jueves, 17 de enero de 2008

La tribu de los Brady.



Gracias a esos avances tecnológicos tan sorprendentes para las personas de avanzada edad como comunes para las jóvenes generaciones, este viaje de Chicago tan frío, extraño y lleno de novedades en el que me hallo inmerso tiene todos los domingos una parada obligatoria en un lugar que está, ni más ni menos, a 7000 kilómetros de aquí.

Y se hace raro ver esa biblioteca donde preparé COU, Selectividad y buena parte de la carrera, tan llena de libros como siempre, silenciosa, esperando a que alguien se adentre en ella y curiosee por aquí y por allá, y recorra siglos y siglos de Historia y Literatura en cada estantería. Pero ahí está, ocupada por mis padres y hermanos, que aguardan las últimas novedades desde la ciudad del viento.

Evidentemente, no todo podía ser perfecto, por muy avanzados que estén los tiempos. Tenemos problemas de conexión, la imagen se pixela más de lo debido, y no siempre el sonido llega cuando debe. Y a pesar de todo, las horas que pasamos juntos, ellos allí, yo aquí, se nos hacen pocas para contarnos todo lo que nos interesa, preocupa, sucede o gustaría.

Para alguien tan aficionado a la tertulia, al debate y, a veces, a la polémica como yo, es casi una necesidad de primer orden disponer de este tipo de válvulas de cuando en cuando, porque aun suponiendo que mi inglés fuera medio decente, que no lo es, ni siquiera con eso me llegaría para expresarme con los matices, giros y precisiones con que cualquier hablante nativo puede hacer en su lengua, como me ocurre a mí con el español. No sé si es cierto lo que dicen los románticos de los idiomas, acerca de que determinados sentimientos sólo se pueden expresar correctamente en tu lengua de origen, (yo siempre lo he visto como un código como cualquier otro, que se aprende y se usa para lo mismo que los demás), pero lo cierto es que en español no siento limitaciones de vocabulario o sintaxis para decir, creo, exactamente lo que quiero decir.

Y si a ese hecho lingüístico se le suma la complicidad que sólo se puede tener con la familia -eso que los antiguos llamaban tribu o clan-, pues no hay más que pedir. Eso explica, como decía antes, que dos, tres y hasta cuatro horas se vayan entre anécdotas, puestas al día y actualizaciones de lo que es preciso conocer. Podemos contarnos nuestras lesiones y dolores –tema favorito donde los haya-, lo mucho que nos cansa el trabajo, los compañeros o los jefes, lo maravilloso que es el tiempo español y lo inv(f)ernal que es aquí en Chicago, la última película que hemos visto… cualquier excusa es buena para poner en marcha el motor de la comunicación tribal.

Tan es así que uno comienza la semana, al día siguiente, con otros ánimos y una nueva entereza. Uno sabe que, por kilómetros que ponga de por medio entre él y los suyos, siempre se puede contar con ese oasis en el desierto, con esa necesaria parada de avituallamiento que te da el oxígeno necesario, el agua y las sales minerales para reiniciar la subida al monte del destino, que dicen los tolkianos (o tolkienses, no tengo claro el gentilicio).

Todo ello, insisto, gracias a una simple conexión, una toma de contacto y un saludo digital que me devuelve de nuevo a los gansos de mis hermanos en todo su esplendor, y a la serenidad de los que, por encima y de reojo, suspiran preguntándose qué hicieron ellos para merecer esto.




1 comentario:

... dijo...

Alabado sea el Dios Cable!




[y un abrazo kilometrico tambien desde aqui]