martes, 29 de enero de 2008

Al compás de Eólo.



Hubo un tiempo en que en todas partes existía algo llamado estaciones del año, un período de tres o cuatro meses que presentaba una serie de características comunes en cuanto al clima, la temperatura, la nieve, la caída de las hojas, las lluvias o la ausencia de las mismas, etc…

Vivaldi les dedicó unas maravillosas composiciones que perduran en la memoria del género humano, aun cuando desde hace mucho tiempo buena parte del planeta tierra ha dejado de sentir el paso de una estación a otra porque de repente todas comienzan a parecerse demasiado, a ver alterados sus ciclos, sus ritmos y sus características.

Y así, no es raro ver cómo una mañana de invierno aparece soleada y tranquila, y los telediarios nos muestran, en pleno enero, a gente bañándose en las playas de Valencia, San Sebastián o Lanzarote. Tampoco es de extrañar que no llueva en todo el otoño, que las hojas se caigan en dos días y de repente venga un frío glacial a mediados de octubre, para después desaparecer y no dar señales de vida hasta marzo, por ejemplo.

Parece que el calentamiento global lo único que respeta son los rigores de un verano que cada vez es más verano, cada vez más desertizado y arenoso, un verano que se alarga más de cuatro meses, arañándole días a un otoño inexistente. Y mientras esa ola de calor abrasa bosques, prados y montañas, los neveros se siguen fundiendo y perdiendo, paulatinamente, la gloria nívea que en otro tiempo alumbraron.

Por eso resulta tan extraño llegar a otras partes del mundo y comprobar que sí, que aquí ese antiguo sistema que mi abuela recordaba con cariño y nostalgia prevalece, aquel en el que el mundo tenía un sentido, un orden y una lógica: en invierno hacía frío, en primavera florecían los campos, en verano se doraban al sol y en otoño recibían un manto de lluvia y hojas.

Justo igual que en Chicago, que en apenas cinco meses ha pasado de la humedad veraniega, provocada por un recalentado lago Michigan, a la ventolera otoñal que arrastraba el ocre, el dorado y el bermejo en forma de hoja allá adonde fuera, para terminar en los rigores de este invierno frío, nevado y hermoso que da blancura a una ciudad que ya se encargan el racismo, la intolerancia y la violencia de oscurecer.

Éste es otro orden, sin embargo. El natural, aquel que por desgracia va perdiendo su sentido en tantos otros lugares, aquí parece que todavía resiste, ahora mismo tan helado como las estalactitas que se forman bajo cualquier puente, al abrigo de cualquier sombra invernal, esperando para fundirse dentro de poco y dar paso al siguiente ciclo, a la siguiente estación del año, siempre en orden, siempre al compás y a los dictados de Eólo.



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