sábado, 15 de marzo de 2008

La maldición de Nilfheim (Fin del Segundo Acto)




Cuenta la leyenda nórdica
que un reino de oscuridad
desafiaba a los dioses
con un clima sin piedad.

Los dominios de Nilfheim
se extendían más allá
de las noches más siniestras,
eran tierras de maldad.

Dice la vieja leyenda
que su océano sin sal
bañaba costas heladas
sin el brillo del coral,
que desiertos sus parajes
de la vida elemental
habitaban sus llanuras
la tiniebla y el azar,
y alumbraba la mañana
el rugido de mistral.

Reino de nieve perpetua
condenada a perdurar,
a ser siempre blanca y pura
su sonrisa y su ademán,
sólo da desesperanza
a quien se atreve a caminar
por sus templos silenciosos,
por sus ríos sin caudal.

Gélida alma sin vida,
la mía quieres tomar,
Entablemos, pues, contienda:
no me voy a amedrentar.

He visto ya tus ejércitos:
el hielo es tu capitán,
los vientos son tus soldados,
con su hálito mortal,
y el tambor de tus guerreros
es la aurora boreal.

Sea pues, como tú quieres,
y la furia del Titán
caiga toda sobre mí:
el ataque más brutal
será polvo, sombra y nada
y habrás de capitular,
pues mi espada es poesía
y este verso, tu final.












(P.D: Volveremos en abril con más historias. Hasta entonces, un abrazo a todos.)

jueves, 13 de marzo de 2008

Cinefórum (7)


El cine universitario, a diferencia de las salas comerciales de la ciudad, permite desconectar del estruendo de las palomitas y del dolby-sourround para poder abrir una ventana a otras épocas, países y culturas. En estos últimos meses han pasado algunos de los mejores directores de todos los tiempos, como Bergman, Fassbinder, Renoir, Kurosawa o Hitchcok, y anoche le tocó a Pedro Almodóvar y La mala educación, su penúltima película hasta la fecha.

Se asombran siempre mis alumnos cuando descubren que no soy un entusiasta almodovariano (deben pensar que soy el único español en no serlo), porque lo cierto es que aquí tiene muy buena prensa. Él mismo reconoce que los Estados Unidos le han tratado, a nivel de reconocimiento e interés crítico, como España jamás lo ha hecho (ni lo hará, me temo).

Conste que de Almodóvar siempre he admirado su capacidad como guionista, con unos diálogos muy por encima de la media de nuestro cine nacional, y una elección y dirección de actores, por lo general, excelente. Sus películas, siempre y cuando uno acepte las reglas de su juego, suelen resultar entretenidas y proclives a la risa, cuando no a la carcajada.

Sin embargo, y con la honrosa excepción de sus tres últimos filmes (Hable con ella, La mala educación y, en menor medida, Volver), reconozco que el resto de su producción no me termina de convencer. Su corpus ochentero, el de vertiente más cómica (con excepción de La ley del deseo), me parece bastante irregular y embrionario, con algunas buenas historias desaprovechadas (como ¿Qué he hecho yo para merecer esto?) y otras sencillamente sobrevaloradas (Mujeres al borde de un ataque de nervios). La cosecha de los noventa, lejos de mejorar, me parece que se pierde en laberintos que poco tienen que ver con el cine (caso de Kika y Tacones lejanos), cuando no en tragedias griegas y excesos melodramáticos (como La flor de mi secreto, Carne trémula y muy en especial la hiperbólica, retorcida y autocomplaciente Todo sobre mi madre).

Al margen de los premios y honores, creo que el salto cualitativo que representa Hable con ella es más que significativo. Un salto refrendado, en otro registro muy diferente, con la espléndida película que la siguió, La mala educación. Ambas comparten unos guiones muy elaborados y complejos, que recogen lo mejor de Almodóvar pero descartan, por fortuna, los excesos tragicómicos que lastraban sus anteriores películas.

Que Almodóvar es un amante del cine no creo que nadie pueda dudarlo, pero resulta más evidente aún cuando uno entra en el sutil juego de falsos espejos y muñecas rusas de La mala educación. Los cimientos del film noir y la innegable herencia de los años cuarenta y cincuenta, con Hitchcok a la cabeza, le sirven para construir un relato que, sin perder ese “estilo” almodovariano tan personal, destierra cualquier idea previa sobre el director y se alza en forma de intriga apasionante y apasionada.

Los demás elementos de la función están perfectamente compensados: el elenco de actores, masculino en su mayoría, cumple y sostiene los puntos de giro más incómodos con entereza; la fotografía y el diseño carecen de las estridencias de otros tiempos, con un enfoque más realista; por último, la partitura de un inspirado Alberto Iglesias, delicada o inquietante según la ocasión, pero con una calidad excepcional, en cualquier caso.

No es una película fácil o amable de ver, eso sí, ya que a la dureza intrínseca de un relato donde no falta lo más sórdido de nuestra memoria colectiva se suman no pocas escenas que pueden “herir la sensibilidad del espectador”, como dicen los sabios. A cambio, esta gran película ofrece algunas escenas memorables, un buen ritmo narrativo y un uso del flashback sencillamente ejemplar.

Yo sigo echando de menos, ya que estamos todos tan “hitchcocknianos”, un giro final a lo Vértigo. Ahí, en ese desenlace algo turbio y desangelado, es en el único lugar donde encuentro floja a una película que, al menos a nivel cinematográfico, es de todo salvo una mala educación.

martes, 11 de marzo de 2008

El maestro de ceremonias.


Hemos tenido hoy una cena de estudiantes con William McCartney, director de la International House. Dicho así, puede sonar a cena de traje y corbata, pero nada más lejos de la realidad: todo comenzaba a las 19:00, en la cocina de la residencia, con el propio McCartney enseñándonos a cocinar una sopa de especias, gorro y delantal mediante, que estaba sencillamente deliciosa.

Para muchos de los allí presentes, un reducido grupo (el resto está en tratamiento psicológico por culpa de los exámenes finales), el señor McCartney era hasta hoy una especie de criatura virtual que de cuando en cuando se dejaba caer por nuestros correos electrónicos para ponernos los pelos de punta, con anuncios sobre los delitos y crímenes que se cometen habitualmente en nuestro encantador vecindario. Quizá es por eso por lo que aquí se le conoce como Bill el carnicero, ya que además este buen hombre comparte no pocos rasgos físicos con el oscarizado Daniel Day-Lewis.

Aunque a primera vista puede parecer un hombre serio, estricto y distante, cinco minutos de conversación bastan para descubrirle un sentido del humor bastante sutil y una simpatía natural, que hacen del director de la residencia un perfecto maestro de ceremonias: atendió sus labores de chef, a pesar de su brazo en cabestrillo, como si el asunto no fuera con él; distribuyó tareas para todos los pinches y se encargó de servirnos personalmente, ya en la sala de juntas, tanto el vino como la sopa. Y mientras tanto, no dejaba de hacer bromas con unos y con otros, creando un ambiente mucho más distendido y proclive a la tertulia de lo que muchos imaginábamos.

Entre otras anécdotas, nos relató aquella de un residente que vivió durante trece años seguidos en la International House, llegando a enrarecer tanto el ambiente entre los demás estudiantes que llegaba a cuestionar cualquier otra autoridad. Después de ese caso, y con buen criterio, la directiva decidió reducir a cuatro el número máximo de años seguidos que se puede permanecer en la residencia. No faltó tampoco el relato, quizá con algo de autobombo, en el que nos describió el deplorable estado de la residencia antes de su llegada, que según sus palabras, poco menos que se caía a pedazos, y el arduo proceso de transformación que dio como resultado el espacio habitable, cómodo y moderno que hoy nos alberga.

Antes de eso, el señor McCartney trabajó en la Universidad de Mississippi, y ese recuerdo le llevó a relatarnos las enormes diferencias económicas existentes entre aquélla y ésta, la de Chicago, en la que permanece desde 2001. El sur de Estados Unidos se encuentra, en sus palabras, en un estado de miseria y desolación tan enorme que muchas familias ni siquiera se plantean la posibilidad de que sus hijos estudien, ya que el desembolso económico es exagerado. A pesar de las numerosas iniciativas que intentó llevar a cabo, el propio Bill el carnicero terminó por arrojar la toalla y cambiar de aires, (otros más fríos, qué duda cabe), cuando decidió aceptar la oferta de la Universidad de Chicago.

Algo que también desconocíamos muchos es la existencia de un ferrocarril especial que, desde mediados del siglo XIX, une directamente el sur de Estados Unidos con Chicago, lo que explica que esta sea una de las ciudades del país con mayor porcentaje de población afroamericana. Concretamente, la masificación en el sur de la ciudad obedece al hecho de que ahí se encuentra la estación en que terminaba su trayecto dicho ferrocarril, uno de los más importantes desde el punto de vista migratorio y económico.

Por supuesto, hubo también espacio para hablar de política, de elecciones y, muy concretamente, de la nefasta labor de la administración Bush, cuya legitimidad puso en duda nuestro anfitrión, y no precisamente de forma velada. Se habló de Obama, Clinton y MacCain, y de las posibilidades de todos ellos de suceder al innombrable al frente del gobierno. Al referirse a esto, nos habló Bill del caso de un estudiante indio, que tras pasar varios años en la residencia y acudir al despacho del director para despedirse, el día de su marcha, le dijo, literalmente: “He logrado desterrar muchos de los tópicos e ideas previas que tenía de todos ustedes, que me parecen personas sensatas, amables y bienintencionadas. Lo único que sigo sin entender es cómo se dejan gobernar por alguien tan lamentable”.

Ya con el ambiente aún más relajado, tuvimos tiempo de aprender curiosidades sobre el origen de la palabra Chicago, una adaptación francesa (Che-cagou), posteriormente aplicada al inglés y que procede, en último término, del original nativo americano shikaakwa, que significa, literalmente, “puerro silvestre” (tal cual). Y, por supuesto, no faltaron las bromas y turnos de palabra, donde la estrella fue sin duda la dureza de este invierno, el más duro que el director recuerda desde su llegada (a estas alturas de marzo deberíamos estar, por lo menos, a veinte grados, y a día de hoy aún no hemos superado la barrera del cero).

Una vez concluida la cena, y mientras recogíamos todo, tuve la sensación de que el director tenía un aire bien distinto al que había mostrado horas atrás, en la cocina y con aquel extraño atuendo más propio de Karlos Arguiñano que de un hombre de su posición. Parecía más relajado incluso, más confiado, seguramente satisfecho de cómo se había desarrollado todo.


Motivos tenía para estarlo, desde luego.




lunes, 10 de marzo de 2008

Yo (me) acuso.


Estimado lector:

En primer lugar, quiero darle las gracias por su extenso, detallado y atento comentario que ha hecho sobre varios de los artículos de este blog. Más allá de los elogios formales, que le agradezco pero no comparto, me gustaría responder una a una a todas las cuestiones que trata en su carta. Mi intención con ello es precisar algunas cuestiones que, creo, han sido interpretadas de una forma diferente a como yo intenté plantearlas.

Antes de nada, quiero hacerle ver que su carta me deja en una situación muy complicada a la hora de responder, ya que una de las numerosas críticas que me hace es mi desprecio patente hacia toda opinión que sea contraria a la mía. No obstante, la alusión a los artículos más representativos de este blog, a los que he dedicado no poco tiempo y esfuerzo, me exige una respuesta que espero no considere ofensiva o despreciativa.

A mi entender, la crítica más importante que me hace es acerca de la “ligereza del fondo” o “la poca elaboración de las ideas” que subyacen a mis artículos. Evidentemente, coincido con usted en que todo aquel que desee alcanzar un cierto estatus de escritor o ensayista debe dotar a sus opiniones de la mayor coherencia, solidez y profundidad posible. Eso, al menos, es lo que yo exijo a los articulistas de los grandes medios de comunicación.

Sin embargo, yo no tengo ni la ambición, ni el rigor ni el talento suficiente como para llegar a ser nada, ya sea en el campo literario o en el ensayístico, y esa conciencia clara de mis numerosas limitaciones, así como la humildad que implica, las tengo siempre muy presentes a la hora de escribir.

Quizá el problema radica en que haya confundido usted la figura del articulista de oficio con la de un instructor de español que sólo da su opinión, limitada, subjetiva y pobre, por tanto, de los acontecimientos que lo rodean. Este blog no está escrito, y lamento que así lo parezca, con la intención de ilustrar a nadie acerca de aspectos sociales, artísticos, políticos, académicos o económicos tanto de España como de Estados Unidos. Yo no soy ninguna autoridad en ninguno de estos campos, pues carezco de la preparación y de las fuentes como para pontificar o dogmatizar sobre cualquiera de estos y otros muchos asuntos.

La verdadera naturaleza y propósito de este blog es crear un punto de encuentro con aquellas personas queridas para mí y que, por diversos motivos, se hallan a miles de kilómetros de donde yo me encuentro. De esta forma, algo fría, incompleta e insuficiente, intento compartir con ellos mis experiencias, con la total certeza de que no dejan de ser más que eso, anécdotas particulares, impresiones personales o algún que otro poema, máxima expresión de mi subjetividad.

No hay en este dietario el más mínimo afán de lucro, de celebridad o literario y sí, por el contrario, mucha intención de dejar en ellos mi forma de ser, de expresarme y de sentir la realidad a través de mi óptica personal. Si otras personas acceden a él y lo leen, es para mí un motivo de satisfacción y orgullo, pero no deja de ser algo secundario, en definitiva, en comparación con su intención primigenia.

Otra de las críticas más reiteradas en su carta es la utilización que hago de generalidades y abstracciones que no se pueden o deben extrapolar de una realidad tan limitada como la mía. Espero que comprenda que me resultaría algo engorroso que, cada vez que hiciera mención a “los americanos” o a “los habitantes de Chicago”, tuviera que precisar que me refiero única y exclusivamente al más de medio centenar de personas de distintos estados que he conocido, con una cierta profundidad, desde mi llegada a esta ciudad.

Como usted señala, no he realizado una investigación de campo en los 49 estados del país que aún no he visitado. Sin embargo, creo que mi posición como profesor de una universidad a la que acuden catedráticos y estudiantes de prácticamente todos los estados y de buena parte del extranjero, sí me permite, desde el trato frecuente y afectuoso que mantengo con muchos de ellos, hablar de los americanos con un cierto grado de representatividad, por pequeño que sea.

Yendo ahora a los ejemplos concretos, me permito hacer un par de matizaciones sobre “Escalofríos democráticos”. Si se fija con atención, verá que las democracias que considero “menos malas” o, hasta cierto punto, dignas de ser imitadas, son las europeas, y no la americana. De los americanos aprecio la posibilidad, que he visto, oído y experimentado, de poder hablar de política, tanto en las aulas como en la calle, a un nivel general. Estoy de acuerdo con usted en que el sistema americano es bipartidista, excluyente y deficitario, algo que comparten no pocos ciudadanos del pueblo americano (un pueblo que, por cierto, desprecia de forma mayoritaria la labor de Bush, ese presidente elegido y reelegido de una forma sospechosa, por no decir ilegal, en palabras de todos aquellos con los que he podido tratar del asunto).

No voy a entrar en el tema del comunismo porque es evidente que no me refería a él en el artículo. En cualquier caso, coincido con usted, una vez más: la sociedad americana no se libra de tabúes, prejuicios e insuficiencias (supongo que habrá percibido la ironía al hablar de “tierra de libertades donde las haya”), pero no por ello dejo de envidiar de forma sincera la fe democrática que percibo en la gente que he conocido aquí, y que no percibo en España. (Y de nuevo entramos aquí en el terreno de las percepciones subjetivas, que si tuviera que estar reiterando a cada afirmación que hago, terminaría por hacer ilegible cualquier artículo).

Sobre las elecciones generales españolas, no he entrado a valorar las causas del desplome de los nacionalismos considerados más radicales (pues no todos los demás han perdido votos), pero ya que menciona el voto “inútil”, precisamente mi pérdida de fe en la democracia española se basa, entre otros muchos argumentos, en la existencia de esa paradoja. Que un ciudadano considere que su voto no cambia nada, puede resultar comprensible. Ahora, si un grupo más numeroso continúa esa tendencia, y eso se va ampliando de forma exponencial, entonces tenemos un problema gravísimo.

Por eso, el hecho de que Zapatero o Rajoy se tiren los trastos a la cabeza en la campaña o en los debates me importa poco, pues como ya señalaba, considero que todo obedece a una escenificación teatral, consciente y planificada por ambas partes. No siempre fue así. Hubo un tiempo en que otras formaciones políticas hacían escuchar su voz y eran escuchadas, y con ellas habían de firmarse pactos para gobernar. Eran tiempos mejores que hemos dejado atrás, en mi modesta opinión.

Sobre las universidades (La cuestión académica (I)), debo reiterar una vez más que mi posición no me permite hablar con total fiabilidad de la realidad académica estadounidense y española. Hablo sólo como estudiante y profesor de dos de ellas, eso sí, de bastante prestigio y representatividad en el concierto académico europeo y americano. No sé hasta qué punto conoce usted el nivel con que los americanos llegan a esta universidad, pero en estos meses han pasado por mis aulas más de sesenta estudiantes de diversas etnias, clases y orígenes (rurales, entre ellos) con los que he debatido acerca de los temas sociales, políticos y económicos más diversos. En los numerosos trabajos y composiciones que corrijo a diario he podido hacerme una idea de cuál es su mentalidad, sus intereses y preocupaciones, a lo que hay que sumar la información que comparto con mis colegas del departamento, del doctorado y de la residencia internacional de estudiantes, en la que se encuentran algunos de los mejores expedientes académicos de no pocos países.

Respecto a los licenciados españoles, y desde mi limitada experiencia, tengo bastantes referencias personales y testimoniales acerca de que numerosas licenciaturas de universidades madrileñas, barcelonesas y periféricas preparan de una forma deficiente a unos estudiantes que, en muchos casos, deben completar su formación una vez que se incorporan a sus puestos de trabajo. Evidentemente, no dudo de que esta información pueda resultar parcial, y estoy seguro de que tenemos excelentes estudiantes en nuestro país.

Todo lo dicho, si bien no me convierte en un experto en la materia, me da algunos elementos de juicio, tanto a favor como en contra del tema propuesto, y con esos argumentos está elaborado un artículo que no tiene más intención que ésa, proponer un debate que me ha sido planteado ya en varias ocasiones.

Sobre el armamento, me permito recordarle que vivo en un distrito en el que se han cometido y cometen a diario asesinatos, violaciones, robos y asaltos a punta de pistola y rifle. Chicago tiene una tasa de criminalidad alta, pero no demasiado lejana de otras ciudades a las que la constitución ampara la posesión (y el uso, derivado de esta), de armas de gran potencia de fuego. No hablo de realidades abstractas o desconocidas, sino de un temor y una preocupación muy reales y cercanas, que condicionan mi propia calidad de vida y, en buena medida, mi seguridad personal. Si prefiere achacar mis juicios a la lectura rápida de unos cuantos periódicos, debo decirle que lo lamento, porque no son esas mis fuentes, ni mucho menos.

Y ya para terminar, y sin entrar en demasiados detalles, debo decirle que el artículo sobre los “nerd” está más que basado en cuatro compañeros con los convivo en mi residencia de estudiantes. Como todos ellos son amigos míos, decidí hablar del asunto sin emplear nombres, y es por eso que el artículo carece de más hondura de la que me hubiera gustado. Todo cuanto digo en él, sin embargo, tiene un referente tan real que asusta, como lo tienen la literatura dedicada a ellos, o la asignatura de integración social que, en efecto, existe en mi universidad.

Dicho todo esto, me gustaría hacer un ejercicio de autocrítica. Desde que comencé a escribir he ido recibiendo numerosas críticas a mi labor, tanto en su vertiente prosaica como poética. Todas ellas me acusaban de una falta de esfuerzo estético, así como de una escasa conciencia literaria. Mis escritos fueron tachados de pobres, incapaces de alcanzar el techo que ellos mismos se fijaban, cuando no aburridos, excesivos, divagantes y simples. No considero, sinceramente, haber mejorado tanto desde entonces, y tampoco me preocupó en exceso: como ya mencioné antes, la falta de talento no se compensa con esfuerzo.

A fin de cuentas, para mí escribir no es un ejercicio de estilo, ni una pirueta con la que impresionar a nadie. Siempre he sido más partidario del fondo que expresa una palabra que de la palabra misma, y por eso he sentido, sinceramente, su crítica. Frente a aquellos que defienden el poder estético de la palabra yo siempre he preferido su significado, el contenido que transmite y que permite a otros reflexionar sobre una realidad común. Y en cualquier caso, mis juicios, argumentos y opiniones no son ni más ni menos que los de un estudiante que se encuentra todavía en un proceso de madurez demasiado inacabado, creo yo, como para exigirle el nivel que usted me pide. Suponiendo, como dije al principio, que tal fuera mi objetivo.

No lo es. Mi escritura (llamarla “literatura”, como hace usted, me parece excesivo) pretende ser únicamente un medio para transmitir unas ideas o unos contenidos sobre los que le aseguro que he reflexionado, y reflexiono, diariamente.

Lamento la prolijidad del artículo, pero me sentía en la necesidad de ello. Reitero mi agradecimiento a su comentario, y a sus críticas, de cuya buena intención no he dudado en ningún momento.

Le sugiero, por último, que, en ese viaje por el ciberespacio que realiza, acuda al blog que tengo asignado como recomendado, pues eso sí es un ejemplo de estilo, eficacia, calidad y rigor, que es lo que diferencia, en definitiva, a un auténtico articulista de lo que yo hago.

Atentamente,

Ignacio.

La voz del lector.


He recibido un comentario a la última entrada que publiqué, "Escalofríos democráticos", que me ha parecido sumamente interesante. En él, un anónimo lector realiza una crítica respetuosa, pero demoledora, de este y muchos otros de los artículos que he ido subiendo a este blog en los últimos meses.

Como no deseo traicionar el espíritu de la crítica con paráfrasis y selecciones que se puedan tachar de malintencionadas, reproduzco aquí el contenido literal de dicha carta.

Dice así:



Hola Nacho (supongo que no es pseudónimo),

yendo de blog en blog he ido a caer en éste que elaboras tú. Debo confesarte que leo con gran interés cada una de tus entradas. Por lo que he podido deducir estás trabajando para ser escritor o ensayista... Quiero que sepas que creo que tienes una redacción inmaculada, proporcionas a tus textos una fluidez y una continuidad maravillosas. Sin embargo me veo en la necesidad de hacer algunas críticas, que espero recibas como una ayuda de un potencial futuro lector (cuántas veces, al leer un libro, me habría gustado hacer esto mismo).
Esta última entrada en tu blog contiene los mayores "vicios" que detecto en tu literatura: si bien como te he dicho la forma es excepcional, el fondo adolece en numerosas ocasiones de excesiva ligereza... pienso que expones ideas poco elaboradas, caes en el tópico fácil que adornas con un verbo sublime. Veo además que tiendes a despreciar o menospreciar las ideas opuestas.

Tomemos esta última entrada "Escalofríos Democráticos" como ejemplo. Comparas la democracia estadounidense y la española; comparas incluso la libertad de expresión. ¿Estás seguro de lo que dices? ¿Es un sistema en el que sólo se puede elegir entre derecha y extrema derecha un paradigma? ¿Estás seguro de que puedes exponer tus ideas comunistas en una cola de supermercado en Ohio, o en una universidad en Mississipi o Georgia? ¿Es un ejemplo un país que no sólo elige una vez a Bush, si no que lo vuelve a elegir, y no se "sobrepone" como dices tú? Es posible que tu visión de la sociedad americana se cierre a una gran ciudad (pues hasta donde yo sé estás en Chicago). ¿Te has dado una vuelta por las zonas rurales? O te basas en el tópico de la democracia americana que tan bien nos han sabido vender...
El bipartidismo que vivimos, ¿es producto de la polarización de la campaña o consecuencia de la política del miedo practicada por unos y otros? ¿O consecuencia del desgaste de los partidos minoritarios y nacionalistas, cuyo electorado se ha cansado de ser inútil? ¿Has reflexionado bien sobre ese tema?
¿Reflexionaste profundamente cuando hablabas del tema de las universidades europeas y americanas? ¿Te paraste a pensar el nivel con el que llegan los estudiantes estadounidenses a la universidad? ¿Y el nivel con el que salen? ¿Eres consciente del esfuerzo que tienen que realizar, pese a todos esos maravillosos medios, para igualarse a los conocimientos de un licenciado español? ¿Cuando trataste el tema del armamento, eran los argumentos expuestos producto de una reflexión profunda o una simple enumeración de ideas machacadas por los medios de comunicación?
Y así en muchos temas más...

No tengo ninguna intención de ofenderte ni nada parecido. Simplemente me sorprende que alternes razonamientos tan elaborados como tu teoría sobre la originalidad con entradas como esta última o aquélla de los nerds, cúmulo de tópicos sobre lo más rancio y manoseado de la sociedad que exporta EEUU.

Te repito que tus textos son formalmente maravillosos (exceptuando algunas referencias a "las abuelas" un poco fuera de lugar), tu poesía es prometedora y algunas de tus reflexiones son originales. Por eso sería maravilloso que pudieses dotar a tus ideas de una interiorización más profunda y no te dejases llevar por el tópico fácil o la idea que vende...

En cualquier caso, enhorabuena. Creo que tienes un gran camino por delante.

Un afectuoso abrazo, un lector.

Por cierto, tópico al canto, la democracia es la menos mala de las formas de gobierno. Precisamente por ella esa legislatura que te provocó tanta indignación salió mal parada en las siguientes elecciones... Sigue creyendo.

domingo, 9 de marzo de 2008

Escalofríos democráticos.


Ahora que ya se conocen los resultados de las elecciones generales de España, que dan como vencedor al PSOE por segunda vez consecutiva, me ha dado por reflexionar acerca de algunos contrastes con este país en el que me encuentro, inmerso también en un arduo proceso electoral.

Lo primero que me sorprendió cuando llegué a Estados Unidos fue la tranquilidad con que en este país se tratan temas como la política, la religión o la familia. Si algo positivo tiene esta sociedad es, entre otros muchos aspectos, su capacidad para hacer de estos asuntos un tema abierto al debate social, que uno puede escuchar tanto en las aulas más selectas de la universidad como en la cola del supermercado más humilde.

En concreto, existe una conciencia de que la política debe ser debatida y criticada de una forma tranquila, moderada y sin censura de ninguna clase, algo que me parece sencillamente admirable. Quizá esto se deba a que es inaudito para mí, acostumbrado como estoy a mantener en el más oscuro secreto cualquier tipo de pensamiento político. Según normas sociales no escritas, pero evidentes, dicha opinión debe estar siempre a salvo de ser mencionada no ya sólo en círculos de compañeros de trabajo o amigos, poco proclives por lo general a tratar este tipo de asuntos, sino incluso en el de la propia familia.

No debería ser así, y creo que en este sentido tenemos mucho que aprender de los americanos, por muchos traumas y secuelas históricas que algunos españoles puedan argüir derivadas de nuestro pasado reciente (o no tanto) y que América, tierra de libertad donde las haya, no ha sufrido jamás en su corta historia.

Tengo para mí que la clave de esta situación se debe a una fe política que en el caso de Estados Unidos es capaz de sobreponerse a gente tan cuestionable como George W. Bush, una fe ciega en la democracia que en España, tierra de decepciones donde las haya, no parece existir.

La primera vez que acudí a las urnas a votar en unas elecciones generales fue en marzo de 2000. Iba yo a mis dieciocho años con toda la ilusión del mundo, entusiasmado con la idea de participar en un proceso llamado democracia que, según la educación que había recibido, era poco menos que el paraíso político más maravilloso que España había vivido jamás.

Pues bien, esa misma legislatura, que viví con más conciencia que las anteriores, se encargó de sepultar prácticamente todas las ilusiones y esperanzas que yo mismo había depositado en un sistema que, creo, tiene mucho camino aún por recorrer para estar a la altura de Europa. Guerras absurdas, escándalos y autoritarismo, junto a una letanía retórica por parte de todos los implicados en esos años, hicieron que pasara del entusiasmo más contagioso al enfado y la indignación, hasta llegar, por último, a la indiferencia más absoluta.

Quizá es que no estaba yo acostumbrado entonces a la retórica política, o a lo mejor es que ahora, ocho años después, estoy algo cansado de todo este circo mediático y sin control. En cualquier caso, las palabras del señor Rodríguez Zapatero de anoche, en su exultante intervención de la calle Ferraz, me han sonado a un discurso agotado, tópico y, lo que es peor, contradictorio.

Habla el señor Zapatero de una nueva etapa que se abre, cuando lo más lógico sería, como ha venido haciendo en campaña, reiterar su confianza en un proyecto político que le llevó al poder en 2004 y que debería tener continuidad a partir de ahora. Habla de corregir errores sin entrar en detalles, algo lógico si se tiene en cuenta que es un discurso de celebración electoral, pero que tampoco ha mencionado en tantos mítines, debates y entrevistas a lo largo de estos meses.

Dice también, ya por último, que quiere gobernar para todos, escuchar a todos y tender a todos la mano. Bien cabría recordarle, tanto a él como al señor Rajoy, que esa misma mano tendida la merecían todos los partidos políticos que fueron excluidos de unos debates de gran repercusión donde se ninguneó la supuesta pluralidad política de nuestra democracia. Esa ola bipolar que mencionan los demás dirigentes políticos, refrendada por los 322 escaños (de un total de 350) que se reparten entre PP y PSOE, parece más propia de la época de Cánovas del Castillo que de una sociedad verdaderamente democrática, abierta y plural como la que se nos intenta vender en la actualidad.

Me preocupa, sinceramente, el discurso de anoche de la calle Ferraz. Me preocupa la tranquilidad con que los socialistas salieron a celebrar una victoria que, desde la distancia, creo que daban por sentada mucho antes no ya sólo de los primeros escrutinios, sino de las primeras encuestas y sondeos.

Me preocupa que dentro de cuatro años se produzca un cambio igualmente esperado por la derecha española, que vuelva a esgrimir el discurso de las nuevas etapas y la mano tendida, y que se perpetúe indefinidamente este bipartidismo por turnos más o menos cíclicos.

Igual no andaban tan desencaminados los que establecían paralelismos entre la Restauración de 1875 y la transición democrática, cien años más tarde. Y ese pensamiento, más que todo lo dicho anteriormente, me produce verdaderos escalofríos democráticos.

viernes, 7 de marzo de 2008

La originalidad (teoría)


El comienzo parece de chiste: una italiana, un inglés y un español discuten en un bar de Hyde Park. El contenido de la conversación, sin embargo, tiene poco que ver con la broma, por mucho que el ambiente sea distendido. El tema que se debate es si el ser humano debe concebir la originalidad como un acto de creación, (postura inglesa), o más bien como un acto de recreación sobre lo ya existente (postura italo-española).

El embajador británico comienza diciendo que si uno toma la idea de hombre y la de un caballo, puede crear un nuevo concepto, que es el centauro. Esa idea tiene una existencia independiente, según él, de las fuentes de las que procede. En esa línea, argumenta que en el fondo todo tiene que ver con combinaciones de símbolos que crean nuevas realidades, y en la misma línea de infinitud numérica, algo similar ocurre con las posibilidades que ofrece dicha combinación, a nivel potencial. Es decir, que las bibliotecas de todo el mundo, por ejemplo, se van ampliando día a día con nuevas codificaciones simbólicas en forma de palabras. Siempre hay, en definitiva, un margen para la combinación, la inventiva, la creatividad o la originalidad.

Responde Italia en el segundo turno. Trae a Umberto Eco y El nombre de la rosa, en cuyas “apostillas” el autor reconoce que escribió el libro, literalmente, a base de unir retazos de otros libros (en la propia novela subyace esa idea de que todo libro remite a uno o varios libros anteriores, y que todos ellos tienen una existencia basada en la dependencia mutua de la información, que transmiten desde tiempos inmemoriales). La embajadora mediterránea va un paso más allá, diciendo que en el fondo da igual lo mucho que crezca una biblioteca, porque todos esos sesudos artículos, ensayos y teorías no son otra cosa que reformulaciones de lo ya dicho, repeticiones de la información ya existente con una capa de maquillaje diferente, y eso está más cerca del collage intelectual que de la originalidad, en sentido estricto.

España retoma el ejemplo del centauro y pone en duda que uno pueda separar claramente la fuente real de la recreación ficticia. No parece posible que un ser humano pueda concebir un centauro si previamente no tiene la idea de caballo y de hombre en mente. Y además, esa dependencia tiene otro factor, el ya mencionado de la ficcionalidad. Los conceptos de caballo, hombre y centauro no pueden tener la misma categoría porque no tienen la misma dimensión real. Suponiendo que el centauro tuviera una existencia real, entonces no tendríamos más remedio que asignarle una categoría semejante a la del hombre o el caballo, en tanto que criatura real, de la misma forma que hacemos con una mula, que procede de la unión efectiva entre una yegua y un asno.

Inglaterra, aislada como siempre del concierto europeo, insiste en su idea con nuevos ejemplos. Si no existiera la originalidad, y fuera cierto el dicho latino de que no hay nada nuevo bajo el sol, entonces no tendría sentido escribir novelas, pintar cuadros o seguir investigando en ningún campo, pues todo estaría ya dicho y contenido en cualquiera de los textos, cuadros o cualquier manifestación de la creatividad que podamos considerar como primigenia. Si esto no es así, si cada época busca nuevos caminos de codificar sus símbolos en todos los campos artísticos y científicos, ha de ser necesariamente por la existencia de un margen de acción que lo permite, un margen de originalidad.

Italia objeta. El concepto de originalidad, en el sentido de novedad, es un concepto relativamente reciente que nunca fue tenido en cuenta en épocas pretéritas. Lo que ahora llamamos plagio u homenaje, dependiendo de la catadura moral del artista, era el pan de cada día de cualquier artista anterior al siglo XIX, cuando no existía ese concepto tan firme de autoría. El diccionario define la palabra original hablando de impresión de novedad, no de novedad efectiva. Lo que hace cualquier época es tomar elementos ya existentes y combinarlos de una forma distinta (por ejemplo, el neoclasicismo tan omnipresente en la arquitectura americana), produciendo esa impresión novedosa en quien lo recibe.

España discute la relación dialéctica entre combinación y la originalidad, esta vez con el ejemplo de la literatura. La idea es que los conceptos (ojo, no lo símbolos), tienen una posición de raíz de la que no se mueven, por mucho que en determinados ámbitos uno acepte ciertas reglas temporales de combinación. Por ejemplo, cuando uno lee una novela fantástica donde se dan cita criaturas sacadas de la mitología griega, la mitología nórdica y la decimonónica, con brujas, vampiros, magos y escobas voladoras, además de conceptos no-fantásticos como colegios, exámenes y el mundo laboral, puede pensar que está ante el colmo de la originalidad. Pero toda esa amalgama de referentes, esa costura impostada, se desvanece en cuanto uno cierra el libro, porque entonces cada elemento regresa a su sitio: los centauros a sus praderas helénicas, los orcos a sus montañas oscuras y los vampiros a su castillo de Transilvania. Sólo de ese modo uno puede aceptar una nueva combinación ficticia cuando abra un libro distinto o vea una película diferente, porque los elementos que se van a combinar están colocados en su lugar original (en el sentido de origen, no nos confundamos).

Llegados a este punto, Inglaterra decide que tomará en consideración las opiniones italo-españolas mientras termina su pinta. A fin de cuentas, el zumo de cebada parece ser el único capaz de entenderlo en tan aciaga noche.

martes, 4 de marzo de 2008

Versos sueltos.


Van pasando lentas las horas y rápidos los días.
Se escapan los meses.
Y desfilan ante mí los rostros de personas
que apenas conozco,
visiones dinámicas de una ciudad
que no cambia jamás.



A veces quisiera fugarme desplegando
mi imaginación,
tomar un poco de distancia alada,
algo de perspectiva.

Y abrir entonces los ojos, como en aquel
verano distante,
y cantar en mi propia lengua
versos sueltos:



“En los mapas me pierdo,
por sus hojas navego,
ahora sopla el viento
cuando el mar quedó lejos
hace tiempo.

Llévame,
con mi corazón yo suelo hablar,
donde reine un tibio sol,
a la luz
de una espiga donde calentar
mis pies descalzos.



Que los días se van, ríos son,
ahora quiero sentir, caminar,
ahora quiero pintar, percibir,
El verano fugaz que ya se nos va.”*




(Vistas desde el Adler Planetarium y la Sears Tower, 01/03/08. *Versos extraídos de “Pájaros de barro”, “Sin llaves” y “Lápiz y tinta”, de Manolo García).

lunes, 3 de marzo de 2008

La cuestión académica (I)


Me han preguntado ya varias veces si la universidad americana es mejor que la española, si tienen más calidad sus estudios y más recursos sus aulas, o si sus estudiantes son, como afirman algunos trasnochados, genios absolutos que están a un paso de revolucionar el mundo con sus descubrimientos.

Ante tales preguntas, uno se siente en la tentación de decir que sí o que no, y abrumar al personal con los datos que, efectivamente, me han ido llegando en estos siete meses que llevo aquí. Lo extraño del caso es que no soy capaz de decidirme por uno o por otro camino, así que expondré ambos, y que el lector decida con cuál quedarse.

Si quisiera argumentar que sí, que lo americano es mejor que lo español, podría empezar a sacar cifras y estadísticas, a mencionar al último premio Nobel de economía, de física o de arquitectura, y a justificar que los 45.000 dólares que cuesta la matrícula anual de esta universidad están más que bien invertidos en tecnología, laboratorios e infraestructuras, tanto como para permitir que dichos descubrimientos revolucionarios tengan lugar aquí mucho antes que en España.

Pero todo eso, que sería cierto, no serviría más que para decir algo más que evidente, como es el hecho de que la Universidad de Chicago, la más prestigiosa de Estados Unidos después de las tres grandes (Harvard, Stanford y Yale), es infinitamente superior en todos los aspectos a la Universidad Autónoma de Madrid, de la que provengo y a la que aún pertenezco. Y esto se debe a una simple cuestión económica.

Tengamos en cuenta que este lugar fue fundado en 1891 por un tal John D. Rockefeller, que con una de las fortunas más grandes de todos los tiempos dotó a esta institución (privada, por cierto) de cuanto necesitaba para estar a la altura de las mejores. Los fondos no se limitaban a inversiones económicas, sino también a donaciones de bibliotecas privadas para la monumental Regenstain Library, que con el tiempo se ha convertido en una de las bibliotecas más importantes del país, o a la contratación, por último, de algunos de los mejores profesores americanos y extranjeros en los distintos campos de investigación científica y filosófica.

La situación no es comparable, ni de lejos, con los orígenes de la UAM (pública, por cierto). No hay más que comparar la arquitectura pomposa de Chicago con el inconfundible sabor franquista de los edificios madrileños para darse cuenta de que uno se encuentra, literalmente, en dos universos distintos. La arquitectura es sólo la fachada de unas costumbres, una mentalidad y un espíritu que va más allá de las aulas, contagiando a estudiantes y a profesores. Así, la abulia, inercia y pasividad españolas son aún más sangrantes cuando se comparan con el dinamismo, la iniciativa y el celo constante que reinan en este campus.

Ahora bien, si quiero decir que no, que lo español no tiene tanto que envidiar a lo americano (es difícil sostener que es mejor, por no decir imposible), tengo tantos o más argumentos que los anteriormente citados. Podría decir, entonces, que en el fondo, la supuesta agitación intelectual americana obedece ni más ni menos que a una estrategia más propia de una empresa que de una institución educativa: esta universidad obliga a estudiantes y a profesores a vivir a un ritmo absolutamente descerebrado para escribir artículos, ensayos y trabajos con los que competir con las demás universidades.

No sé muy bien qué será la Universidad Autónoma, pero desde luego la de Chicago es una Research university, es decir, una institución dedicada única y exclusivamente a la investigación. Esto implica que lo que importa es llegar antes y de forma más contundente que el resto, publicar en Science o en Hispanic Review antes que el catedrático de Yale, y a ser posible dos veces en el mismo número. La calidad de los artículos no importa tanto como la cantidad, y en los contratos de los profesores figura el número de libros que habrán de ver la luz con su firma si es que quieren seguir perteneciendo a la universidad que los contrata, aun cuando el contenido de esos diez o doce libros esté aún en el limbo. Cuando este tipo de contratos se le presentan a un escritor o a un músico, se suele dudar de la calidad de las obras futuras. Aquí, desde luego, eso ni se plantea.

En el sector de los alumnos el asunto no es mucho más alentador: mis estudiantes, y me consta que no son los únicos, llegan todas las mañanas a clase con ojeras, y no precisamente por las fiestas que se corren. Según una encuesta reciente hecha por la propia universidad, muchos de ellos duermen una media diaria de cuatro horas, sacrificando noches enteras para leer los más de cien artículos que les obligan, por clase, y de los que finalmente no sacarán más que tres o cuatro ideas que su profesor bien podría haberles resumido en quince minutos. Además de las clases, deben asistir a sesiones maratonianas de laboratorios, prácticas, conferencias, seminarios y debates que los dejan, literalmente, exhaustos.

Se me podrá argumentar que en España también hay de eso. No lo niego, pero no recuerdo si en la tierra de don Pelayo esas jornadas académicas se van a las catorce horas, sin contar las dedicadas al estudio. Me temo que no, como también que el número de depresiones, casos de estrés y ataques de nervios en plena biblioteca (yo ya he asistido a cuatro este trimestre), así como el que exista un departamento de atención psicológica al estudiante no son fruto de la casualidad.

En definitiva, esta (no hablo de las demás, que no conozco) es una universidad donde prima la productividad por encima de la riqueza cultural. Los profesores están más preocupados en batir el récord de publicaciones que en enseñar a unos alumnos agotados, confundidos e ignorantes que encima se creen superiores al resto de la humanidad, cuando en el fondo lo único que hacen distinto al resto es pagar una cifra desorbitada e indecente por un servicio, la enseñanza, que en el fondo no reciben, pero que les importa poco porque todos tienen sus televisores de plasma en el aula y tapices medievales en las paredes, y así viven, tan felices y contentos (o no tanto).

Luego, de vez en cuando, alguno de estos estudiantes histéricos, estresados y con más presión que un submarino nuclear sufre un cruce de cables y se lía a tiros con el resto. Y entonces el mundo entero se pregunta si sus padres se divorciaron, si el chico tenía problemas de drogas o si su abuela fumaba. Nadie se detiene a pensar qué influencia pudo tener, o en qué medida pudo contribuir el hecho de que viviera, literalmente, en una jaula de grillos llamada universidad.

La cuestión académica (II)


Si yo tenía la sensación de que en la universidad española el factor docente era, cuando menos, discutible, aquí ya es para llevarse las manos a la cabeza. En los cursos de doctorado los profesores no enseñan, en el sentido literal de la palabra, sino que mandan leer y citan bibliografía para completar sus tres o cuanto apuntes teóricos dichos en clase. El peso de la misma lo llevan los alumnos, que a sus numerosas cargas deben añadir una presentación semanal sobre el tema que toque.

Esto implica que, a su escasa preparación, se añade la rémora de unos debates interminables en los que todos intentan disfrazar su ignorancia con argumentos retorcidos y supuestamente sesudos, citando bibliografía y artículos –a imagen y semejanza de su modelo, el “profesor”-, como si simplemente por eso fueran a tener más razón. Esto se debe a que los alumnos no tienen tiempo de leer las obras que se estudian, ocupados como están en otros menesteres más urgentes, por lo que los seminarios –llamarlos clases me parece ofensivo- se alargan hasta el infinito en charlas estériles que no sirven absolutamente para nada.

Vamos con los botones de muestra: esta mañana he dado una charla en un curso de literatura sobre una novela, Los bravos, en la que trabajé el año anterior para su futura publicación en la editorial Castalia. Es una novela sencilla en su complejidad, de una enorme calidad literaria y que supuso el pistoletazo de salida, junto a La colmena o El Jarama, para la novela social realista española a mediados del siglo XX.

La obra cuenta los sucesos que tienen lugar en un verano de finales de los años cuarenta, en una aldea rural perdida en la frontera entre León y Asturias. A ella llegan dos personajes, un médico y un viajante, que se proponen, con muy distintos medios, maneras y resultados, hacerse un hueco en la estructura del pueblo y obtener beneficios.

A la charla asistían, además del profesor y los alumnos matriculados, otros procedentes de otros cursos del programa de doctorado de lenguas romances, así como aspirantes a ingresar el curso que viene. A todos ellos se les había entregado un dossier con textos y ejemplos que –se supone- debían leer de antemano para poder seguir el desarrollo de la clase. De los alumnos de mi clase –se supone- se esperaba que hubieran leído la novela.

Pues bien, ni una cosa ni otra. La mayoría no sólo no había oído hablar jamás de la novela, algo lógico teniendo en cuenta su estatus dentro de la crítica literaria, sino que tampoco habían hecho el más mínimo esfuerzo por acercarse a los textos propuestos. Con la única excepción del profesor, el resto bajaba la cabeza cuando hacía alusiones a la trama o a detalles que –se supone, y con esta tercera me dejo ya de suposiciones- debían conocer, lo que iba mellando poco a poco mi confianza en que entendieran una sola palabra de cuanto estaba diciendo.

Mi lectura de la novela se opone a mucho de lo dicho anteriormente por la crítica, ya que no radica en ver únicamente cómo el joven médico “usurpa” sin más el puesto del cacique del pueblo, don Prudencio, tras quedarse con su amante y con su casa. Para mí es mucho más relevante ver los paralelismos entre el médico y el viajante, dos personajes, los únicos, de los que no se conoce ni el nombre (jamás se alude a ellos por su nombre de pila), ni su pasado oscuro (aunque se sabe que es oscuro, eso sí). Son dos personajes que hacen avanzar la novela, que sirven como motores de una trama en la que se dan el relevo (siempre que aparece uno sale el otro, jamás dialogan, jamás interaccionan salvo al final, cuando uno triunfa y el otro es derrotado), y que con sus visitas a los habitantes del pueblo permiten al lector conocer la miseria de la España de la posguerra.

Mi teoría aúna el seguimiento fiel del desarrollo de la trama con el análisis estructural de la obra, y permite, creo, trazar una línea interpretativa más coherente y completa que la que se establecía anteriormente, cuando todo se reducía a un duelo en O.K. Corral entre el médico y el cacique. No es una teoría perfecta, ni mucho menos, y cualquiera que conozca el texto podrá rebatirme este y aquel argumento, generando una discusión, a mi juicio, tan enriquecedora como interesante.

No era el caso. Dicho todo esto, y para mi sorpresa, comenzó el carrusel de preguntas más surrealista al que jamás me he visto sometido. Y es que entonces, al término de mi intervención, salieron a la luz los pedantes, las alusiones bíblicas y cinematográficas que no venían a cuento para explicar e interpretar una novela que, en el colmo de los colmos, no se había leído ni uno solo de los asistentes. A mi perplejidad por el hecho de que alguien que desconoce un texto cuestione tu interpretación sobre el mismo, rayando en la arrogancia intelectual, se sumaba la de un profesor que en vano intentaba orientar el asunto hacia los puntos de la obra sobre los que sí podía haber habido un debate más general.

Es triste, pero cierto, que el aula estaba abarrotada de una especie que en España se denomina “trepas”, gente únicamente empeñada en acuchillar a quien haga falta para escalar, ascender o trepar, de ahí el término, y así poder dar satisfacción a su ambición desmedida. En algunas intervenciones –no en todas- se podía sentir ese tufillo rastrero que acompaña al apuñalamiento verbal, y uno por desgracia no tiene todavía la capacidad, que sí demostró el profesor, para sortear aquel campo de minas en que se había convertido de pronto aquel debate.

Lo gracioso de todo esto es que el objetivo último de esta gente no era tanto desautorizarme a mí como impresionar a un profesor que estaba de todo menos impresionado, a base de repetir machaconamente aquellos argumentos retorcidos, tergiversados, y sacando petróleo de una frase leída al azar, o con la inútil pretensión de extraer, por ejemplo, conclusiones universales de las dos primeras páginas de la novela, (las únicas leídas, supuse), y demostrar así lo listos, cultivados y geniales que están hechos estos chicos.

Yo no daba crédito, y lamento sinceramente no haber tenido la habilidad de cortar de raíz aquella estúpida, estéril y vana disertación sobre la trascendencia del estiércol como símbolo del poder del cacique, ya que bajo una montaña del mismo escondió sus dineros y con ello hizo honor a su nombre, Prudencio (juro que tal era el argumento esgrimido por aquel pedantón como si fuera la última de las revelaciones cósmicas).

En aquel momento de zozobra y confusión se me venían a la mente los meses enteros que pasé en la Biblioteca Nacional cotejando ediciones de la novela, leyendo críticas en la Hemeroteca y entrevistando a la viuda del escritor, por no decir las innumerables horas de lectura y relectura de una obra que se merece, sin lugar a dudas, mucha más atención que veinte minutos de debate y otras tantas elucubraciones caprichosas sobre su sentido, naturaleza y significación.

Salí del aula, a pesar del agradecimiento del profesor y de algunos compañeros, con la frustrante sensación de haber perdido mi tiempo y energías de la forma más miserable. Mi conclusión no podía ser más desoladora: desde luego, si este es el caldo de cultivo de la futura intelectualidad americana en el campo de las letras, mejor será huir cuanto antes y buscar refugio lejos de los críticos repetidores de lo anteriormente dicho, las alusiones a Aristóteles, Platón y Mefistófeles y, por supuesto, las elucubraciones ininteligibles y a la ligera, que llevan únicamente a la autocomplacencia en la más absoluta ignorancia.

En definitiva, yo había ido ahí para hablar de literatura, y terminamos hablando del estiércol. No digo más.