sábado, 14 de junio de 2008

Lost in Chicago (I)


El día catorce de septiembre de 2007, sobre las doce del mediodía, me encontraba en una céntrica calle de Chicago en busca de una salida hacia el Lake Shore Avenue, que sigue durante varios kilómetros la orilla del lago Michigan hacia el sur. Estaba consultando el mapa cuando de pronto escuché el grito de un policía. Al alzar la vista me encontré con un enorme afroamericano que tenía el puño alzado sobre mi nariz, posiblemente con más intención de asustarme que de agredirme.

Y a fe que lo hizo. Sin embargo, nada más comprobar que había sido descubierto por la autoridad se acobardó, mascullando al pasar a mi lado “Scared, um?” (¿Asustado, eh?), y luego siguió su camino con andares de ballenato. El policía aparcó a mi lado, y sin bajarse del vehículo me preguntó que si estaba perdido. Yo le respondí que no, que sólo estaba comprobando el número de la calle en que me encontraba, y tras intercambiar alguna información más sobre mi destino e intenciones, me dijo lo siguiente:

- Mira, hijo, esta ciudad no es para dar paseos solo, ni de día ni de noche. Toma un autobús, que te dejará en tu residencia en veinte minutos, y si quieres sacar fotos mejor te compras una guía turística. Has tenido suerte de que estuviéramos por aquí.

Y se fueron, tras asegurarse de que salía de aquella zona por mis propios medios. Fue entonces cuando me di cuenta de lo que podía haber pasado y no pasó, y cuando hice el sagrado juramento de no volver a cometer la imprudencia de pasear por pleno centro de la ciudad a las doce del mediodía en una ciudad plagada de policías, por contradictorio que esto pudiera parecer.

Recuerdo que al llegar a la residencia, veinte minutos después, me sentía algo confuso. No había hecho más que llegar a la ciudad y acababa de recibir una bofetada de esas de la realidad que tan beneficiosos efectos tiene para la salud. Me sentía bastante desorientado y confuso. Estaba a casi ocho mil kilómetros de mi hogar, sin amigos ni conocidos a los que acudir, solo y a expensas de las paradojas de aquella ciudad que ni conocía ni alcanzaba a entender.

Perdido en Chicago, así estuve durante varios días hasta que poco a poco comencé a integrarme en una realidad que ahora abandono casi de la misma forma en que llegué, con otra bofetada de realidad, esta vez múltiple pero con un rostro mucho más amigable: el de las personas de las que me he ido despidiendo estos últimos días.

Cada abrazo y cada adiós han sido un nuevo jarro de agua fría, porque me han hecho darme cuenta de lo mucho que ha cambiado mi situación en apenas nueve meses. Decir adiós a Lidwina, Nene o Mario Santana me ha servido para entender que cierro un capítulo laboral lleno de retos y satisfacciones, y hacerlo después con los últimos compañeros y amigos de aquí ha reforzado esa sensación de amparo que tanto me ha mantenido con la moral por las nubes, la vista al frente y el espíritu alto. No se puede pedir más.

Lost in Chicago (II)



Volvía anoche de una cena con unos amigos, en compañía de una estudiante que acaba de llegar a Chicago. Veníamos paseando por el campus de la universidad, con esa tranquilidad nocturna y la calma posterior a la fiesta de graduación que ha sido, ribete al aire incluido, todo lo espectacular que cabía esperar de este sitio. Ella me ha preguntado si no me daba pena todo lo que dejaba aquí, la ciudad, los amigos y el trabajo, que si no me gustaría quedarme un año más. Nos observaban en silencio los muros de hiedra y las torres de la universidad, y ha pasado por mi mente tal cantidad de recuerdos, tantos rostros y vivencias, que me ha llevado un tiempo responder.

“Supongo que sí”, he dicho, pero al mismo tiempo he intentado analizarlo con otros ojos que no fueran los de la pre-melancolía, y me he dado cuenta de que en el fondo no es cierto, que por mucho que me ciegue la emoción de las despedidas no tengo ganas de reiniciar otra temporada más en esta ciudad, no con estas condiciones y en estas circunstancias. Me he dado cuenta de que muchos de mis amigos se van como yo, para no regresar, que las clases de español me ofrecerían los mismos retos que este, pero no más, y que aunque podría seguir profundizando en algunos aspectos de esta ciudad, harían falta otras, como Nueva York o San Francisco, para poder realmente ampliar mis horizontes.

“Supongo que sí”, he dicho, y al notar que a ella no le parecía lo suficientemente convincente he matizado, “pero es que este año lo he disfrutado tanto, le he sacado tanto partido y lo he vivido con tal intensidad que me temo que el siguiente sería más de lo mismo", sería repetición de lo ya visto y ya vivido, con algunos matices, con alguna que otra novedad, pero con la misma base, el mismo trasfondo y un menor espacio, en definitiva, por recorrer.

Luego, ya menos filosóficos, me ha preguntado dónde estaban las paradas de autobús y metro, qué horas eran más o menos apropiadas para salir o hacer las compras, atajos para llegar de un sitio a otro de Hyde Park e incluso por algunas opciones turísticas para conocer la ciudad, y al contarle todo esto y más he unido de repente esos dos momentos, aquel en que caminaba desorientado mapa en mano a mediados de septiembre y este otro en que hacía de Cicerone improvisado, a mediados de junio.

He sentido que estaba en terreno conocido, o al menos mejor conocido que entonces, y por primera vez en tanto tiempo no me he sentido perdido.

Por eso me voy, en el fondo, y por eso no lo lamento.

jueves, 12 de junio de 2008

Pretty, pretty cool.


Este blog quedaría incompleto si no hiciera mención al personaje que pueden ver en la fotografía, haciendo el ganso en todo su esplendor. Se trata de Francis, que se ha convertido en estos meses en uno de mis mejores amigos, y al lado del cual he pasado los momentos más entrañables de este largo viaje que ya toca a su fin.

Quizá porque somos de una misma generación, porque tenemos gustos similares o porque compartimos, además, una forma similar de enfrentarnos a la vida, Francis y un servidor conectamos desde el primer día en la residencia. Y ha sido una suerte que así fuera, porque ha sido la amistad más fértil que he encontrado en mucho tiempo, y que me ha permitido disfrutar de un oyente tan lleno de paciencia como de elocuencia cuando le tocaba el turno de subir al estrado.

Partiendo del respeto y de la conciencia de las limitaciones del idioma, hemos ido forjando poco a poco, sin proponérnoslo y sin prisa (pero sin pausa), una relación basada en la confianza mutua. Sabíamos que podíamos contar con el otro en los momentos de necesidad, y que había otros en que cada uno debía seguir su propio camino, siempre combinando la mejor voluntad con la ausencia de sentimiento de obligación alguno, (la clave, para mí, de toda sana amistad.)

Es un hombre resolutivo, con iniciativa y decisión, que dejó atrás su pasado en Manchester para iniciar una nueva vida cuando todo parecía estancado y yermo a su alrededor. Ahora disfruta de las posibilidades de esta ciudad, que son muchas, se relaciona con gente de la más diversa naturaleza y profundiza en su conocimiento de la Historia de la Ciencia, pasión que lo retiene horas y horas atrapado entre libros de Kierkegaard, Merleau-Ponty o Heidegger.

Francis tiene un talento natural para conectar con la gente, especialmente con esas mujeres que son la sal de su vida. Pocas veces he visto semejante habilidad para ganarse la confianza de los demás, para diseccionar la personalidad del interlocutor y saber cómo llevarlo a su terreno, o simplemente para hacer de perfecto anfitrión, humorista o confidente, según la ocasión lo requiera.

Incapaz de dejar indiferente a nadie, ha provocado entre las damas desmayos, celos y pasiones como el mejor de los galanes. En el otro lado del espectro, sus amigos, ha creado un clima de confianza tan saludable que, con enorme diferencia, será uno de aquellos a quienes sí extrañaré, posiblemente al que más, tanto por estos como por otros argumentos que callaré no por pudor o vergüenza, sino debido al inmenso respeto que tengo a una amistad y confianza labrada con tiempo, paciencia y afecto.

Adiós y suerte, mr. McKay. El placer fue todo mío.

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This blog would not be complete without mentioning the character you can all see in this picture, playing the fool in all his splendour. He is Francis, one of my best friends since I came here. I went with him through the most pleasant times of this long trip that is coming to its end, so it seems fair saying a few words about him.

From the very beginning, Francis and I got along well with each other because of many reasons. We belong to the same generation, we share similar tastes and preferences but, most of all, we share a similar view of the world. I’m really glad it was like that, because it’s been one of the most fertile friendships I’ve ever had, and because it allowed me to meet an eloquent speaker, as well as a listener plenty of patience.

Starting from the respect and the awareness of my troubles with the language, we’ve been forging this friendship little by little. Based on mutual respect, we knew that we both needed our own way, but we also knew that the other one was always there, just in case. We combined the best intention with the absence of obligation towards the other, which is what I consider the essence of a healthy relationship.

He is a firm man, with initiative and resolution, who left his past behind in search of a fresh start. While there he felt stuck, here he enjoys the many possibilities this city offers. He has both contact with people from very different cultures and the resources to deep in the knowledge of the History of Science. This passion keeps him reading for hours the works by Kierkegaard, Merleau-Ponty and Heidegger, among others.

Francis has a natural talent to socialize with people, especially with those women who are his spice of life. I’ve rarely seen such an ability to make other people feel at ease with someone as he does. He has also the skill to become the perfect host, the comedian or the confidant, according to the occasion.

Unable to leave anyone indifferent, he caused faints, jealousy and passions between the ladies. Among his friends, he created such a nice atmosphere that it will make me miss him the most, and not only why what I said, but because of many other reasons I will leave out due to the respect I feel for his friendship and confidence. After all, that treasure was built only with time, patience and affection, so it deserves that silence in return.

Farewell, mr. McKay. It was my pleasure.

Con las maletas a medio hacer.


Intento meter todo en las maletas pero no me cabe, simplemente es demasiado material acumulado. Tengo en bolsas las emociones del primer día, nada más subirme al taxi y contemplar los edificios en la distancia, o el primer paseo por un campus soleado y cubierto de vegetación. En dos cajas están los nervios de esas primeras semanas, las reuniones previas a las clases y mi primer contacto con los alumnos. Y todavía en las perchas, recién planchadas, las primeras fiestas de la residencia, los primeros amigos que se iban presentando y cuyos nombres costaba tanto recordar al principio, cuando todavía no eran familiares.

Peleado por su espacio con los libros tengo el álbum de fotos, repleto de imágenes, desde el panorama desde el puente de la avenida Michigan en dirección sur, con los edificios del distrito financiero bordeando el río, pasando por la nieve, esa inmensa y eterna nieve que todo lo cubría y que parecía que jamás terminaría, hasta llegar a la presa Hoover, los desiertos de Nevada y la enormidad del imponente Gran Cañón. Tengo fotos de mis alumnos jugando al ajedrez, fotos de aviones y de ardillas, fotos de amaneceres y atardeceres, de días lluviosos y hasta de otros, más escasos, donde brilló un poco el sol de esa débil esperanza sepultada por la nieve.

He intentado meter, aunque todavía sin éxito, las conversaciones acerca de lo humano y lo divino con las embajadas italiana e inglesa, que al parecer están ahora en negociaciones por un atrasado San Valentín. Tengo por aquí también la tarjeta de Nikola, ese presidente de la asociación de estudiantes europeos que se ríe hasta de su sombra, y que tampoco entra en la maleta; y qué decir de la amistosas charlas con Emily, que por mucho que lo intento no consigo doblarlas porque aún perdura ese buen sabor de boca que deja la amistad recién estrenada. Anda por aquí el balón de fútbol de Sam, que ha heredado de él su sonrisa permanente y victoriosa, y una bebida dietética de Alex, que se la habrá olvidado antes de seguir echando de menos su Cataluña querida. Por tener, tengo hasta una carcajada de Kim, que se puede escuchar cada vez que abro la carpeta de los primeros recuerdos, aquellos que fueron la base de tantos otros que se han ido acumulando hasta hoy mismo.

Total, que ahora no me cabe nada, y las horas que son y aún estoy con las maletas a medio hacer. Qué desastre…

lunes, 9 de junio de 2008

De tiempos, espacios y gusanos.


El científico Carl Sagan solía decir que el ser humano era incapaz de aprehender y percibir la cuarta dimensión: el tiempo. Para ello, ponía el ejemplo de un gusano, una criatura que vive en un universo bidimensional. Supongamos que el gusano se desplaza por una superficie plana, y que colocamos de repente una manzana frente a él. Al ser incapaz de concebir una tercera dimensión, lo más seguro es que el gusano se sienta sobrecogido ante tal suceso milagroso, (o que rodee la manzana y siga su camino sin plantearse nada, ya me entienden).

Según Sagan, el gusano no concibe el espacio en su tercera dimensión del mismo modo que el ser humano no puede concebir el tiempo. En su primera acepción, la RAE dice del tiempo que es la “duración de las cosas sujetas a mudanza.” Aunque tenga algunas reservas sobre la precisión de estas palabras (¿qué no está sujeto a mudanza?), en mi opinión, esto refuta la idea de Sagan: al ver las diferencias entre un objeto, persona o lugar y la imagen anterior que teníamos de las mismas, encontramos en esa misteriosa fuerza llamada tiempo la causa de dicho cambio o mudanza. Así, nosotros no percibiríamos tanto el cambio (como proceso en sí), sino los distintos resultados, estableciendo la conexión entre el último y el conocimiento previo a través de una evolución inaprensible llamada tiempo.

En su segunda acepción, el diccionario de la RAE define esta palabra como una “Magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos, estableciendo un pasado, un presente y un futuro.” Fíjense qué curioso que el diccionario también defina el tiempo empleando conceptos espaciales, esa línea imaginaria horizontal dividida en tres coordenadas básicas. Y del mismo modo que en sus cartas Cristóbal Colón (también conocido como el genocida de las Antillas (sic)) describía ese nuevo mundo para el que no tenía categorías empleando términos de la Arcadia literaria, nosotros hacemos lo propio con ese concepto tan abstracto, intangible y difuso que es el tiempo. Empleamos los recursos que tenemos a nuestro alcance, limitados e insuficientes, para tratar de definir lo indefinible, y a pesar de todo vivimos en la ilusión de que el tiempo es nuestro, de que podemos no ya sólo medirlo, sino conocerlo, sentirlo, (y algunos, los más locos, hasta creen poder combatirlo).

En cualquier caso, nuestra propia actitud ante el tiempo es en sí variable y en continua evolución: un niño de cuatro años preferirá una onza de chocolate ahora mismo a una tableta entera dentro de media hora, porque todavía no ha desarrollado la intuición del futuro (se habrán fijado cómo lloran los críos en las guarderías, al sentirse abandonados por mucho que sus padres les digan que a la tarde volverán a recogerlos); qué decir del adolescente, que vive absorto en esa ilusión del eterno presente y que por mucho que se le sermonee acerca de su inminente futuro laboral nos mirará como si le hablásemos de entelequias, mientras que el anciano, al otro lado del espectro temporal, cuenta los años con la facilidad de quien deshoja una margarita.

Más aún, cuando disfrutamos el tiempo se reduce y al aburrirnos se dilata hasta el infinito y más allá; las horas pasan eternas o volando según nuestro estado de ánimo y de una forma tan imprecisa como subjetiva, y por mucho que creamos medirlo, sentirlo o concebirlo, lo único que siempre me ha parecido cierto en todo este embrollo espacio temporal es que el tiempo se nos escapa de forma irremediable, por más que intentemos cualquier acción o reflexión sobre él.

En no pocas culturas religiosas se afirma que la divinidad es la única que posee el conocimiento del tiempo, que su dios o sus dioses sí que pueden, a diferencia del hombre, contemplar la línea temporal de una sola mirada y aun más, llegando a sentirla, combatirla o doblegarla.

Es otra forma de decir, en el fondo, que el ser humano es el gusano ante la manzana, y ni siquiera: a nosotros la manzana nos pasa desapercibida físicamente, a pesar de los sueños de algún que otro científico chiflado con delirios de grandeza.

Tras el silbido del ostro.


Qué expresa la mirada ya sin vida,
oculta tras el silbido del ostro;
firmeza pétrea en un ajado rostro
que es huella de esperanza envejecida.

Qué no darían esos labios por beber
los aires por otros tales vaciados.
Qué reino no habría abandonado
por sentir el alivio de esa fe

y olvidar que vivió siempre en desvelos,
que no hubo ni una noche alma gemela
que lo guiara en sueños paralelos.

Qué no dará por quebrar su cautela
y proclamar hasta los mismos cielos
ese amor que hará de su piedra esquela.

viernes, 6 de junio de 2008

El Paraíso no es un lugar… (Aquello y aquellos que sí extrañaré (II))


Nos hemos despedido hoy de Jeremy, que parte mañana para sus tierras australianas (donde ahora es invierno, por cierto: pobre hombre). Luego he ido de cena con otros amigos para decir adiós a Vladimir, que parte hacia Nueva York y con quien he tenido la suerte de compartir muchos y buenos ratos en estos últimos meses (rabia me da, después de haber vivido todo el año puerta con puerta, que nos hagamos amigos ahora, casi al final). Por si eso no fuera suficiente, mañana tenemos despedida de Valentina, la italiana que regresa a la tierra del sol, y poco después de Kristen, que por fin vuelve a su adorada ciudad de Las Vegas (donde espera reponerse de su Trastorno Afectivo Estacional, espero) o de Alex, que se vuelve a Singapur con ganas de abrazar a su madre y a su novia, (y no precisamente por ese orden.)

Se van, en definitiva, todos aquellos amigos con los que he compartido el año en la International House, siguiendo la estela de otros que ya lo hicieron en diciembre o en marzo, como la grandísima Virginia, alma española y salada donde las haya, o el no menos grande Matías, aquel defensa germano con el que peleé, mano a mano, contra los delanteros yanquis en el lejano mes de octubre.

Desde hace unos años vengo haciéndome a esta incómoda rutina de conocer a gente que, más tarde o más temprano, tengo que despedir con una certeza bastante alta de que seguramente no volveré a ver. Me pasó en el campo de voluntarios de Galicia, hace unos años y a otra escala, como también en el curso de filólogos de Santander, en la carrera y hasta en mi grupo scout. Aquí en Chicago llevo desde el principio del curso sabiendo que al final llegaría este momento de la despedida, de desear buena suerte y decir “hasta luego”, (cuando en realidad es un “adiós”, y de los buenos), y sin embargo, me queda ese regusto algo amargo de lo que sabe a poco y que echaré de menos porque era bueno y merecía la pena, porque hizo mi vida más agradable o llevadera, o simplemente porque me había acostumbrado de una forma tan fácil que ahora me resulta raro pensar en un mañana sin dicha y sana costumbre.

Durante la primera cena en la residencia, nuestro director Bill el Carnicero, (ver “El maestro de ceremonias” para más detalles), nos avisó de todo esto. Nos dijo que este lugar era tanto de encuentro como de despedida, un espacio dinámico de cambio y constante renovación, y que las mismas historias que se habían tejido en cursos anteriores volverían a tejerse en este, con otros matices, con distintos protagonistas pero no tan distintos resultados. Ahora es, por tanto, tiempo de que Aracne dé marcha atrás, es momento de destejer este telar de meses, de fiestas y desvelos estudiosos, de amistades o relaciones que surgieron y ahora han de replantearse a la luz de los cambios, de las marchas con o sin retorno y de ese horizonte que ahora mismo se ha desestabilizado por completo a la espera de nuevos acontecimientos.

Supongo que extrañaré a cada uno de estos amigos en su justa medida, sin lágrimas pero con cariño, según aquello que hicieron por que mi estancia aquí fuera la que ha sido: excelente, entrañable, especial.

Echaré de menos, pero no tanto, la vida en este edificio en el que he vivido, las barbacoas de primavera y el helado de los domingos por la noche, esos partidos de fútbol que amenizaron el otoño o las sesiones de cine con un ojo en la pantalla y otro en el reloj que nos decía cuándo recoger la ropa de la lavadora. Y lo haré porque, al margen de este marco imponente que es la residencia, y que tantas posibilidades ofrece, han sido las personas que han llenado ese espacio, han sido sus virtudes y su humor lo que ha hecho que el lugar haya adquirido la inmejorable imagen que de él me llevo a casa, ese “paraíso” (me perdonen el término, por lo idealista) que lo ha sido, una vez más, no por el lugar en sí sino por aquellos que lo habitaron.

jueves, 5 de junio de 2008

El cuento que se convirtió en leyenda.



Se cumplen diez años desde que, tal día como hoy, un señor llamado Sigheru Miyamoto presentase su última genialidad en el E3 de Los Ángeles, el festival de entretenimiento más importante del planeta: el videojuego The legend of Zelda: Ocarina of Time.

Desde sus inicios, esta forma de diversión ha sido siempre mal vista y criticada. Se le ha acusado de fomentar la soledad de sus jugadores, de enturbiar sus mentes con fantasías irreales, violencia, sexo y otros contenidos igualmente inapropiados para su educación y formación. Sin embargo, y a pesar de la oleada crítica, este sector se ha convertido en una industria que maneja cifras astronómicas, muy por encima de otras tan consolidadas como el cine, y que es demandada por jugadores de todas las edades, razas y religiones.

En dicha evolución hay que culpar, en buena medida, a Ocarina of Time. Si antes los videojuegos eran una forma más de pasar el rato, gracias a esta aventura adquirieron una categoría superior, similar al placer que podía proporcionar el cine o la literatura juvenil, pero con un componente interactivo del que éstos carecían. Se trataba de un juego profundo, absorbente y muy elaborado, en el que se invirtieron años de trabajo para que generaciones enteras de jugadores pudieran disfrutar de sus muchas virtudes.

Lo tenía todo: unos gráficos impactantes, unos escenarios grandiosos, personajes entrañables y una trama que recogía lo mejor de las fuentes del relato épico tradicional (el ciclo artúrico, los cuentos de hadas y princesas) con lo mejor del humor asiático y su dinámico sentido de la narrativa. A ello sumaba, además, una música envolvente, una enorme duración y una jugabilidad a la que era imposible resistirse.

Considerado como el mejor videojuego de la historia, Ocarina of Time batió récords de aceptación crítica y de público, y estableció un paradigma que ha sido copiado hasta la saciedad por una industria tan falta de ideas como sobrada de recursos. Su éxito radicó en que supo proporcionar algo diferente en un tiempo en el que nadie esperaba otra cosa aparte de matar marcianos, y transportó a sus jugadores a un universo propio en el que los días sucedían a las noches, el clima cambiaba y los años veían crecer al héroe protagonista, trasunto perfecto del jugador.

Fue tan enorme su impacto que aún hoy, diez años después, ni un solo juego ha logrado hacerle sombra. Ni siquiera las secuelas de sus propios programadores han podido acercarse al encanto que desprendía aquel juego, que elevó el ocio digital a la categoría de arte. En un mundo como el actual, donde la prisa y la urgencia están por encima de la calidad del producto, resulta inconcebible volver a encontrar algo parecido.

Y para aquellos aficionados que no saben ver más allá de los gráficos de última generación, un consejo: si se sienten vacíos después de terminar las terceras, cuartas o quintas partes de juegos que a lo mejor nunca debieron haberse producido, denle una oportunidad a esta verdadera joya. Aunque pueda parecer desfasado, bajo esa apariencia algo tosca subyacen todavía la misma magia, energía y calidad que hicieron de aquel cuento de hadas una auténtica leyenda.

miércoles, 4 de junio de 2008

Limpia, fija y da esplendor (o no tanto)


En un vuelo que me llevaba de Madrid a Chicago tuve ocasión de mantener una conversación sobre lenguas y prejuicios, algo bastante inusual si tenemos en cuenta que un avión no parece el lugar más idóneo para semejante tertulia.

Tras descubrir que compartíamos nacionalidad española, la mujer que viajaba a mi lado se identificó como una abogada “de alto prestigio”. Yo le dije que era un instructor de español de no menos prestigio (hasta ahí podíamos llegar), a lo que ella me respondió: “pues me alegro de que seáis vosotros los que enseñéis el español de verdad por el mundo, porque estamos llegando a unos niveles donde ya todo vale igual y todo es lo mismo, y eso no puede ser.”

Asombrado me quedé yo ante aquellas declaraciones: ¿El español de verdad? ¿Qué diantres es eso? Supuse que la señora, muy en la línea peninsular reaccionaria del idioma, se refería a que, de todas las variantes posibles del español, la castellana es la original, la legítima, la única que debe ser estudiada y difundida a nivel internacional para mayor gloria de “los que inventamos el idioma”, como llegó a decir aquella buena mujer en un momento de máximo delirio. Y yo me decía, para mis adentros: ¿Pero es posible que a estas alturas de la película alguien sea capaz de expresar con tanta tranquilidad semejante concepción elitista y excluyente del idioma?

Y la respuesta es, evidentemente, que sí, que eso parece a juzgar por la opinión de esta y tantas otras gentes de España, o de los británicos respecto del inglés o de los parisinos respecto del francés. Son hablantes que se sienten privilegiados, que manipulan alegremente la historia de su lengua para construir estas teorías fanáticas, basadas en argumentos tan irracionales como infundados. Porque pretender que el castellano, que no deja de ser una auténtica gota en el océano de acentos, variantes y posibilidades del español en el mundo, sea tomado como la única versión posible “por decreto ley” es, además de absurdo, ofensivo para millones de hablantes.

“Hablan una versión degradada del idioma”, dicen estos fundamentalistas de la lengua, “corrompen su pureza”, añaden, como si el español fuera una solución líquida donde se añadieran variantes corruptoras a la fórmula original. Y no se dan cuenta de que ellos mismos, en último término, no están hablando otra cosa que la versión más degradada, corrompida y lamentable del latín, a través de un proceso milenario de evolución que nos llevó de Cicerón a Cervantes. Qué gran error no darse cuenta de que a la lengua es imposible “limpiarla, fijarla y darle esplendor”, como se propuso de forma pomposa la Real Academia Española a través de su conocido lema. Qué enorme fallo no ver que no hay académico, gramática o diccionario que mil años dure, y que sin embargo una sola generación de hablantes puede alterar profundamente su idioma con algo tan simple como el uso de la palabra.

Hoy en día, millones de personas pueden comunicarse en español en más de una veintena de países de todo el mundo. Tal es así que podemos, por ejemplo, viajar desde la Tierra del Fuego hasta Nuevo México sin preocuparnos nada más que de disfrutar del paisaje. Es más, países como Estados Unidos, Francia o Alemania, (e incluso Internet) hablan cada día más español, y precisemos ya de una vez que el español no es la lengua de España, sino la que une a todos los hispanohablantes, compuesta por todas y cada una de sus variantes. Unas variantes que, sobra decirlo, no tienen el más mínimo defecto o impureza que justifique que el castellano las pueda mirar por encima del hombro.

Además, qué aburrido sería el mundo si no hubiera más que el acento castellano, el vocabulario madrileño o burgalés y esa sequedad propia de los habitantes de Castilla. Qué lástima si por preservar “la pureza” del lenguaje hubiéramos de suprimir la riquísima gama de entonaciones y matices del mexicano, del argentino o del peruano, por poner sólo algunos ejemplos significativos. Y qué tragedia, qué inmensa tragedia si por una idea tan obsoleta como perjudicial se perdieran el voseo o la musicalidad de los porteños, el candor de los cholos o la espléndida variedad léxica del Caribe.

Pero claro, para que estos españoles de prestigio y pedigrí cambiasen su modo de pensar habría que pedirles que se bajaran de su nube lingüística y viajasen a Bogotá, a Lima o a Caracas y tantas otras ciudades o regiones hispanohablantes. Habría que invitarlos a mezclarse en sus mercados, en medio de sus plazas o festividades, y a ver si entonces tienen el valor o la vergüenza de decirles a esas personas que allí habitan que hay que hablar correctamente y no de esas formas tan extrañas; a ver si tienen valor de decirles que están equivocados, que así no se dice, que así no se habla. Estoy convencido de que al sentirse ignorados por completo entenderían que ellos mismos son gotas del inmenso océano español, gotas atrevidas e ignorantes destinadas a perderse.

Quise decirle a la abogada todo esto. Quise decirle que hay una realidad internacional en la que el español está creciendo y adquiriendo una vigencia que no se basa en limpiezas o fijaciones académicas procedentes de España, sino en la unión integradora de todas y cada una de las legítimas variantes que lo componen, que sólo así, en conjunción y entendimiento, le dan a este idioma el esplendor que realmente se merece.

Sin embargo, al final desistí. Puede que, a fin de cuentas, ella tuviera demasiado prestigio para hacer caso a tan insignificantes cuestiones, (o yo muy poca paciencia para explicárselas, que todo es posible.)

martes, 3 de junio de 2008

Aquello y aquellos que sí extrañaré (I).



Ayer abandoné el edificio de Cobb a eso de las dos de la tarde, una vez terminadas mis últimas clases y sesiones de tutoría. Y al salir a la calle y sentir el calor de este verano que ha llegado de repente y sin avisar, me di cuenta de algo: se terminó. Ni siquiera me había fijado en el despacho antes de cerrar la puerta; no había habido espacio para la nostalgia o la melancolía, como si fuera un día normal y no el último de estos meses tan intensos que he vivido aquí.

Iba paseando por el campus, camino a casa, y ahora ya me fijaba con más detenimiento, como si intentase retener en la memoria aquellos edificios tan impresionantes, recubiertos de hiedra y flores, y envueltos en ese aire de misterio que tenían ya aquel primer día de septiembre en que puse mis ojos sobre ellos.

Recordaba el día del examen final de diciembre, desamparado ante el frío del alba, patinando sobre el hielo y resbalando constantemente entre maldiciones y risas. Recordaba esos días fríos y el contraste con el actual, con ese brillo que tiene esta ciudad cuando quiere, sólo a veces y con cuentagotas.

Fue al hacer ese camino de regreso cuando recordé que se acabaron ya los lunes de billar y cena en el restaurante italiano con Reynaldo y Juan Manuel, los dos mejores tertulianos del departamento de español. Con ellos he hablado de películas, de artistas y de libros, sobre todo de esos libros que devoran con verdadera pasión, y cuyos argumentos y virtudes sólo interrumpían para cantar cómo entraba la bola en honor de Perú o de México.

Se acabaron también las tardes enteras en la biblioteca Regenstain, paseando por esas inmensas hileras de estanterías móviles que tanto me asustaban al principio, y en las que he pasado horas buscando esta o aquella referencia, este estudio o aquella tesis que me servirían para ampliar la mía. Se terminaron las pilas de libros que había que devolver al final de cada trimestre, y que acarreaba como buen caracol en varios viajes, mientras pensaba en por qué no me habría dedicado a la fontanería.

Llegaban también a su término los jueves con Valentina, esa increíble sonrisa napolitana que me hablaba de sus novios y aventuras antes de ir a nadar a la piscina, y a cenar luego en Bartlet mientras echábamos de menos el Mediterráneo y rememorábamos los recuerdos de tiempos más cálidos. Recuerdos como los que he acumulado también con Xavi e Iker, los mercenarios del idioma que siempre tienen alguna frase ingeniosa para amenizar las correcciones en el departamento, y con los que también se ha debatido de todo lo humano y divino al calor del café en invierno o del refresco en primavera. También ellos emigran con el calor, como Reynaldo y Juan Manuel, también para ellos se termina el año en tantos sentidos y han de pasar página en sus vidas.

Pero sobre todo, y qué rabia me da que así sea, se me acaban las clases y los estudiantes y hasta sus presentaciones, con los que, a pesar de los pesares, tanto he disfrutado. Se me terminó el entrar en clase y mirarlos de reojo antes de torturarlos con la gramática, de fomentar el misterio ante el terrible examen que se avecina o de llevarme las manos a la cabeza cuando alguien proclama alguna epifanía lingüística. Ya no habrá más días para hablar del subjuntivo y de las “numerosas” problemas que tienen todos en sus desdichadas vidas, mientras corregimos esa pronunciación e intentamos que la “t” suene más a “t” y menos a “ch”, o les decimos que uno no “realiza que no ha hecho su tarea” y mucho menos se queda “embarazado de vergüenza”.

Y toda la actividad que implica, todo el ajetreo de entrevistas, tutorías, clases, exámenes, compañeros, correcciones, evaluaciones y alguna que otra disputa se me terminan y sé que lo voy a extrañar, sé que echaré de menos esa dinámica que, muy por encima de libros e investigaciones, ha hecho que esta experiencia me haya sabido a gloria.

Quizá por todo ello no dejaba de escuchar aquella vocecita, camino a casa, que me insistía al oído y en voz baja en que hemos tenido mucha suerte, una que ni nos merecemos ni nos terminamos de creer del todo.

lunes, 2 de junio de 2008

Cinefórum (10)


¿No les ha ocurrido a veces estar viendo una película y pensar: “qué rabia no ser el espectador adecuado, porque de lo contrario estaría dando saltos en la butaca.”? Que yo recuerde, a mi me ha ocurrido con dos sagas, El Señor de los Anillos (nunca he sido devoto de los libros ni de los elfos, pero las películas me parecieron soberbias), y por supuesto con El padrino (los mafiosos me interesan menos que una conferencia sobre economía, pero qué grandísimas obras, sobre todo la segunda).

Y ahora, que me encuentro buscando inspiración para mi próxima acampada veraniega, me he topado con una película de nombre tan largo como farragoso: Una serie de catastróficas desdichas, de Lemony Snicket. Protagonista: Jim Carrey, que firmó después de que Johnny Deep rechazara el papel principal al enterarse de que Tim Burton había abandonado el proyecto. La verdad, con semejantes mimbres poco cabría esperar, y sin embargo, qué grandísimo rato he pasado, aunque todo el tiempo pensando –eso sí- que era una gran película que no iba destinada a un espectador como yo.

En este caso la explicación es más fácil que en el caso de los orcos o los sicilianos: es un filme de carácter infantil-juvenil (más lo segundo que lo primero, me temo). Pero aunque Burton no la firma, si me dicen que la dirigió él me lo creería. Desde luego, el director Brad Silberling ha copiado, con meticulosidad de manual, todos y cada uno de sus rasgos más clásicos, especialmente a nivel de diseño, estética e iluminación.

La película es coherente en la oscuridad gótica tanto de la imagen como de la propia historia, ya que narra las desventuras de tres huérfanos que caen en manos de su despiadado tío, el Conde Olaf (Carrey), un maniaco homicida que buscará cualquier estratagema posible para heredar la fortuna que ha recaído sobre los querubines.

Dicho así puede sonar a horror-movie, pero en cuanto aparece Carrey el único horror que queda es el destinado a sus detractores (qué momento cuando imita a un dinosaurio, qué momento). En honor a la verdad debo decir que, en esta ocasión, el actor está mucho más comedido y controlado que de costumbre. Además, el personaje le va que ni pintado, pues el tal Olaf es un actor malísimo (qué ironías de la vida), que se disfraza de los más variopintos caracteres para engañar a sus sobrinos.

Y si Carrey está desternillante en todo momento (imitaciones jurásicas aparte), no menos acertada está Meryl Streep en su papel de tía neurótica o incluso Jude Law, fenomenal como narrador (ahora entiendo yo por qué las encandila a todas: dichosa voz hipnótica que tiene, el muy bribón). En cuanto a los niños, cumplen, que es lo imprescindible en estos casos, y bastante hacen con poner cara de póquer ante las barrabasadas de su tío .

Por otro lado, al buen hacer de la producción y los actores se suma un guión que, dentro de sus posibilidades, resuelve con bastante oficio el enlace de las novelas en que está basado, creando una estructura teatral en tres actos sencilla, pero efectiva. Hay un par de desajustes que no terminan de convencerme, pero de nuevo, aprecio más el esfuerzo que supone unir a semejante elenco artístico y técnico (fenomenales, como siempre, los efectos de la Light & Magic) que dos simples detalles que no empañan el estupendo sabor de boca final.

A aquellos ochenteros trasnochados que no dejan de dar la paliza con las “míticas” Goonies, La historia interminable y compañía, yo les diría que se dejasen de horteradas y le dieran una oportunidad (a este paso ya con sus hijos presentes, pero en fin), a esta película curiosa e inteligente. Una cinta que cuenta, por si todo lo anterior no fuera suficiente, con una banda sonora maravillosa obra de Thomas Newman, la guinda de un pastel tan distinto como especial (desde ese comienzo burlesco con el elfo de plastilina, tronchante, hasta los mismísimos títulos finales de crédito, una verdadera joya de la animación).

Puede que Una serie de catastróficas… no sea una obra maestra, pero a mí me parece que es, de largo, la mejor película del género en estas últimas décadas, una cinta cuidada y llena de detalles que la hacen sobresalir con notoria diferencia por encima de la media (y como me pasó con la patochada de Star Trek, estoy dispuesto a batirme en singular duelo con quien pretenda convencerme de lo contrario, por mucha varita mágica, animación digital “pixariana” o cualesquiera arma alternativa que esgrima para ello).




(P.D: Pensaba hacer este último cinefórum sobre Indi 4, pero comprenderán que (atención: spoiler) después de ver al héroe de mi infancia sobrevolar el área 52 en una nevera, a raíz de una explosión nuclear (¿?), no tenga muchas ganas de quemarme -no como él, por cierto-. Qué inmensa decepción…)

domingo, 1 de junio de 2008

Aquello y aquellos que no extrañaré.


Me decía una vez el escritor Ramiro Pinilla, en una entrevista, que llega una edad a partir de la cual es difícil cambiar la personalidad en lo esencial, que ni el conocimiento de nuevas culturas, países o personas modifica apenas nuestra forma de ver y sentir el mundo. Y por más que yo le insistí en que para mí no era así, que estos últimos años de viajes y experiencias me han vuelto irreconocible en muchos sentidos, no hubo forma de hacerle cambiar de idea (“es que tú ahora eres joven”, me decía, “pero date unos años y comprobarás la verdad de lo que digo”)

Pensaba esto el otro día cuando mi buen amigo Francis me preguntaba qué echaría de menos dentro de un tiempo, cuando recuerde este año en Chicago. Resulta significativo que lo primero que me vino a la cabeza fuera todo lo contrario, es decir, lo que no extrañaré cuando me vaya y que, curiosamente, creo que es lo que más me ha cambiado.

Con diferencia, el caballo de batalla más importante ha sido el clima de esta ciudad. Bromas aparte, el pasar semanas enteras rondando los veinticinco grados bajo cero es algo que termina minando la moral del más paciente, por mucho trabajo u obligaciones que lo retengan a uno dentro de casa. Es un frío intenso, penetrante y que dificulta llevar una vida normal durante meses; algo que, por suerte, yo desconocía hasta ahora y que no echaré de menos en absoluto.

No sé si antes o después del anterior habría que mencionar un sentimiento bastante arraigado y generalizado de inseguridad, al menos en la zona en la que vivo. Yo estaba acostumbrado a caminar por la calle sin mirar hacia atrás cada cierto tiempo, no solía evitar el cruzar a través de parques y jardines, y qué decir del ojo pendiente en el coche de policía o en el próximo poste de aviso, o de hacer lo posible por no estar fuera más allá de ciertas horas (bastante tempranas dentro de esos usos, debo añadir). No creo que sea negativo haber aprendido cierta cautela, porque ésta parece recomendable en cualquier gran ciudad que se precie, pero nunca me he terminado de sentir cómodo con esa espada de Damocles que ha afectado a no pocos amigos y conocidos míos, y de la que, por suerte, yo no he vivido más que algún episodio aislado y sin importancia.

Tampoco extrañaré esta sensación de extranjería que acarreo desde el mismo día en que llegué. Dicho así suena un poco radical, e incluso paradójico, teniendo en cuenta que estamos hablando de una sociedad plural, donde el 35% de la población es afroamericana, el 30% caucásica, el 28% latina y el 5% asiática, así que uno no debería sentirse ni aislado ni integrado, porque aquí lo que predomina es precisamente la variedad. Sin embargo, y por mucho que los carteles estén en inglés o en español, por mucho que uno escuche hablar en su idioma cuando va por la calle no es igual, no es lo mismo que estar en Madrid y que te invada en todo momento la sensación familiar que nos proporcionan los espacios donde estamos acostumbrados a movernos. Y aunque mi gran amigo Pedro diga misa celestial sobre el punto de referencia, yo me temo que ya lo tengo demasiado arraigado en otro lugar, y eso es algo que no sé si llegaría a cambiar con el tiempo.

Dejando a un lado nieves, tiroteos e inmigraciones, (quizás lo más señalado dentro del apartado negativo o mejorable), el resto son detalles que ni mucho menos empañan un año fabuloso en casi todos los sentidos. Entre esos detalles negativos destacan ciertos personajes que parecen sacados de una película de Terry Gilliam: el vecino con pinta de psicópata que al coincidir en el ascensor se pone nervioso y tiembla como si le fuera a dar un ataque de nervios previo a la masacre, o ese otro que duerme de día y vive de noche, y que no parece conocer lo que es el jabón (o similares). Y cómo olvidarse de esas entrañables recepcionistas de la residencia, que ni te miran cuando les preguntas cualquier duda y que te hacen bien patente que estás entorpeciendo la felicidad en que vivían antes de tu intromisión.

Me dijo una vez una compañera de aquí que los españoles, al salir de nuestra tierra, sólo necesitábamos un par de minutos sobre el Atlántico para empezar a hablar de las excelencias del jamón serrano, de nuestra madre y del sol de España. Estuve a punto de sugerirle que me hiciera una presentación en clase, porque el comentario está muy en la línea investigadora y bien documentada de mis estudiantes. No obstante, sí que es cierto, al menos en mi caso, que estar aquí me ha hecho valorar más una serie de aspectos de la realidad en que vivía, como ese sol tan necesario para mí, la sensación de una cierta seguridad y, no menos importante, el hecho de sentirme en casa. Es algo que aquí la gente no considera imprescindible o importante (y, en algunos casos, ni siquiera deseable), y por mucho que lo intento, yo no consigo entender que así sea.

Quizá es que, como decía Ramiro Pinilla, yo me traía el chubasquero puesto ya en septiembre y la lluvia (o la nieve) de Chicago ha caído sobre mí sin mojarme, sin modificar, en lo esencial, esa personalidad que a lo mejor no era tan cambiante como yo pensaba.

sábado, 31 de mayo de 2008

Ars Loquendi.


Mantuve el otro día una charla con un paleontólogo de Buenos Aires, un “porteño”, como se definió él mismo, y pude comprobar, una vez más, cuánta razón tenía José Ingenieros cuando dijo aquello de “argentinos, a las cosas.”

Y es que, qué manera de dominar el arte de la conversación tenía aquel hombre, qué forma de gesticular para enfatizar sus palabras, qué solidez en sus argumentos, pero sobre todo, con qué fluidez tan soberbia se expresaba, como si las palabras “nomás” brotasen como el agua de una fuente, con la misma sencillez y naturalidad.

Tanta sorpresa y admiración, no obstante, no fueron impedimento para entrar en una serie de temas sumamente delicados. Entre ellos, hablamos del objetivo de su investigación, que lo ha traído desde el Museo de Historia Natural de su ciudad hasta aquí para examinar unos restos que, en teoría, deberían estar allá. Me contó cómo las expediciones norteamericanas habían realizado un auténtico expolio paleontológico a lo largo de los años 30 y 40, trayendo a sus museos piezas en verdad valiosas con el pretexto de que “ya las devolverían una vez estudiadas”, una promesa que vio cómo iban pasando los años si que nada sucediera de todo lo dicho y hablado entonces.

Se da la circunstancia, paradójica como tantas otras cosas en esta sociedad, de que esos mismos museos que antes expoliaron ahora becan a investigadores de dichos países para que puedan consultar en Estados Unidos aquellos fósiles, vasijas, restos arquitectónicos o lo que sea que se llevaron entonces. Y en ésas estaba él.

De ahí pasamos al choque cultural, a ese contraste que, incluso para un hombre maduro supone llegar a una ciudad como esta y darse cuenta de lo aldeano que parece todo al lado del distrito financiero, con esos rascacielos que desafían la gravedad y ponen a prueba nuestra capacidad de asombrarnos. "Algo harán bien los estadounidenses para estar donde están, digo yo", señaló, antes de contarme que parte de su familia había tenido que exiliarse durante la dictadura, y que se habían adaptado a las formas de vida norteamericanas con una facilidad pasmosa, precisamente por la fe en valores tan apreciables como el mérito del trabajo o el premio a la constancia y el esfuerzo.

También tuvimos tiempo para tratar un tema que a mí siempre me ha llamado bastante la atención aquí, como es la ausencia de un modelo familiar claro. “No hay un sentimiento fuerte de familia”, me dijo mi interlocutor, “aquí en seguida vuelan del nido, emigran, no quieren saber nada de sus papás ni de sus mamás, y cuando los ven de pascuas a ramos, en Navidad o cuando sea, no saben siquiera cómo comportarse porque han perdido el referente, el lugar que ocupaban. Están todos tan preocupados por el trabajo, por el carro y por el piso que se olvidan, simplemente se olvidan y luego no hay forma”.

Es cierto. Yo no recuerdo una sola conversación o ensayo donde mis estudiantes o amigos nativos me hayan hablado de su familia, de sus veraneos con los primos o de sus abuelos, siquiera. Los que sí lo han hecho eran asiáticos, latinos o europeos que no llevan demasiado tiempo aquí, pero el resto a lo sumo te menciona el trabajo que desempeña tal o cual progenitor y poco más, como si sus padres fueran médicos o ingenieros antes que padres, como si su cuenta corriente los definiera mejor que su paciencia o su bondad, que su capacidad de escuchar o las lecciones que de ellos aprendieron.

“No hay tales lecciones por una simple cuestión de tiempo”, me comentaba, con aire algo sombrío, mi amigo: “Ni siquiera llegan a apreciarlo. ¿Cuándo vas a valorar la familia si te alejás de ella cuando estás empezando a ser maduro y, por tanto, eres ya capaz de apreciar esos sacrificios que nadie más va a hacer por ti? Nunca, no lo valorás y entonces luego cómo pretendés ser un padre para tus hijos, es imposible. Mirá, yo siempre que me veo en una situación en que tengo que actuar como padre lo primero que hago es tirar de archivo, y pensar en el referente que me dejó el mío. Y luego ya decido, pero siempre se produce esa primera operación, inconsciente, que vos ni te das cuenta pero ahí está. Y luego además están los tíos, y los abuelos, claro, y todo el clan que andá pendiente; aquí eso no es igual, cada uno va más a lo suyo, a sus cosas de cada día y punto.”

Cuando nos despedimos era ya tarde, porque se nos había pasado la cena volando como una flecha, que dicen los ingleses. Menos mal, pensaba yo de camino a la habitación, que el espíritu de Ingenieros predomina por estos lares, porque de lo contrario me veía yo convertido en un porteño de los que hacen época.

martes, 27 de mayo de 2008

De indignaciones, delirios y esperpentos.


Llevo varios días queriendo tratar el tema de ETA en esta página, pero no terminaba de encontrar ni el tono ni la claridad en los argumentos. Suele suceder cuando se juntan dos factores: primero, que el tema es lo suficientemente espinoso como para arredrar al más valiente; segundo, y no menos importante, que a uno le faltan lecturas y experiencia en el terreno como para lanzarse alegremente al ruedo de la opinión.

Todo ello me ha llevado a secundar las palabras de un periodista que me han parecido, de entre la maraña de publicaciones y noticias, las más claras, lúcidas y contundentes que he escuchado en mucho tiempo. Pertenecen a un hombre que yo considero íntegro, aunque entiendo que desde otras posturas ideológicas se pueda cuestionar esto último. Ahora bien, en el asunto del terrorismo espero que esas ideas políticas puedan quedar a un lado para afrontar un tema que nos une a todos (o debería unirnos) en la indignación:

"Es necesario indignarse una vez más, aunque estemos ya cansados de indignarnos. Y es necesario precisar una vez más la naturaleza de esa indignación, aunque las palabras estén gastadas y parezcan vacías. Indignarse contra ETA, naturalmente, pero hacerlo al mismo tiempo con las decenas de miles de vascos que les apoyan. Curioso grupo humano éste. Vive en el corazón de la Europa próspera, amparado por las normas legales más avanzadas que el hombre haya inventado; pertenece a una comunidad con instituciones y símbolos propios y con un régimen económico exclusivo; cuenta con una excelente red de servicios sociales y opera en la vanguardia industrial y tecnológica; dispone de sus propios medios de comunicación y educa a sus hijos en su lengua vernácula... y quiere más.

Por supuesto, tiene derecho a querer más. Lo que le convierte en grupo humano extravagante, anacrónico y ridículo no es que quiera más, sino que haya llegado a creerse una víctima y que se comporte, hable, clame como representante de un país perseguido. Sus cachorros más jóvenes incluso visten como ven que visten en las tierras desesperadas por la injusticia, hacen el gamberro, se sueñan en la Intifada y deliran que están en Gaza. Así se dan importancia y luego se van de vinos y, después… ¡a cenar! ¡Qué manera de ofender a los pueblos oprimidos de verdad! Y pensar que esta monumental pedantería les lleva a asesinar… Es tan grotesco que crean estar viviendo una situación política límite, de vida o muerte. Lo urgente en Euskadi no es el derecho a decidir, es decidir que esta vergüenza debe terminar.”

Iñaki Gabilondo, “La opinión”, 14 de mayo.

domingo, 25 de mayo de 2008

Agua y cristal


Cuaderno de bitácora: a día de hoy, 24 de mayo de 2008,
la primavera sigue oficialmente desaparecida.
Las aguas, como los vientos, permanecen tranquilamente frías.



A las aguas de este lago Michigan iban a parar
los desperdicios de toda una ciudad que después se los bebía.
Pienso que aquí están todos locos,
empezando por el que regula la temperatura.
Mi compañera de barco me sugiere alzar la vista,
que me estoy perdiendo las explicaciones del guía, leñes.



Entramos en el río, donde aseguran que ahora mismo
hay cuarenta especies distintas
de peces, tortugas y demás fauna silvestre.
Me pregunto si también están de acuerdo
con la ausencia de toxicidad,
pero deben estar en huelga,
porque no hay rastro de ellos.
(De vida tampoco,
pero eso el guía no lo aclara).



Los bloques de piedra, cemento y cristal
desfilan a diestra y a siniestra.
Nos cuentan que Tom Cruise vivió en uno de ellos.
Qué interesante.
Me pregunto si Tom sabe algo
acerca de peces tóxicos y aguas heladas.
Me pregunto si Tom sabe algo.
Me respondo que no.



Un tipo ha pagado 27 millones de dólares
por vivir en lo alto del edicio Trump.
Un jugador de béisbol compró por 20 millones
cinco condominios contiguos.
La Torre Sears de Chicago
mide más de 442 metros
y tiene 108 plantas
En el río habitan más de 40
especies tóxicas de peces
y tortugas chicagoanas.
Tom Cruise no sabe nada,
pero dudo que le importe.
A mí que me registren.





Bajamos a tierra.
La mitad del pasaje está boquiabierto.
El resto está demasiado mareado,
así que mejor que no se asombren.
(Sólo por si acaso.)
Es reconfortante pisar tierra firme
después de hora y media
de agua y cristal
y tantos millones gastados.




Dicen mis amigos de ir a comer,
y yo accedo, pero pensativo
a más no poder.
Sigo sin entender qué hicieron
con todos los restos tóxicos
antes de declarar el lago zona limpia.
¿Se los bebieron?
Eso explicaría muchas cosas de este país…







(Visita al lago Michigan, 24/05/08. Temo que, a tenor de la presente entrada, el Trastorno Afectivo Estacional esté haciendo estragos en mis carnes.)

miércoles, 21 de mayo de 2008

El hombre del traje gris.


Cuentan que el hombre del traje gris entró aquel lunes en su despacho con un aspecto aún más sombrío que de costumbre. Los que lo conocían bien, que no eran multitud, se percataron enseguida de que allí ocurría algo extraño: no es sólo que sus zapatos ya no fueran negros, como no era ya blanca su corbata, o que los puños de oro de la americana, el pañuelo rojo junto a la solapa e incluso el brillo del bombín se hubieran decolorado hasta adquirir la misma tonalidad gris pálida del traje.

Era algo más que eso. Como no estaban acostumbrados a fijarse en él, otros detalles pasaron también desapercibidos: el pelo había encanecido por completo, la barba se había vuelto de un gris plateado y hasta sus ojos, antaño escogidos en la vena del océano, eran ya únicamente reflejo de dos tristes cúmulos que anunciaban inminentes lloviznas. Todo en el hombre del traje gris hacía honor a su principal vestimenta, la misma que se arrastraba por salas y pasillos como un ánima espectral.

Nadie le preguntó porque, a fin de cuentas, a nadie le interesaba en realidad. Cada cual volvió pronto a sus quehaceres, mientras la normalidad volvía a adueñarse de sus mentes y proyectos, y los sumergía en ese punto indefinido entre el sueño y la vigilia. Y el hombre del traje gris, como cada día, se metió en su oficina y se dedicó a su labor sin decir una sola palabra.

Apiló sus papeles reciclados uno a uno, tomándose su tiempo. Bebía un sorbo de té, sólo uno, al terminar cada carpeta, y luego preparaba sus tareas con la disciplina que da la rutina, con la absoluta tranquilidad de quien nada espera del nuevo día, porque en el fondo éste no iba a ser distinto del ayer o del mañana. Y dejó, como siempre había hecho, que las horas transcurrieran lentamente, que el reloj fuera marcándolas entre aromas de aquel té que expiraba por momentos.

De pronto, un papel cayó al suelo, una hoja de entre tantas que sus manos apilaban, una a una, con esmero y con paciencia. Y al cogerla posó el gris de sus ojos sobre el envés arrugado, vio la firma del autor y hasta el motivo del escrito, y a pesar de que el grisáceo estertor que anidaba en sus pulmones parecía incapaz de animarlo a la lectura, se dejó llevar por la primera de las líneas, que decía:


Abrí los ojos y vi que otro mundo era posible,

quizá ya no para mí: para mis sueños intangibles.


Intrigado por aquel descubrimiento, se levantó y abrió puertas y ventanas, esforzándose por ver lo que decía aquel pliego. Mas por mucho que mirase con los ojos bien abiertos nada nuevo aparecía ante él, y la tristeza comprobada de que aquello era un verso y otro verso pronto se apoderó de su ánimo, desvanecido del esfuerzo.

Se sentó en su silla desplomado, frente a su vieja Olivetti, pensando que aquello había sido una tremenda pérdida de tiempo: tenía tanto que hacer que se sintió ridículo por un instante, avergonzado y con el ánimo dispuesto a reemprender su trabajo. Y así lo hizo, sin dudarlo.

Sin embargo, cuando comenzó a teclear se dio cuenta de que repetía los dos versos, aquello de que “abrí los ojos y vi que otro mundo era posible, quizá ya no para mí: para mis sueños intangibles”, y cuál no sería su impresión al comprobar que aquellas letras no eran negras sobre blanco, sino turquesa y esmeralda, escarlata y cian; era verde con aromas a bermejo, y granate fluorescente que adornaba los ribetes de las íes y las oes.

Se dio cuenta, asombrado, de que sus grises pantalones estaban manchados de cobalto, impregnado todo él de la camisa a los zapatos, y la barba encanecida era ahora de pistacho, de carmín eran los brazos y de celeste sus manos. Y si al principio se asustó de aquel festín inesperado, pronto fue un lienzo consagrado a la pintura de aquel genio dibujante, ese enigmático tarado que hacía de él caballo verde de los astros, y danzó y danzó a lo largo y ancho del despacho, impregnando las paredes de la tinta y de sus cantos. Y por primera vez, el hombre del traje gris dejó de serlo.


*


Cuentan que fue una secretaria la primera que lo encontró, pasadas ya las nueve menos cuarto. Abrió la puerta y preguntó “¿se encuentra bien, don Eduardo?”, para luego verlo ahí, de espaldas, enigmático. Y al acercarse y verlo inerte, la cabeza sobre un brazo, no supo si gritar o si reírse como él, con aquella sonrisa que empezaba en sus dientes y terminaba en el azul marino que, hacía ya sesenta años, alguien escogió de la vena del océano.





miércoles, 14 de mayo de 2008

Cinefórum (9)


El cine lleva buscando desde sus inicios la fórmula para construir un relato en imágenes que cree una atmósfera inquietante, que provoque tensión, terror e intriga a partes iguales. Sin embargo, no han servido ni vampiros, ni pájaros ni monstruos, desde aquel Nosferatu en blanco y negro, pasando por hijos traumatizados que regentan moteles (algún día alguien me explicará, espero, la gracia de esa película), hasta llegar a las últimas y sofisticadas historias japonesas para no dormir: yo creo que es imposible dar miedo de verdad, cuando no provocar horror o siquiera un ligero pánico con una cinta. A lo sumo, muchas de estas películas logran dar un susto, te ponen mal cuerpo con alguna que otra víscera, pero poco más.

Lo digo sin paliativos: es un fracaso absoluto del séptimo arte, teniendo en cuenta que el género de la comedia ha rendido tan buenos frutos, o el de aventuras, (y qué decir del dramático o el romántico, e incluso el infantil). En todas estas categorías existen obras maestras indiscutibles, diez o quince películas que todos tenemos en mente, pero en cuanto nos ponemos la capa y los colmillos no hay forma de ponerse de acuerdo, porque ni siquiera somos capaces de encontrar un solo tuerto en ese país superpoblado de ciegos. (Un ejemplo: ¿El exorcista es una maravilla, o más bien una soberana memez?)

No obstante, dentro de este cajón de sastre hay un sub-género que a mí me parece de lo más destacable, iniciado (como siempre) por la literatura con la excelente Otra vuelta de tuerca de Henry James, entre otras muchas, y que ha originado algunas de las cintas más decentes que recuerdo en este ámbito (entre ellas The innocents, de Jack Clayton, la mejor con diferencia, y hace sólo unos años Los sin nombre o Darkness, de Jaume Balagueró: dos pequeñas joyas).

Hace poco tuve ocasión de ver la reposición de una cinta española, El orfanato, de un tal Juan Antonio Bayona (curioso el fenómeno de los directores noveles, que salen hasta debajo de las piedras. De los que no hay ni rastro es de los que quieren dirigir su segunda película, que ya cobran más, imagino: y si no, ¿dónde está Juan Carlos Fresnadillo, aquel genio de Intacto? Pues al parecer en Inglaterra, dirigiendo bobadas de zombies porque en su tierra no le contrata nadie).

Volviendo al tema, con El orfanato tuve unas sensaciones similares a las que me produjo la sobrevalorada Los otros, de Amenábar, quizá por lo común de los elementos: una casa enorme, noble y llena de polvo; una atormentada dama con aires de princesa ajada; varios niños fantasmagóricos, demasiada oscuridad y muchas, muchísimas trampas de guión (elipsis, lo llaman ellos: qué valor). En ambas hay ancianas con cara de estreñimiento, personajes secundarios la mar de misteriosos (e innecesarios: el marido de la Kidman en Los otros; aquí Geraldine Chaplin, en el papel de una médium metida con calzador y sin venir a cuento), y un desarrollo que, por sus propias limitaciones, juega demasiado con la paciencia del espectador: planteamiento plomizo de casi una hora, y a partir de ahí un lentísimo desarrollo en el que se nos da la información con cuentagotas entre pistas falsas, hasta el atracón de los últimos minutos con giro final totalmente (in)esperado.

Demasiados tópicos, en definitiva, demasiados lugares comunes como para sorprender lo más mínimo. Y si al menos en Los otros uno tenía la suerte de disfrutar con un buen diseño de producción, una ambientación cuidada y un cierto gusto cinematográfico, en esta otra todo parece más limitado y pequeño, como si El orfanato fuera el hermano pobre de la anterior.

Pero, con todo, este tipo de películas le da ciento y raya a la galería de infames sub-productos con que nos obsequian desde todas partes del globo para amedrentarnos (porque aquí no vale decir lo de las americanadas, lo lamento). Las películas de casa encantada, por lo general y salvo excepciones (ay, esa escena de la ambulancia, qué gratuita) cumplen algo que las otras jamás podrán ni soñar, aun con todos sus códigos y repeticiones: entretener, crear una cierta atmósfera, sugerir y hacer disfrutar.

Que luego veamos venir el truco de lejos, que no nos asuste tanto como prometía o que los finales nos dejen algo fríos, es, hasta cierto punto, perdonable. En el caso que nos ocupa, sólo por ese instante en el que Belén Rueda se dedica a jugar al escondite inglés con los espectros, dos minutos de pura angustia, El orfanato se merece un buen visionado. (Con la luz apagada y la puerta entreabierta por si sopla algo de aire, sólo faltaba.)

martes, 13 de mayo de 2008

La ira de Zeus.


Restalla en la noche el rey de los cielos
y desata rayo a rayo su furia,
agotado el catálogo de injurias
con que antes inició nuestros desvelos.

Sólo un brillo es ajeno a la tormenta,
una luz que alza el vuelo en medio hostil
y que avanza amparada en el marfil
de las alas del recuerdo que ostenta.

Viaja más allá del tiempo y espacio,
allí donde la vigilia y los sueños
cohabitan en el mismo palacio.

Sólo entonces descansa, ante unos dueños
cuyos ojos se cruzan en prefacio
de ese amor que es heroico ante los truenos.

lunes, 12 de mayo de 2008

La originalidad (práctica)


Recordaba yo las palabras de las embajadas inglesa e italiana acerca de la posibilidad de crear elementos nuevos y originales a partir de otros conocidos mientras caminaba por el bulevar de Las Vegas, un sitio plagado de retales y reproducciones de los monumentos más característicos de ciudades como Nueva York, París, Roma o El Cairo.




Esta ciudad, fundada en el siglo XX como vía de escape de una sociedad puritana hasta extremos surrealistas, se creó con un único objetivo: producir pingües beneficios a costa de una sofisticada red de casinos, restaurantes, espectáculos y prostíbulos. Codicia, gula, pereza, lujuria… parece que el mismo Belcebú hubiera diseñado los planos de esta suprema horterada, por la que pasean a diario cerca de dos millones de habitantes que viven de, por y para este entramado del vicio (o, como dicen sus eslóganes, del entretenimiento.)



Sea como fuere, cuando uno ha tenido el privilegio de pasear por el foro romano o por los campos Elíseos, eso de ver tal amalgama de sucedáneos de referentes culturales y arquitectónicos es para echarse a temblar. Nada del esplendor de los siglos pasados, aquí lo único que brilla al calor del sol de Nevada es el cartón piedra que mezcla sin orden ni concierto la Torre Eiffel, el Taj Mahal, el Coliseo, el David de Miguel Ángel y la Pirámide de Keops con la Estatua de la Libertad delante de una montaña rusa que está junto al castillo de Disney, todo bien revuelto y aderezado, por si fuera poco, por una parafernalia publicitaria que va desde la Coca Cola a la última aventura de Indiana Jones, sin olvidarnos de lo último en ropa interior femenina o el inminente show de un mago con cara de haber vivido demasiado tiempo en Las Vegas.



Resulta curioso que, sin embargo, los aborígenes te saquen pecho cuando les preguntas por todo esto y te digan que su ciudad es el colmo de la originalidad, un paraíso inigualable donde vale todo, como en carnaval, donde cualquiera tiene cabida por muy estrambótica que sean sus ideas, proyectos o personalidades. Muchos tienen el convencimiento de vivir en un paraíso, y cuando les mencionas de pasada, y sin ofender, la superficialidad inherente de todo ello, te responden que lo estás viendo con los ojos del prejuicio y que no tienes ni idea de lo que se cuece aquí.



Cambiamos de tercio y de pregunta, pues, y al cabo de un rato nos enteramos de que esta ciudad, a la que algunos llaman The Hole, (el agujero), tiene la virtud de fagocitar a todo aquel incauto que se deje caer por un casino y le hagan los ojos chiribitas con las luces de las máquinas tragaperras. Gente que ha venido a pasar un fin de semana con los querubines han repetido, ya sin niños y a veces hasta sin mujer o sin marido, para comprobar hasta dónde llegaba la suerte que anunciaba el primer dólar ganado, la posibilidad de hacerse millonario sin dar un palo al agua (o moviendo una manecilla arriba y abajo, que tanto da), hasta darse cuenta, años después de que semejante sueño (por llamarlo de alguna manera) había devorado su sueldo, trabajo, mujer o marido y hasta querubines.



Pero ni siquiera eso parece afectar a los indígenas (“en realidad eso de la ludopatía no es tan común”, “sólo le pasa a unos pocos”, “aquí la gente es súper normal” (sic)), muy orgullosos del lustre envuelto por un desierto que devora el asfalto a más de 45º durante meses enteros. Para combatir tan asfixiante calor, la ciudad está plagada de pasillos subterráneos y túneles, única forma de evitar un sol de justicia que se mezcla entre el gentío, por ese mismo bulevar por el que caminábamos todos, algunos atónitos y otros encantados de la vida y de haberse conocido.



Pero sobre todo, la imagen que queda en la retina es la ostentación del lujo por parte de todos los participantes de este circo en forma de ciudad: limusinas, hoteles, trajes, zapatos, joyas, relojes, pulseras, anillos… Parece como si fuera una competición para ver quién tiene más y mejor, pero más importante aún, para ver quién lo luce con más elegancia, garbo y estilo, que a fin de cuentas para eso hemos montado semejante belén saturado de palacios de Herodes y borregos, millones de felices, aletargados y glamourosos (aunque súper normales, eso sí) borregos.