novedades en el que me hallo inmerso tiene todos los domingos una parada obligatoria en un lugar que está, ni más ni menos, a 7000 kilómetros de aquí.

Y se hace raro ver esa biblioteca donde preparé COU, Selectividad y buena parte de la carrera, tan llena de libros como siempre, silenciosa, esperando a que alguien se adentre en ella y curiosee por aquí y por allá, y recorra siglos y siglos de Historia y Literatura en cada estantería. Pero ahí está, ocupada por mis padres y hermanos, que aguardan las últimas novedades desde la ciudad del viento.

Evidentemente, no todo podía ser perfecto, por muy avanzados que estén los tiempos. Tenemos problemas de conexión, la imagen se pixela más de lo debido, y no siempre el sonido llega cuando debe. Y a pesar de todo, las horas que pasamos juntos, ellos allí, yo aquí, se nos hacen pocas para contarnos todo lo que nos interesa, preocupa, sucede o gustaría.

Para alguien tan aficionado a la tertulia, al debate y, a veces, a la polémica como yo, es casi una necesidad de primer orden disponer de este tipo de válvulas de cuando en cuando, porque aun suponiendo que mi inglés fuera medio decente, que no lo es, ni siquiera con eso me llegaría para expresarme con los matices, giros y precisiones con que cualquier hablante nativo puede hacer en su lengua, como me ocurre a mí con el español. No sé si es cierto lo que dicen los románticos de los idiomas, acerca de que determinados sentimientos sólo se pueden expresar correctamente en tu lengua de origen, (yo siempre lo he visto como un código como cualquier otro, que se aprende y se usa para lo mismo que los demás), pero lo cierto es que en español no siento limitaciones de vocabulario o sintaxis para decir, creo, exactamente lo que quiero decir.

Y si a ese hecho lingüístico se le suma la complicidad que sólo se puede tener con la familia -eso que los antiguos llamaban tribu o clan-, pues no hay más que pedir. Eso explica, como decía antes, que dos, tres y hasta cuatro horas se vayan entre anécdotas, puestas al día y actualizaciones de lo que es preciso conocer. Podemos contarnos nuestras lesiones y dolores –tema favorito donde los haya-, lo mucho que nos cansa el trabajo, los compañeros o los jefes, lo maravilloso que es el tiempo español y lo inv(f)ernal que es aquí en Chicago, la última película que hemos visto… cualquier excusa es buena para poner en marcha el motor de la comunicación tribal.

Tan es así que uno comienza la semana, al día siguiente, con otros ánimos y una nueva entereza. Uno sabe que, por kilómetros que ponga de por medio entre él y los suyos, siempre se puede contar con ese oasis en el desierto, con esa necesaria parada de avituallamiento que te da el oxígeno necesario, el agua y las sales minerales para reiniciar la subida al monte del destino, que dicen los tolkianos (o tolkienses, no tengo claro el gentilicio).

Todo ello, insisto, gracias a una simple conexión, una toma de contacto y un saludo digital que me devuelve de nuevo a los gansos de mis hermanos en todo su esplendor, y a la serenidad de los que, por encima y de reojo, suspiran preguntándose qué hicieron ellos para merecer esto.




miércoles, 9 de enero de 2008

A little bit of this, a little bit of art...



Si de este calor que hace de la tarde el pálido eco de tu voz
y alza al cielo la calma del ocaso




Naciera un trazo similar al de aquel loco de pelo rojo





Podría yo entonces imitar al agua bajo tu imagen,
y tratar de reflejar en mi lienzo
tu rara belleza





Y en el fracaso del pincel invocaría el poder de la roca,
imploraría el abrazo del frío mármol
y de la noche del desierto





Invocaría a cuantos dioses conozco,
haciéndoles surgir del abismo insondable del recuerdo
y de las aguas del olvido cierto




Todo sería poco para intentar atraparte
para escapar así de una soledad de hielo yerto




Porque estar a tu lado y ver la vida pasar es todo cuanto quiero
todo a cuanto aspiro
todo cuanto sueño





(Visita al Art Institute of Chicago, 6-1-2008)

domingo, 6 de enero de 2008

Cinefórum (5)


Si en el cine contemporáneo existe un director que reúna los adjetivos “estrambótico, sorprendente, inquietante e imaginativo” en una sola persona ése es, sin lugar a dudas, Tim Burton. Películas como “Beetlejuice”, “Eduardo Manostijeras”, “Ed Wood”, “Pesadilla antes de Navidad”, “Sleepy Hollow”, “Big Fish” y “La novia cadáver” le han otorgado la categoría de “director de culto” entre aficionados de todo el planeta.

En esas obras el director nos sumerge en un universo absolutamente distinto a todo lo visto con anterioridad. Sus personajes, lejos de los arquetipos clásicos de Hollywood, son curiosamente tan deformes por fuera como reconocibles por dentro para cualquiera que tenga una pizca de humanidad corriendo por sus venas. Esos seres aislados, solitarios, tímidos y confundidos por un mundo que no terminan de entender despiertan más emociones en el espectador que cualquier Brad Pitt de turno luciendo musculatura ante el delirio de las quinceañeras.

Las cintas que antes mencioné son las mejores de Burton porque son las más personales, aquellas donde el autor tuvo más libertad a la hora de escribir, dirigir y editar. Las otras, las más comercialotas como los “Batman” (1 & 2), “Mars Attacks!”, “El planeta de los simios” y “Charlie y la fábrica de chocolate”, aunque son dignas películas, no terminan de encajar del mismo modo, como si hubiera otras manos, otros intereses que desvirtúan las buenas intenciones de un director obsesionado con la perfección.

Pues bien, ayer tuve la oportunidad de ver su última película, “Sweeney Todd: el barbero endemoniado de la calle Fleet”, y lo cierto es que me llevé un chasco de los buenos. Y esto se debe a que, pese a que por su naturaleza pertenece al primer grupo de películas, ya que Burton ha tenido el control total de la cinta, lo cierto es que el resultado final está muy, muy por debajo de la calidad mostrada por cualquiera de las del segundo grupo.

Pero dejémonos de grupos y vayamos con la película. La historia cuenta las desventuras de un barbero traicionado por un lujurioso juez, que ansiaba quedarse con su esposa. Exiliado, el personaje que interpreta un Johnny Deep algo sosete, regresa a Londres con la firme intención de rebanar gargantas cuchilla en mano, y no descansará hasta cumplir su cometido.

Basada en el musical del mismo título, "Sweeney Todd" goza de un diseño gótico y misterioso, como era de esperar, y el trabajo de fotografía es especialmente sobresaliente. Algunos actores están correctos en sus papeles (Helena Bonham Carter me parece un fiasco, digan lo que digan los críticos), y está salpicada con toques de humor negro, como no podía ser de otra forma.

Sin embargo, y esto es lo que no logro concebir por más vueltas que le doy, es que en el apartado musical la película naufraga de forma estrepitosa. Suponiendo que los actores fueran buenos cantantes, (que es algo dudoso, cuando menos), lo que no se entiende es que las letras de las canciones, que ocupan prácticamente todo el metraje -apenas hay diálogos-, sean tan rematadamente malas, ripiosas, infantiles y repetitivas.

Y es que los temas principales de la película (el de la venganza de Todd, el de los amores de los jovencitos, etc…), que tampoco son musicalmente nada del otro mundo, se repiten encima hasta la saciedad, agotando a un espectador cansado ya de ver litros y litros de sangre (bastante chapucera, por cierto) que mana de las gargantas de unos pobres clientes que, en el colmo del absurdo, nada tienen que ver con la tan manida venganza.

Ni siquiera la gratificante presencia de Sacha Baron Cohen, el actor de “Borat” en un cameo divertidísimo, logra combatir los bostezos del personal que provoca Sweeney Todd, a la que un recorte de media hora de metraje (y unas tres docenas de canciones menos) le habrían venido fenomenal. Y no vale decir que Burton no sabe hacer musicales: “Pesadilla antes de Navidad” y “La novia cadáver” son excelentes muestras de lo que “Sweeney Todd” podía haber sido y no es.

Total, una verdadera lástima. Para algo que prometía en esta aburridísima cartelera invernal...

viernes, 4 de enero de 2008

Hogar, sweet home.


Comentaba anoche mi compañero de residencia Pedro, camino del aeropuerto, que se había sentido raro en estas ya pasadas vacaciones navideñas. “Era como si fuera de visita, más que como si volviera a casa.” Y me recordó a las palabras de Antonio Muñoz Molina, que cuando vivió en Nueva York siempre decía que la ciudad americana, y concretamente su barrio, se habían convertido en “una casa inesperada, un hogar que nunca habría imaginado.”

Curioso, cuando menos, pero más por engañoso que por otra cosa. Es cierto que sólo he vivido en Chicago unos meses, y que a lo mejor en junio mi idea cambia un poco, pero tengo para mí que ni Pedro, que lleva un año de exilio, ni Muñoz Molina, que estuvo cuatro, se sentirán igual en estas mega-urbes yanquis que en su casa, en su barrio, rodeados de su gente. Que se lo digan si no a esos verdaderos exiliados, los del año 39, que independientemente de la edad o condición, se pasaron toda su vida echando de menos su hogar, el único y verdadero, que era el país que les vio nacer.

Y si a la costumbre, al hábito de convivir con unas determinadas personas, amigos, familiares, parejas e incluso hijos, le añadimos toda una serie de referentes culturales, sociales, políticos, literarios y ambientales, me resulta poco menos que imposible creer que alguien puede sentirse “en casa” a siete u ocho mil kilómetros.

Y para muestra, dos botones. El segundo día de mi estancia española me hice un desafortunado esguince jugando al fútbol. Una vez en el lugar de los hechos, los propios operarios de la ambulancia, española donde las hubiera, se hicieron los remolones hasta el infinito y más allá para realizar su labor (llevarme al dichoso hospital, que estaba a diez minutos), labor que tuve que recordarles con más insistencia de lo simplemente imaginable en cualquier otro país del mundo, pero que en cualquier caso me mostró que, sin lugar a dudas, estaba en casa.

El segundo botón tuvo que ver con mi viaje de regreso, ayer mismo, en nuestra maravillosa, y española donde las haya, compañía aérea de Iberia. Después de embarcarnos con una hora y cuarto de retraso, y de poner el avión en marcha para despegar (llegamos a movernos, y todo), nos paran y el comandante nos dice que se han dado cuenta de que un motor está estropeado y que hay que desembarcar. Mientras los españoles salían tan contentos, diciendo que “menos mal que se han dado cuenta antes de despegar”, los americanos salían indignados, diciendo que “¿cómo demonios no se dieron cuenta en la revisión previa al embarque?”

Así que tras tres horas de espera más, nueve horas y media de avión, otra de aduanas, huellas digitales y revisión de equipaje en busca de bombas lapa, me suelta mi compañero de residencia Pedro, al que por cierto no tengo en demasiada estima, que es que América le ha calado hondo. “Es más” –me dice, el muy idiota- “a veces me pasa que ya en España hay cosas que no me salen en español, y me bloqueo, oye, será de lo bien que domino ya el inglés.” O de lo poco que dominas el español, estuve tentado de decir.

Yo no sé Pedro, como tampoco Muñoz Molina, pero imagino que a su regreso de la aventura americana dejaron o dejarán de ver a todas las personas de las que se rodean ahora, personas que, en el mejor de los casos, sólo serán un recuerdo en una foto, quién sabe si un mensaje esporádico en el buzón digital. Esos paisajes que pisaron día a día, con toda su elegancia y “glamour”, serán sustituidos por las calles de Madrid, Alicante o Barcelona, que serán lo que quieras menos elegantes y “glamourosas.” Y esas fabulosas actividades que desempeñaban ahí (Pedro afirma estar curando el cáncer, Dios nos pille confesados), serán en España ya sólo un recuerdo reemplazado por nuestra magnífica rutina de aperitivo y café.

Y yo que pensaba que la gran ventaja de viajar era que te abría la mente y te hacía ver las cosas de otra manera, abandonando chovinismos baratos, ya fueran locales o ajenos. Y resulta que no, que da igual hablar con un aborigen español que jamás ha salido de sus fronteras o con un papanatas viajero, el caso es que ambos, cada uno en su extremo, te dirán siempre que lo suyo es mejor, que lo suyo es lo que vale, lo único y verdadero (o como diría el impagable Pedro, “the one and only”).

Una forma de pensar, en definitiva, tan típicamente española y olé, que me hace sentir en casa más incluso que la Cibeles o la tortilla de patatas.