miércoles, 31 de octubre de 2007

La otra cara del miedo


El rastro de la sangre en el suelo dejaba una impresión sorda en sus oídos, como si aquel líquido recién coagulado contuviera un grito que pugnaba por salir más allá de sus propios límites.

Remontar aquella corriente de dolor suponía un esfuerzo extraordinario, siendo cada paso aún más pesado que el anterior, como si algo dentro de él le dijera que no debía, que no quería, en realidad, comprobar la realidad que encerraba aquel presentimiento, aquella extraña punzada en la nuca, y la horrible sensación de que de pronto la temperatura había descendido y era aquel hogar territorio de fantasmas.
El teléfono comenzó a sonar en ese momento, justo cuando los pies aparecían tras la puerta del baño, allí donde el rastro se perdía, allí donde manaba la sangre. Con la cabeza apoyada sobre el brazo derecho, Elisa trataba de frenar la hemorragia con un pañuelo. La sangre resbalaba por su cuello, manchando la blusa.

Aunque su primer impulso fue el de socorrerla, el miedo que le invadía lo paralizó, casi tanto como lo estaba ella. Su mirada se encontraba perdida en algún punto indefinido entre el vacío y los ojos de su hijo.
El gesto de desesperación de la madre, con los músculos de la cara completamente desfigurados, le indicó que aquel no era el fin de la historia. Le advirtió del peligro, pero no lo hizo a tiempo.

- Qué detalle el venir a casa a la hora que te hemos dicho, hombre. A este paso nos vas a acostumbrar mal.

No lo vio venir. Cuando su espalda chocó contra la pared, apenas distinguió el puño dirigiéndose directamente a su rostro. Después de recibir el golpe se desplomó, cayendo de lado y sintiendo un pinchazo agudo en el hombro. El fuerte olor a sudor que despedía su camisa, el aliento que confesaba las horas transcurridas ante un alcohol incapaz de ahogar su tortura, incluso el golpe furioso, que aún reaparecía en forma de latigazos intermitentes en su nariz, le recordaban a él.

Perdió la noción del tiempo. La mirada borrosa confundió las pisadas del único que aún permanecía en pie, deambulando de un lado a otro, rompiendo objetos a su paso, el rostro de su madre, oculto tras la vergüenza de su llanto.

Entonces fue su propia sangre la que dejó un rastro sobre el suelo, cálida al resbalar por su mejilla, mientras la puerta se cerraba de un golpe y el teléfono volvía a sonar, insistente.

- Este es el contestador automático del 543 22 34 544. Por favor, deje su mensaje después de oír la señal. Gracias…

Las luces de la noche se teñían de rojo y azul, y el sonido de una sirena se mezclaba con la voz de su tío, histérico, al otro lado de la línea.

En ese momento, cerró los ojos y se hizo la oscuridad en su mente. Y entonces sólo hubo el vacío, justo antes de que su rostro alcanzara definitivamente el suelo y quedara reflejada la otra cara del miedo, mitad real, mitad en la savia de la vida que se le escapaba poco a poco...
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P:D: Feliz Halloween a todos. Mañana más.

jueves, 18 de octubre de 2007


Cae la tarde sobre la universidad al tiempo que se despiertan el frío y el viento, y una extraña lluvia acompaña los últimos lamentos de un sol mortecino, presagiando la llegada de la larga noche americana. Cae la tarde, lenta, sin pausa, sumando otro día más a un calendario que vuela veloz, como el viento que azota el campus.
Y mientras tanto, sigo aquí enfrascado en el estudio de la lengua y la literatura de un país que está a más de siete mil kilómetros de distancia, pero sobre el cual no dejo de pensar, primero por echar de menos a tantas personas, y después por la obligación de reflexionar sobre nuestro pasado histórico, nuestras costumbres, nuestras rarezas, nuestra forma de ser y de expresarnos.
El paisaje se oscurece por momentos, hasta quedar sumido en penumbra. Sólo alguna sirena interrumpe el suave murmullo de la lluvia en la ventana. Luego, ya ni siquiera eso. El cansancio
se ha encargado de amortiguar su efecto, sumiéndome en un sueño denso, profundo, reparador.

martes, 16 de octubre de 2007

Cinefórum (3)



Tanto leer cuentos de hadas de mis alumnos me ha traído a la memoria una película, reciente -aunque bastante olvidada, me temo- que pertenece a un director tan capaz de alcanzar cimas sublimes (El Sexto Sentido, el Protegido), como de hundirse en bochornosos fangos cinematográficos (La joven del agua, Señales): me refiero al señorito M. Night Shyamalan y a la película que nos ocupa hoy, El bosque (The Village). A ver si adivinan, tras leer el artículo, en cuál de los grupos ponemos a esta.

El bosque trata de una comunidad de –en teoría- finales del siglo XIX que vive aislada de todo y de todos en un lugar perdido en mitad de un descomunal, inhóspito y aterrador bosque. La aldea es idílica y el ambiente, durante el día, otorga a sus habitantes los placeres de una vida sencilla, pacífica y dotada de otoñales colores. Las gentes se reúnen para comer en torno a una misma mesa, las jovencitas cantan y bailan al unísono y nada ni nadie parece ser capaz de alterar semejante armonía cósmico-pastoral.

Hete aquí, sin embargo, que no es oro todo lo que reluce: al caer la noche, unos fuegos imponentes se encienden a lo largo de la circunferencia que delimita la entrada al siniestro y cada vez más acongojante bosquecillo, para alejar a los pueblerinos de los oscuros peligros que allí se encuentran.

Y por si acaso alguien tuviera tentaciones inadecuadas y escapatorias, ya se encarga William Hurt, el maestro del pueblo, de aleccionar al personal de menos de metro y medio con sutiles advertencias del tipo “las criaturas que viven más allá os degollarán vivos, devorarán vuestras vísceras y luego bailarán una jota aragonesa sobre vuestros huesos, niñatos”. Y por si ello no fuera suficiente, horribles caniches desollados aparecen por doquier, obra de “aquellos-de-los-que-no hablamos-pero-sobre-los-cuales-nos-pasamos-el-día-entero-hablando”.

La muchachada intermedia, allende los veinte y muchos, y por tanto bien aleccionada ya por el sutil docente, está compuesta por una tríada de agárrate y no te menees: Bryce Dallas, la ciega del pueblo; Adrien Brody, el tonto del pueblo, y por último, Joaquín Phoenix, el pasmado mental del pueblo. Semejante flor y nata de la juventud aldeana es la escogida por la mano divina del director para conducir una trama de impactantes diálogos amorosos (“El amor es un regalo que nos ha sido dado, así que debemos dar gracias, Lucius. ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!” (sic)) y carreras paralímpicas por las lindas praderas que ni Edgar Allan Poe en la peor de sus borracheras habría podido imaginar, todo ello aderezado con unas sutilísimas referencias cromáticas (el rojo, malo; el amarillo, bueno; el rojo no se toca; con el amarillo nos lavamos hasta el sobaqu… bueno, ya me entienden)

Llega la noche y, oh, cielos, el lumbreras de Phoenix se introduce, no se sabe muy bien por qué, en el pluscuam-terrorífico bosque, despertando todo tipo de gruñidos y retortijones intestinales. Esa misma noche la aldea es atacada por unas criaturas sacadas del material de desecho de los teleñecos, que amenazan con pintar de rojo (¡Dios, no, cualquier cosa menos eso, que me muero!) las puertas de las casas, como diciendo: “esta vez os pintamos, sí, pero mañana, como nos habremos quedado sin titanlux, utilizaremos vuestra sangre, y luego bailaremos jotas aragonesas sobre vuestros huesos, y bla, bla, bla…”

El comité de urgencia de los sabios del pueblo, donde está una irreconocible Sigourney Weaver (qué lejos quedan esas carreritas en enagüillas detrás de los marcianos), decide tomar cartas en el asunto y tirar de las orejas al niño malo Phoenix, que tendría edad ya para ser más que padre, pero que se comporta como si tuviera catorce años (igual lo del empanamiento mental influye), y que pide perdón al respetable y promete ser bueno y no volver a hacer cosas malas nunca más.

Habríase terminado aquí la emotiva fábula, pero el director nos someterá a otra hora y media de carreras, sustitos y divertidas excursiones campestres para llegar a la cuasi-cósmica revelación de que en realidad los muñecos de plasticucho eran, efectivamente, el saldo de oferta de los teleñecos, inventados por el mismo consejo de sabios que se hacían los sorprendidos al ver a los chihuahuas aniquilados por ellos mismos (ay, qué malos, de verdad, si se entera Tita Cervera…)

Y para terminar, y como es bien lógico, nadie mejor que la ciega del pueblo para buscar medicinas que salven al pasmado, que ha sido oportunamente acuchillado por el tonto, una vez que supo de los amores de los otros dos (me perdonen si no reproduzco más pasajes literales, pero tuve náuseas la otra vez). Y tras otra media hora de carreritas y sustos a destiempo (es que el tonto se había disfrazado de tortuga ninja para perseguir a la ciega, ji, ji, ji, qué divertido, sobre todo cuando se estampa, la palma y nos libra de su impagable presencia), la audiencia asiste en pleno a la última –menos mal- revelación: en realidad, nos enteramos de que la linda comunidad está en el año 2004 y que todo era burla y mentira, para escapar del malvado capitalismo reinante y crear una comuna neo-hippy y trasnochada al margen de este “mundo degradado y sin amor” (sic).

Así las cosas, es evidente que este filme no figura entre mis favoritos, a pesar de su más que conseguida estética y a una partitura, obra de James Newton Howard, que está muy por encima de un cuento que, más que de hadas y monstruos, se podría calificar de errores garrafales de guión y constantes despropósitos narrativos.

Y eso a veces puede asustar mucho más que una criatura en un bosque aterrador. No se hacen una idea.

viernes, 12 de octubre de 2007



Los designios del Arquitecto se cumplieron,
y surgieron de la tierra árboles de acero y de cristal.
Se hizo el silencio en el bosque casi extinto, y de los nuevos árboles
venas grises de humo alzaban el vuelo hacia el firmamento,
ocultando las estrellas, apagando ya su brillo y resplandor.

Y, así, el Nuevo Mundo se adueñó de todo.
Del Mundo Antiguo sólo quedó un vago recuerdo,
un eco perdido en el abismo del tiempo.

Aterrado, el arquitecto trató de detener las máquinas
recordando los tiempos en que, de niño, jugaba a ocultarse
y era el bosque su aliado, y era el lince su guardián.

Pero para entonces ya era demasiado tarde.
Al arquitecto también la piel se le había vuelto de cristal,
y sus pies se fundían con el cemento de la tierra
y el humo de sus pulmones no le dejaba respirar.

Y así la ciudad permaneció en silencio,
tan callada como hermosa, hasta el fin de los tiempos.

martes, 9 de octubre de 2007

Once upon a time...



Leo en la revista Vanity Fair un artículo interesantísimo sobre una tal familia Kennedy, que a pesar de llevar muchos años inactiva se lleva la portada de una de las más importantes publicaciones de este país, así como un extenso reportaje fotográfico realizado tras conocerse los resultados electorales de 1961, donde otro tal Richard Nixon fue derrotado.

A dicha familia –no a la de Nixon, Virgen Santa- perteneció, entre otros muchos, un tal John Fitzgerald, (alias JFK), quizá el presidente más apreciado a nivel popular después de Abraham Lincoln, y que fue asesinado a balazos con una testigo de excepción: su esposa, y auténtica reina de América (púdrete, Madonna): Jakie Kennedy, cuya muerte, en los años ochenta, conmocionó a toda la nación.

También figuran en esta ilustre lista Robert Kennedy, también candidato a la presidencia, (también asesinado), y John John Kennedy, hijo de JFK y que se convirtió en todo un fenómeno de los mass media norteamericanos. Ah, por cierto, que también este tuvo final trágico –aunque en avioneta, y por tanto, menos dado todo ello a remakes hollywoodienses-.

Es curiosísimo el modo en el que el artículo habla de esta gentes, en términos de una nobleza sonrojante (que yo sepa, los Kennedy de realeza no tenía nada más que el porte, si acaso), pues, para mayor bochorno ajeno, se refiere a su etapa en la Casa Blanca como a “una nueva Camelot”, con un aire ñoño-épico y desfasado que, sin embargo, conectará muy bien con el público americano.

Y es que, desde cierto punto de vista, a una sociedad como la yanqui, carente de una tradición de cuentos de príncipes azules, este tipo de chismorreos políticos de las altas esferas es lo único que tienen para compensar su monárquico vacío existencial. Son las primeras damas las falsas reinas, sus esposos los poderosos reyes, y sus hijos e hijas los infantes de una clase social –eso sí– que se encuentra a varias esferas cósmicas por encima de quienes devoramos sus reportajes fotográficos.

Como toda gran historia, como todo Camelot que se precie, no podía faltar aquí ni Arturo –JFK-, ni Ginebra –Jakie-, ni Mordrec –Nixon-, ni Merlín –Luther King, aunque sí, ya sé que no es lo mismo-, y todavía no sabemos si hubo un Lanzarote del Lago –o quizá sí, se pregunta, curiosa, Vanity Fair acerca de algunos congresistas de elegantes rizos y apuesta figura que la miraban con ojos acaramelados.

En cualquier caso, tragedia, que es lo que importa, no faltó. Ni ascensos épicos ni caídas de los héroes, o esperanza final, que para eso paga el público la entrada –todos tenemos en mente esa imagen de John John saludando con gesto militar al féretro de su padre, cuando apenas levantaba, -oh, ricura-, tres palmos del suelo.

Curioso, este país de sueños y oportunidades donde un hombre que tiene un sueño e intenta llevarlo a la práctica es asesinado inmediatamente, o donde otro que pretende cambiar –ligeramente- el estado de cosas también termina con el cuerpo como un colador. Claro que también, si nos ponemos a remontar atrás en el tiempo, el presidente más apreciado y mejor tratado en los libros de Historia al que antes nos referíamos, mr. Lincoln, fue tiroteado de malas maneras hasta “se matado actualmente a las balas del tiro”, como dicen mis pupilos en sus siempre interesantes exabruptos lingüísticos.

Claro que esta vez fue en un teatro, que a diferencia de lo ocurrido con su “tatara-tatara-nieto”, el malogrado John John, murió en un lugar mucho más proclive a tragedias griegas (esas exitosas obras de la antigüedad que también estaban protagonizadas por reyes y princesas, dicho sea de paso).

Mañana más, amigos. Mañana, Chicago.

sábado, 6 de octubre de 2007

As the beat goes on...




Corrían alegres el vino, la cerveza y la soda con lima ante los compases de una música festiva que homenajeaba los grandes clásicos de los años treinta. Bailaban, reían y alguno que otro resbalaba ante tal avalancha de emociones contenidas durante tres semanas de encierro penitenciario, y todo en la I-House era en suma jolgorio, despreocupación y trivialidad.

Robert MacKay observaba la escena con su vodka con naranja, atento a todo y a todas, especialmente a su flamante novia, la dulce, rubia y hawaiana Liz. Acababa de llegar enfundado en su camisa roja, con corbata negra y unos mechones engominados, lo cual, unido a ese porte británico que tanto le caracteriza, le daba un aire entre serio y glamouroso. Liz bailaba unos metros más allá, junto a otras amigas, contoneando las caderas y dejando que su atractivo se abriera paso por ella entre la multitud.

Kevin llegó en ese momento para saludarle. Su acento australiano no le delataba tanto como aquellas maneras exquisitas, a todas luces fuera de aquel ambiente, casi tanto como él mismo en aquella fiesta donde Baco gobernaba con mano dura a ritmo de jazz. Tras un breve y cordial saludo entre ambos Robert pensó que ya había cumplido con su buena labor social tras intercambiar unas palabras con aquella linda mariposa, de modo que fue hasta la pista de baile, saludó a las amigas de Liz y se la llevó al centro de la pista, ajenos ambos al tumulto que los rodeaba.

Cabizbajo, Kevin regresó a las pizzas gratis, a la bebida gratis y, en definitiva, al lugar donde se congregaba una inmensa mayoría que compensaba la falta de acompañante con aquel opio etílico (y gratuito). Se hizo con un buen par de porciones de barbacoa y un enorme vaso de vino, y se dirigió hacia la mesa de billar donde el choque de las bolas se confundía con los gritos de euforia de los jugadores.

A pocos metros de allí, Nacho estaba intentando que Caroline dejara de tambalearse, ebria como ella sola tras haberse bebido tres copas seguidas del tirón. Ella se agarraba, tropezaba, volvía a agarrarse y entre salto y salto daba un gritito ahogado para que toda la I-House supiera que estaba allí. En ese momento se sintió mareada, y el chico español la condujo fuera de allí, al patio, tras intercambiar un breve, pero cordial, saludo con el bueno de Kevin, que se quedó mirando cómo la bola número ocho se acercaba peligrosamente a uno de los hoyos antes de su hora.

El exterior recibió a los recién llegados con la humedad de aquella noche impropia del mes de octubre en Chicago. El ambiente, que recordaba a Nacho aquellas visitas al jardín botánico madrileño, no era sin duda el más adecuado para que aquella muchacha se despejara, pero por suerte Matías apareció por allí para echarle una mano. Alemán, alto, noble y grande como una montaña, el bueno de Matías la invitó a sentarse junto a una fuente, y con un pañuelo humedecido logró controlar un poco aquel desfase. Mientras tanto, Caroline sonreía a la luna, a la gente que pasaba a su lado y hasta a las cucarachas del suelo, tal era su estado de felicidad/ebriedad. Matías le preguntó a Nacho cómo pensaba hacer que aquello mejorase, y convino con él en que una visita al baño con su paseíto correspondiente sería lo más apropiado.

Los pasillos de la I-House estaban infestados de parejas que no bailaban precisamente jazz, de accesos a la sala de karaoke, de billar, ping pong, televisión por cable, recibidores de cada una de las alas del edificio… aquello era un laberinto superpoblado, y por desgracia Caroline no parecía en condiciones de servirles de referencia en su intento por encontrar el baño de las chicas.

Lo bueno de jugar al fútbol tres veces a la semana con la misma persona en la línea de defensa es que terminas entendiéndote casi sin hablar. El buen alemán y Nacho dejaron a Caroline apoyada frente a la pared, y mientras el fardo se repasaba cual mopa contra el gotelé ellos debatían sobre cómo hacer para transportarla al baño del piso superior. Los ascensores estaban bloqueados, por motivos de seguridad, de modo que habría que conducirla escaleras arriba.

Robert llegaba en ese momento, del brazo de una Liz algo más despeinada y descompuesta que de costumbre, y dejando a la hawaiana bailando el aloha junto a una cabina telefónica que ella confundió con su pichurrín, se ofreció a ayudarles a cargar con el encantador fardo hasta donde fuera menester.

Media hora, tres pisos y una vomitona después, Nacho se asomó a la ventana del baño, incapaz de soportar aquel olor ni un minuto más. Robert y Matías se esforzaban porque la princesa siguiera echando los estómagos donde debía, y de fondo, seguía resonando aquella música incesante que hacía temblar hasta los cimientos de la I-House. Nacho suspiró, miró el reloj y comprobó que a la princesa le quedaba media hora, o de lo contrario la competición de baile comenzaría sin ellos.

Claro que, en aquellas condiciones, de bailes y de lo que pasó después mejor ni hablamos.

martes, 2 de octubre de 2007

Cinefórum (2)



"Rompe el bramido del trueno la tranquilidad de la mar, rugen furiosos los cañones, y en medio del tumulto, del griterío que mezcla improperios e imprecaciones en francés e inglés, alza la vista al horizonte embravecido el capitán Jack Aubrey, el afortunado, dispuesto a dar la vida, una vez más, por su tripulación, por su nave y, en último término, por su patria. "


Master & Commander: The Far Side of The World, es el resultado de una extraña combinación de sagas literarias, un autor anciano sin muchas ganas de discutir sobre sus adaptaciones, productores avispados y un director, Peter Weir, que necesitaba como agua de mayo demostrar que El año que vivimos peligrosamente, El club de los poetas muertos o El show de Truman no fueron fruto de la casualidad.


Corría el año 2000, y la 20th Century Fox necesitaba un gran éxito, un block-buster con el que resarcirse de una preocupante sequía en taquilla. Fue entonces cuando los caminos de Weir, Patrick O’Brien y la Fox se cruzaron y dieron origen al primer boceto de la película: el resultado, tres novelas, dos guionistas y un borrador final que no gustó a nadie –Russell Crowe, actor principal, y sin el cual no había película, incluido-. Tras tres guiones, un acuerdo final de todas las partes y un barco de época reconstruido, dio comienzo el rodaje de la película que fue una auténtica balsa de aceite después de semejantes prolegómenos.


Una vez solventados los problemas fundamentales de guión –que incluía, entre otras mamarrachadas oceánicas, una lacrimógena e inverosímil historia de amor en alta mar-, la historia fue cobrando fuerza día a día, y la pos-producción se encargó de añadir digitalmente la fuerza que le faltaba a las escenas de batalla, con espectaculares tormentas y algún que otro cañonazo a estribor, (que nunca está de más en estas historias.)


Tres compositores (Iva Davies, Christopher Gordon y Richard Tognetti) fueron necesarios para la excelente partitura original, a la que se añadieron piezas de Bach, Bocherinni, Corelli y Vaughan Williams, y que dio como resultado una mezcla tan heterogénea como efectiva, que alternaba el estruendo solemne de la composición original con la tranquila sesión clásica a dos bandas entre el capitán Aubrey y el científico (gran Paul Bettany), darvinista hasta la médula, que le da la réplica en el filme.


Independientemente de reconocimientos, premios (con 10 nominaciones a los Oscar y 8 a los BAFTA de 2003), méritos en taquilla –fue un tremendo éxito a nivel internacional– y demás parafernalia, Master & Commander se erigió como una de las grandes películas de aventuras de todos los tiempos por méritos propios, por su ritmo agotador, sus diálogos certeros y creíbles, una tensión narrativa ejemplar y una solvencia en las escenas de batalla como pocas veces se ha visto en el cine –y si no que se lo digan al Capitán Sparrow, que prefirió irse “al fin del mundo” para no tener que cruzarse con Crowe y sus muchachos.


Master & Commander no es, sin duda, una lección de historia para estudiantes del período napoleónico –tampoco lo pretende, que para eso están los documentales- pero sí inscribe al espectador en un universo de cortesías, de códigos de honor y disertaciones sobre el arte de la guerra que, unido a la combinación musical antes citada, un trabajo de fotografía impresionante y una tripulación de actores –con perdón por el chiste- la mar de efectiva, permite comprender mejor una época en la que todavía se hablaba de honor en un campo de batalla.


Hoy las guerras se siguen librando a cañonazo limpio, aunque muy distinto, claro. Qué lejos quedan esos tiempos de mares embravecidos y héroes de antaño. Y qué bien que nos quede el cine para recordarlos.

Ayer tuvimos cena de bienvenida, al empezar ya la tercera semana para muchos, a la International House. Un tal Brian no-sé-qué, el director de todo esto, nos dirigió unas palabras encantadoras a los allí congregados (que éramos todos, lo de la cena gratis nos había conquistado como los Ferrero Rocher a los invitados de la Preysler), y menuda se armó cuando dijo que este viernes unas 400!!! personas invadirían nuestro hogar para montar un fiestorro del copón y muy señor mío.

Era tremendo ver cómo las distintas comunidades se frotaban las manos: el grupo de indios, que por cierto son unos guarros y se lavan los pies en los fregaderos de los baños como si se tratara de su puto Ganghes, se miraban con ojillos golosos y le metían buenos empujones al vino; la comunidad asiática, mucho más educados que los anteriores, se miraban como el buda, para que no trasluciera los sádicos pensamientos que recorrían sus perversas y pequeñas mentes. Entre ellos estaba también el señor Miyagi, mi vecino de al lado, un hombrecito pequeño que todas las mañanas hace ejercicios tipo "El último Samurái", es para troncharse.

También tenemos una comunidad judía (estos no se miraban, simplemente comían a destajo), una alemana (que se limitaba a la cerveza y hacía más caso al fútbol americano que al bueno de Brian), una inglesa (son solo dos, pero bastante hooligans), y una algo-así-como-latina, formada por un sudamericano, un catalán que enseña catalán llamado Joan, un servidor y, cómo no, el gilipollas profundo, ese tonto de las pelotas de Hilario que se dedicaba a porfiar sobre lo humano y lo divino con la cara cada vez más congestionada por el alcohol y a saber cuántas sustancias tóxicas más encima.

Luego nos regalaron camisetas, nos hicimos fotos y bailamos bossa nova, que de chicagüense no tiene nada pero "mola mogollón".

En fin, ya hablaremos de dicha fiestecilla. Por cierto, ayer casi violan a una estudiante en Hyde Park, el barrio donde está situado el campus. Están todas las de la International House con el miedo en el cuerpo, y no es para menos. ¿Adivinan el color del agresor, según todas las fuentes?
Acertaron, amigos. Acertaron.

Foto: Federal Building vs Acer Electronics