viernes, 4 de enero de 2008

Hogar, sweet home.


Comentaba anoche mi compañero de residencia Pedro, camino del aeropuerto, que se había sentido raro en estas ya pasadas vacaciones navideñas. “Era como si fuera de visita, más que como si volviera a casa.” Y me recordó a las palabras de Antonio Muñoz Molina, que cuando vivió en Nueva York siempre decía que la ciudad americana, y concretamente su barrio, se habían convertido en “una casa inesperada, un hogar que nunca habría imaginado.”

Curioso, cuando menos, pero más por engañoso que por otra cosa. Es cierto que sólo he vivido en Chicago unos meses, y que a lo mejor en junio mi idea cambia un poco, pero tengo para mí que ni Pedro, que lleva un año de exilio, ni Muñoz Molina, que estuvo cuatro, se sentirán igual en estas mega-urbes yanquis que en su casa, en su barrio, rodeados de su gente. Que se lo digan si no a esos verdaderos exiliados, los del año 39, que independientemente de la edad o condición, se pasaron toda su vida echando de menos su hogar, el único y verdadero, que era el país que les vio nacer.

Y si a la costumbre, al hábito de convivir con unas determinadas personas, amigos, familiares, parejas e incluso hijos, le añadimos toda una serie de referentes culturales, sociales, políticos, literarios y ambientales, me resulta poco menos que imposible creer que alguien puede sentirse “en casa” a siete u ocho mil kilómetros.

Y para muestra, dos botones. El segundo día de mi estancia española me hice un desafortunado esguince jugando al fútbol. Una vez en el lugar de los hechos, los propios operarios de la ambulancia, española donde las hubiera, se hicieron los remolones hasta el infinito y más allá para realizar su labor (llevarme al dichoso hospital, que estaba a diez minutos), labor que tuve que recordarles con más insistencia de lo simplemente imaginable en cualquier otro país del mundo, pero que en cualquier caso me mostró que, sin lugar a dudas, estaba en casa.

El segundo botón tuvo que ver con mi viaje de regreso, ayer mismo, en nuestra maravillosa, y española donde las haya, compañía aérea de Iberia. Después de embarcarnos con una hora y cuarto de retraso, y de poner el avión en marcha para despegar (llegamos a movernos, y todo), nos paran y el comandante nos dice que se han dado cuenta de que un motor está estropeado y que hay que desembarcar. Mientras los españoles salían tan contentos, diciendo que “menos mal que se han dado cuenta antes de despegar”, los americanos salían indignados, diciendo que “¿cómo demonios no se dieron cuenta en la revisión previa al embarque?”

Así que tras tres horas de espera más, nueve horas y media de avión, otra de aduanas, huellas digitales y revisión de equipaje en busca de bombas lapa, me suelta mi compañero de residencia Pedro, al que por cierto no tengo en demasiada estima, que es que América le ha calado hondo. “Es más” –me dice, el muy idiota- “a veces me pasa que ya en España hay cosas que no me salen en español, y me bloqueo, oye, será de lo bien que domino ya el inglés.” O de lo poco que dominas el español, estuve tentado de decir.

Yo no sé Pedro, como tampoco Muñoz Molina, pero imagino que a su regreso de la aventura americana dejaron o dejarán de ver a todas las personas de las que se rodean ahora, personas que, en el mejor de los casos, sólo serán un recuerdo en una foto, quién sabe si un mensaje esporádico en el buzón digital. Esos paisajes que pisaron día a día, con toda su elegancia y “glamour”, serán sustituidos por las calles de Madrid, Alicante o Barcelona, que serán lo que quieras menos elegantes y “glamourosas.” Y esas fabulosas actividades que desempeñaban ahí (Pedro afirma estar curando el cáncer, Dios nos pille confesados), serán en España ya sólo un recuerdo reemplazado por nuestra magnífica rutina de aperitivo y café.

Y yo que pensaba que la gran ventaja de viajar era que te abría la mente y te hacía ver las cosas de otra manera, abandonando chovinismos baratos, ya fueran locales o ajenos. Y resulta que no, que da igual hablar con un aborigen español que jamás ha salido de sus fronteras o con un papanatas viajero, el caso es que ambos, cada uno en su extremo, te dirán siempre que lo suyo es mejor, que lo suyo es lo que vale, lo único y verdadero (o como diría el impagable Pedro, “the one and only”).

Una forma de pensar, en definitiva, tan típicamente española y olé, que me hace sentir en casa más incluso que la Cibeles o la tortilla de patatas.

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