domingo, 9 de diciembre de 2007

Wild Wild West


Robert Hawkins está triste. Lleva toda su larga infancia y adolescencia de casa de acogida en casa de acogida, cambiando de familia, de ambiente y de amigos. Casi veinte años vagando sin rumbo por un mundo que nunca le ha dado tregua. Y cuando por fin parecía que las cosas se establecían, ya que Robert tenía una nueva familia que lo aceptaba, una novia y un empleo, todo vino se abajo, como siempre: comenzó a tener problemas con su madre adoptiva, rompió con su novia, lo echaron del trabajo.

Por eso el joven Hawkins está triste. Porque toda su vida se ha sentido un insignificante ser humano. Alguien que, como el 99% de la población mundial, está destinado a llevar una vida llena de miserias e infelicidad, sin ningún tipo de fama, reconocimiento o éxito. Pobre Robert, todo le sale mal.

A muchos kilómetros de allí, en Chicago, otro joven de 19 años conduce un sedán beige por la avenida Kimbark, cerca de la Universidad que se encuentra al sur de la ciudad. Lee Dawson está enfadado, muy enfadado. Él no tiene problemas con su familia, ni con su novia ni con su trabajo, por la sencilla razón de que no tiene nada de eso. Lo que Lee Dawson tiene es un cabreo impresionante, como nunca antes habían visto sus amigos, los mismos que le acompañan en el sedán a esa hora en que no se sabe muy bien si es de día o es de noche.

Sería difícil decir por qué Lee está enfadado. Es tan hermético que casi no habla con nadie, y es casi imposible saber algo de alguien que perdió a su única familia con diez años, cuando encontraron a su tío sin pulso tras una nueva sobredosis, y que desde entonces decidió no confiar en nadie. Lo que está claro es que hay un culpable para que hoy Lee esté como está: Oswald Thomas, 18 años, compañero de clase. Y Oswald Thomas está ahora mismo caminando con sus amigos muy cerca de allí, en el cruce de Kimbark con la calle Ellis. No le hace falta casi ni mirar, en seguida reconoce la sudadera amarilla, el andar chulesco, su mirada de superioridad.

Robert Hawkins y Lee Dawson no se conocen de nada, ni lo harán nunca. Sin embargo, ambos tienen algo en común: hoy es el día en que han decidido cambiar su situación. Quieren marcar la diferencia, hacer algo grandioso, genial y ser recordados, salir de ese anonimato en que han nacido y en que morirían, si no hubieran dado ese valeroso paso al frente.

Y ambos lo consiguen, prácticamente al mismo tiempo, a esa hora en que no se sabe bien si es de día o es de noche: mientras Lee Dawson dispara su beretta seis veces sobre el cuerpo de Oswald, Robert Hawkins siembra el terror en un centro comercial de su localidad con su rifle de asalto AK-47, acabando con la vida de ocho personas antes de quitarse la suya propia.

Pocos minutos después, los medios de comunicación dedicarán extensos reportajes a tales hazañas. Se entrevistarán a familiares del detenido o del suicidado, según el caso, se hablará con maestros, amigos y vecinos, y se resumirán sus brevísimas biografías coincidiendo siempre en el mismo punto: no eran nadie hasta que marcaron la diferencia. Se harán muchas preguntas sobre su estado psicológico o sobre la fragilidad mental de la juventud de hoy en día, pero nadie se pregunta, eso sí, qué hacían dos armas automáticas con una potencia de fuego tan brutal en manos de dos adolescentes. Sólo faltaba.

Al término de sendos reportajes, los noticiarios pasan a hablar de deportes, de la lesión del quaterback de los Chicago Bears y de su más que probable ausencia para la fase de cuartos del torneo estatal, y después hablarán del índice de Down Jones, que ha vuelto a bajar, o de las últimas declaraciones de Bush en su gira diplomática por Arabia Saudí, y de otras noticias y sucesos que sepultarán los nombres, la identidad y la exigua fama de esos dos jóvenes de quien ya nadie se acuerda.

A fin de cuentas, el espectáculo debe continuar.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Fin del primer acto



Durante unas semanas, igual nos vemos por estos lares...

Quién sabe.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Diamonds are forever...


Ayer tuvimos una cena de despedida en la I-House, un grupo selecto, de esos que hemos ido sobreviviendo a las idas y venidas de estudiantes, y que somos de los pocos que permaneceremos aquí un año entero. Fue una fiesta de despedida por Navidad, ya que no nos veremos hasta empezado 2008.

La cena fue fabulosa y no faltaba nadie: Francis, Jeremy, Kim, Kristen, Adam, Laura... Y para rematar la faena, que nos dejó para el arrastre, bajamos a la sala de vídeo a ver una película (hoy ha comenzado a nevar como no he visto nunca: mal momento para salir a tomar algo). "Diamantes de sangre", de Edward Zick, fue la elección. Una buena elección, una buena película que, conforme iba avanzando, me hizo recordar algo que tenía casi olvidado, algo que ocurrió hace muchos años.

Debían ser las nueve y pico de la mañana de un lunes cualquiera. Yo estaba entonces terminando de ver la enésima reposición de mi serie favorita de dibujos animados, una en la que los personajes se pegaban patadas y puñetazos de tal calibre que rompían muros, edificios y montañas como si fueran de papel. Yo devoraba los cereales a toda prisa, porque tenía sólo cinco minutos antes de tener que salir disparado hacia el colegio, y con cada cucharada aquella caricatura de la televisión recibía más y más golpes, mientras el héroe, con el pelo encendido y rubio, le soltaba frases absurdas e incomprensibles antes de mandarlo al otro barrio.

Justo en ese momento apareció mi hermano pequeño, fastidiando como siempre, cogió el mando de encima de la mesa y cambió de canal antes de salir disparado entre carcajadas. Yo le grité algo bastante feo, mientras le amenazaba con que me lo devolviera si quería llegar a cumplir los siete años, y en ese momento me giré, sorprendido por un estruendo que venía de la televisión.

En la imagen, un niño negro de unos doce o trece años estaba subido a un camión, sosteniendo un rifle en su mano izquierda. A su alrededor decenas de jóvenes, algo mayores que él, gritaban y disparaban al aire, presas de una ira y una locura que difícilmente puede imaginarse en una criatura cuyo cerebro le hizo evolucionar por encima del resto de seres vivos hace miles de años.

El niño de la imagen no sonreía, no gritaba ni participaba del entusiasmo del resto. Las voces del periodista que narraba la escena, una de tantas que tuvieron lugar en África a mediados de los noventa, farfullaba una jerga ininteligible acerca del tráfico de aceite, oro y diamantes en Sierra Leona, dando a entender que las tribus locales estaban asesinando a su propia gente con las armas que el primer mundo les vendía a cambio de esas materias primas.

Y mientras alguna señora satisfacía su vanidad en Macy’s con lo último en joyería de anillos de diamantes, aquel niño que por aquel entonces no tendría más edad que la mía, sostenía un rifle en su mano izquierda, y en la derecha, en esa que al principio la imagen no mostraba pero que se fue haciendo más clara conforme el zoom de la cámara enfocaba mejor, se distinguía la cabeza decapitada de un hombre, con los ojos en blanco y tanta sangre que lo hacía completamente irreconocible.

Mi mano dejó de devorar cereales. Mi mente se olvidó por completo de impedir que mi hermano cumpliera siete años. Los dibujos animados desaparecieron de mi mente. En aquel momento sólo podía preguntarme qué debía sentir aquel niño, aquella mirada tan perdida como la de la cabeza que sostenía casi sin darse cuenta.

Probablemente no entendiera nada, nada pasara por su mente en aquel momento o cuando debió morir, acribillado por otra tribu local o mutilado por las heridas de una mina antipersonal, meses más tarde. Probablemente no pensaba nada porque no le habían enseñado a pensar por sí mismo, no había tenido la oportunidad de comer cereales con prisa antes de ir a un colegio donde un profesor se tomara la molestia de explicarle cómo funcionaba el mundo.

Aquel niño sólo había conocido la lección de la violencia desde que nació, desde que perdió a su familia, desde que contribuyó a que otros la perdieran. Vivió y murió bajo las balas, y nunca nadie le explicó cómo, cuándo o por qué.

Pero yo entonces llegaba tarde al colegio, así que apagué el televisor y salí corriendo a toda velocidad, sin tiempo para preguntarme más cosas, sin darme cuenta de lo que acababa de ver, sin entender, en definitiva cómo, cuándo o por qué el hombre perdió la cabeza y se puso a la cola de la evolución de las especies.