miércoles, 30 de abril de 2008

Primavera que no llega.


Señora Spring, me trae usted de cabeza.
Hace tiempo que la espero impaciente
y no es sólo que crea que me miente
sino que el verme le da hasta pereza.

¿Qué es lo que hay aquí que tanto odia?
¿Por qué ese permanente rostro frío?
¿Para cuándo el final de tanto hastío
que sólo nos conduce a la salmodia?

Me siento Penélope en su odisea,
tejiendo día y noche la esperanza
de verla subir al palco de platea

y explicarle al público su tardanza,
intentando apaciguar la marea
que no entiende esta ausencia de mudanza.


Victorioso y sonriente.


Benjamin Hollow se levanta cada mañana a las seis en punto. Le cuesta una barbaridad, pero es la única forma de obligarse a dormir temprano, de no gastar las horas de la noche jugando a los videojuegos y robándole horas a un sueño precioso. Apenas desayuna, una taza de té le basta para salir de la residencia a toda prisa y tomar el autobús. Siempre puntual, el Central Lake nº 1 lo lleva desde el impresionante edificio en el que vive, frente al Lake Shore Av., hasta el campus de la universidad de Chicago, ocho bloques de distancia en apenas cinco minutos.

Todas las mañanas de aquel curso piensa lo mismo al verse reflejado en el cristal, mientras el paisaje urbano desfila a su lado: echa de menos California, extraña la arena de sus playas y el calor de su gente cada día de este 2008 plagado de nieves, lluvias y viento. Jamás habría podido imaginar que Chicago fuera tan terrible como le había dicho su abuelo, que estudió aquí durante su juventud, apenas cumplida una mayoría de edad que es justo la edad de Benjamin o de Ben, que es como le conocen todos.

Tiene seis horas de clase por delante, tres horas más de laboratorio, una buena sesión de lectura en la biblioteca Regenstain y apenas media hora de descanso para comer, quizá algo rápido en la cafetería de Cobb, en el Center of Study Languages, donde intenta ponerse al día con un español que aún sigue sonándole macarrónico. Lo que más aborrece es la clase de química, porque tiene una profesora que parece disfrutar más de la compañía de las probetas que de los seres humanos, todo lo contrario que él, siempre dispuesto a la broma, a crear un ambiente distendido y a ponerle una sonrisa a ese clima que termina por congelar hasta el más templado de los ánimos.

Lo bueno que tiene hablar otro idioma es la posibilidad de desinhibirte, de despreocuparte de cómo suenas, de intentar expresar todo cuanto tienes dentro con apenas unos pocos recursos. Algo parecido, en el fondo, a lo que tiene que hacer los miércoles en sus ensayos de teatro, cuando se pone máscara tras máscara para interpretar a los más variopintos personajes. Allí, en el Reynold’s club, es donde se reúne casi todo el mundo para tomar algo, jugar al billar o preparar la próxima fiesta. Este sábado una de las fraternidades organizará una buena, eso le han comentado, y a tenor de lo que ocurrió la última vez no piensa perdérselo (aún recuerda el acento intenso de aquella chica francesa, y la humedad del beso en mitad de aquel estruendo de música y gritos de júbilo).

Pero Ben no tiene tiempo de pensar ni siquiera en eso, porque los martes toca fútbol, otra de esas pasiones que cultiva cuando dispone de algo de tiempo libre, y allá que va con sus pequeñas botas, dispuesto a ponerle una nueva sonrisa a todo aquel que le toma el pelo cada vez que falla una ocasión (y no suelen ser pocas), a correr de una lado para otro y dar rienda suelta a toda la energía que no puede liberar en el resto de la semana. Y le da igual que sea de noche, que haga frío o que el campo esté completamente embarrado, él sube, baja, se cae y se levanta siempre con la sonrisa puesta y con todas las ganas del mundo para exprimir al máximo cada instante de su primer año universitario.

Eso sí, cuando llega el momento, también sabe ponerse serio, especialmente en ese laboratorio en el que está empezando a descubrir lo mucho que ignoraba acerca de la estructura molecular. Y es fabuloso ese ambiente de trabajo donde cada elemento funciona como la pieza de un reloj, moviéndose al compás en una armonía sólo superada por la perfección de los instrumentos que está aprendiendo a manejar: las ruedecillas del microscopio, el condensador de líquidos y esa otra máquina giratoria que todavía no le dejan tocar porque le ven aún cara de niño y piensan que la va a romper a la primera.

Los días se pasan volando con tanta actividad, porque las clases suceden a los entrenamientos y estos a los ensayos, al laboratorio y a las fiestas que van jalonando meses llenos de nuevas experiencias. No hay semana que no conozca a alguien nuevo, que no mantenga una charla con una persona que ha recorrido miles de kilómetros para estar ahí junto a él, abriéndole ventanas a otras realidades, y se le hace la boca agua pensando en la beca Flag que le pueden dar para visitar un país de habla hispana (no le van a entender, cuenta ya con eso pero le da igual, porque sólo de pensar en la luz de Barcelona, Cuba o Buenos Aires se le ilumina aún más el rostro).

Por todo ello, cuando llega a casa, pasadas las once de la noche, Ben está tan cansado que sólo tiene ganas de cenar algo rápido y meterse en la cama. Su compañero de habitación ya lleva un rato durmiendo, y tiene por costumbre respirar tan fuerte que a Ben le costará conciliar un sueño tan reparador como merecido.

Justo antes de dormirse suele recordar las palabras de su abuelo, ese que recorrió hace décadas el mismo camino en la misma universidad, y que antes de despedirlo en el aeropuerto le dijo que lo envidiaba, que daría lo que fuera por recuperar el tiempo perdido, su juventud y aquella energía que antes derrochaba para acometer todas las empresas y salir, como hace ahora Ben Hollow cada día, victorioso y sonriente, (esto último marca de la casa).

domingo, 27 de abril de 2008

Citius, altius, fortius.


Volvía esta mañana de la biblioteca y he asistido a uno de los espectáculos más lamentables que recuerdo desde mi llegada a esta ciudad. En un campo de béisbol que hay anexo a la residencia de estudiantes se ha producido un incidente entre el entrenador de un equipo juvenil y uno de los muchachos, apenas un crío, al que ha reprendido con una crueldad infinita, hasta hacerlo abandonar el campo entre lágrimas y las miradas de indiferencia de sus propios compañeros.

Debían estar preparando un partido vital porque se les notaba la tensión a todos, las miradas compungidas y el nervio en cada gesto, en cada movimiento, en cada palabra agresiva que nacía del uno y era recibida con la rabia y la impotencia de quien se sabe en una posición inferior.

Importante, pero que muy importante debía ser ese partido, y ni aún así se explica que tuviera semejante repercusión esa bola fallada, una de tantas en un deporte en el que hace falta entrenar duro para golpearla como es debido, y que provocara semejante reacción en un hombre adulto y, supuestamente, mayor también en edad mental que ese chaval al que se acercó como si se lo fuera a comer vivo. Muy mal debía estar jugando, muy irritante tenía que haber sido cada uno de sus muchos fallos, y ni siquiera eso justificaría semejante tono pendenciero, chulo e impertinente.

Y todo por la pura y asquerosa competitividad, por ese miserable afán de ser siempre mejor que los demás, más que los del equipo rival y que el tuyo propio, en el caso de que hayas optado por compartir algo de tu gloria con otros pobres mortales, -porque también podrías agarrar una raqueta y partirte el pecho tú solo contra el mundo entero y así tu gloria sería aún más épica, más meritoria, si cabe-.

Y yo me preguntaba, atónito, que para qué, con qué objeto se deja uno la piel corriendo y entrenando, o empujando, agarrando, golpeando y maltratando a los otros, si al final toda esa supuesta gloria se queda en la nada del inframundo del deporte que no se ve ni se oye ni se conoce porque no aparece en las portadas de los periódicos, ni en los telediarios ni en Internet, para qué gastar horas y horas sudando, sufriendo y tomando bebidas isotónicas, si en el fondo te falta el talento, la fuerza, la velocidad o la altura suficiente para alcanzar esa décima de más, la frialdad a la hora del mate, la genialidad para clavarla por toda la escuadra o para batear como ocurre sólo en las películas, que es lo que parecía pretender semejante energúmeno de aquel crío.

Años enteros malgastados en campos de tierra o de césped artificial, en gimnasios malolientes que no acumulan tanto talento como sudor y sueños incumplidos, años enteros de una vida perdidos de la manera más lamentable por una estúpida e idealista visión de lo bueno y saludable que es el deporte, todo eso y más se tenía que estar preguntando ese muchacho al entrar en el vestuario, solo y sin equipo que actuara como tal y no como habían hecho minutos antes, ignorando por completo el sufrimiento de alguien cuyas lágrimas revelaban que, al menos hasta ese momento, todavía tenía ilusión por un deporte, por el deporte en general, por ese sueño plagado de pobres frustrados que lo único que hacen, lo único a lo que pueden aspirar, en realidad, es a convertir a todos aquellos que les rodean en personas tan tristes, enrabietadas y amargadas como ellos mismos. Qué vergüenza.

miércoles, 23 de abril de 2008

La luz al final del túnel.



Hay quien opina que conocer a un autor no es imprescindible para valorar debidamente su obra. Según esta teoría, El Lazarillo de Tormes se puede leer sin ninguna necesidad de conocer quién lo concibió (un genio, vaya por delante), y aunque no supiéramos quién es Rojas, o si le ayudó alguien más a redactar su inmortal Celestina tampoco pasaría gran cosa, en realidad, porque lo que interesa es aquello por lo que han pasado a la historia literaria, sus textos, los mismos que se leen desde hace siglos con igual pasión e interés.

Otros dicen, en el lado opuesto, que cuanta más información se tenga en mejor disposición estaremos para descodificar un texto literario. Conocer la vida del autor, sus preocupaciones, inquietudes e intereses nos proporciona datos interesantísimos para no hacer lecturas tergiversadas o simplemente erróneas. De este modo, determinadas claves, guiños biográficos o alusiones cobran pleno sentido cuando tenemos esa información de fondo, que nos permite controlar mejor nuestra interpretación y evitar que se nos aleje demasiado del propio texto.

Pensaba yo sobre todo ello esta misma tarde, mientras asistía a una triple sesión de teatro universitario que convocan cada miércoles en el Reynold’s Club, una tradición impulsada, fundamentalmente, por la dedicación e interés de un grupo de voluntariosos estudiantes.

La primera de las obras trataba, en dos actos, de la transición a la madurez en el sistema educativo norteamericano. Los personajes representaban tipos más bien arquetípicos (la niña pija y princesa, el obeso acomplejado, el gracioso, la sabelotodo irritante, el introvertido y la estrambótica hippie idealista, entre otros). Era una representación fresca y divertida, con unos diálogos que combinaban momentos brillantes (el gracioso era para mondarse), con otros que revelaban el grado de inexperiencia de su joven escritor, un antiguo alumno mío que tuve en otoño.

Tobías, que así se llama el estudiante en cuestión, era un muchacho apocado y tímido que apenas hablaba en clase. Cuando lo hacía se trababa la lengua, se avergonzaba y se callaba inmediatamente. Él mismo se dio cuenta de que necesitaba reaccionar, pero su timidez sólo le permitió solicitar horas especiales de tutoría para paliar sus carencias. Eso sí, le puso tal empeño que pronto pasó a estar al mismo nivel que el resto.

Aquellas clases particulares me permitieron conocer, además, a una persona sensible, con una capacidad de observación poco común y un gran sentido del humor, algo que jamás habría podido pensar de haber contado sólo con la imagen que él mismo proyectaba en clase.

Recuerdo que el último día que lo vi, el del examen final, esperó a que terminara para darme las gracias por el tiempo que le había dedicado. Se le notaba contento por su nota, que había ganado con todo el merecimiento, pero sobre todo porque con esa inyección de autoconfianza sabía que había entrado en la dinámica necesaria para afrontar otros retos en el futuro. Y me alegré mucho por él, porque el Tobías que vi salir aquella mañana poco o nada tenía que ver con el que entró el primer día de curso.

Recordaba todo esto en plena representación de su obra, y no podía evitar, desde esa experiencia de meses que compartimos, juzgar todo aquello bajo una perspectiva diferente a la del resto del público. Conste que no considero que una sea mejor que la otra, porque insisto en que esto es cuestión de gustos, pero yo no podía dejar de ver en el personaje introvertido una fiel reproducción del autor.

Todos los signos apuntaban a la importancia de dicho personaje, desde su situación central en escena a su papel en la obra, abriendo y cerrando siempre los actos, con más líneas y peso que el resto, y con la mayor carga de profundidad psicológica.

Mientras que los otros personajes representaban, con más o menos fortuna, los estereotipos ya citados, el suyo tenía un volumen superior y se le notaba lo autobiográfico, con la dosis de cariño y subjetividad que ello implica, por todas partes: pasajes enteros de la obra eran transcripciones literales de redacciones biográficas que yo mismo le corregí, donde me hablaba de su afición a las consolas, la vergüenza antes de pedir una cita a una chica, etc… Es curioso cómo nos dejamos ver cuando juntamos unas pocas palabras, el modo en que nos vaciamos y somos legibles para todo aquel que tenga ojos para ver, porque ahí mismo, en escena, estaba Tobías expresando su incertidumbre ante el futuro incierto que vislumbraba en su adolescencia.

Cuando terminó la obra y me acerqué para darle la enhorabuena, me lo encontré rodeado de gente que lo felicitaba, amigos y aspirantes a novias que lo encumbraban con sus besos y abrazos. Y verlo ahí, pletórico y exultante, fue como asistir al final del inexistente tercer acto de su obra, uno que seguramente dentro de poco incorporará a su texto sin que nadie sospeche, sepa o intuya la importancia de dicho éxito, la larga y necesaria marcha que hizo falta para ver algo de luz al final del túnel de la duda, del miedo al fracaso y del temor de no estar a la altura del resto.

Una duda, un miedo y un temor que certificaron su acta defunción esta misma tarde, al sonido de los cálidos aplausos de su público.

Enhorabuena, Tobías: te lo has ganado.

lunes, 21 de abril de 2008

¿Te vale madre o padre?


Indignado estoy yo, con esto del lenguaje, la sociedad y sus múltiples interrelaciones. Desconocía que el sexismo pudiera llegar a expresarse de una manera tan cruda, clara y reveladora: ¿ustedes sabían que en México se dice “me vale madre” cuando se quiere expresar que algo no importa absolutamente nada, que no tiene ningún valor o que, de tenerlo, es puramente negativo?

Y lo lamento, pero el hecho de que sea una expresión informal no le resta un ápice de gravedad al asunto. ¿Cómo puede permitir una sociedad que el lenguaje se impregne de semejante concepción de la vida? ¿Tan degradado está el papel de la mujer en México que se la sitúa así, informal y alegremente al nivel de los higos, los pimientos o los carajos?

En la conversación en la que me enteré de este uso mexicano, un amigo trató de calmarme diciendo: «Ya, pero ustedes los españoles dicen que algo “está de puta madre” cuando quieren decir que es genial o extraordinario, así que no creo que sea exactamente una cuestión de sexismo, porque a fin de cuentas el lenguaje no es sexista.»

En eso estoy de acuerdo: el lenguaje no es sexista en sí, sino que son sexistas los que lo emplean día a día, sus hablantes. Y es evidente que miles de años de sociedades machistas han hecho estragos en nuestro idioma. Así, en el Siglo de Oro habría sido imposible pedirle a Quevedo que dejase de decir que Orfeo era el hombre más afortunado del mundo por haber enterrado dos veces a la misma esposa. Pero ahora, en las sociedades del siglo XXI, sí se puede aspirar a actuar, a establecer un código de referencia diferente, respetuoso y más neutral desde la norma, desde la acción de los medios de comunicación y desde la educación en valores.

Ahora bien, más problemas me produce la otra objeción de mi amigo: ¿cómo que esto no es una cuestión de sexismo? Vamos a ver, ¿cuál es el origen de este tipo de expresiones, que ponen a las madres o a las mujeres de prostitutas para arriba como forma de expresar alegría, exaltación o sorpresa? (Porque prueben a quitarle el adjetivo a la expresión que usó él, y vayan por ahí diciendo que algo “está de madre”, a ver quién los entiende.)

Seamos razonables: ¿fueron acaso las mujeres las que propagaron esa oleada de términos despectivos en el ámbito de lo femenino, mientras que lo masculino se cargaba de connotaciones positivas? ¿En serio fue la mujer la que acuñó este tipo de términos, o fue más bien un sector masculino, criado en un ambiente donde la paridad y los gobiernos rosas[1] eran pura utopía el que pensó que era expresivo, ingenioso y hasta divertido decir semejantes despropósitos?

Porque ojo, que aquí el castellano no tiene nada que envidiarle al mexicano, para desgracia y vergüenza de todos los que lo hablamos. Vamos con ejemplos, que hay para aburrir: ¿qué me dicen del reino animal? ¿Por qué un hombre se siente halagado si le dicen que está hecho un gallito, un toro o incluso un zorro? ¿Qué pasaría si le decimos a una mujer que está hecha una gallina, una vaca o una zorra? ¿Se sentiría igual de halagada?

Otro amigo nos recordó el caso de los huérfanos de padre y de madre, y el escándalo que salió en la prensa hace unos años. Resulta que el diccionario de la Real Academia Española definía el adjetivo "huérfano" del siguiente modo: “dícese de la persona que ha perdido a uno de sus progenitores, especialmente en el caso del padre”. Esto provocó las iras de todos los sectores femeninos, feministas y paritarios de España y parte del extranjero, y lo peor de todo es que sin razón.

No hay que olvidar que dicha definición había sido redactada hace cuarenta años, cuando en España no era lo mismo -ni de lejos- ser huérfano de padre que de madre, a efectos económicos. El diccionario, al hacer esa matización, no se estaba refiriendo a que un huérfano de madre pueda salir alegremente del trauma emocional, sino que al perder a un padre perdía, además, la única fuente de ingresos en una sociedad en la que la mujer no trabajaba, lo cual agrandaba aún más el problema (y de ahí la necesidad del matiz).

Hoy la sociedad ya no responde a esos criterios, de modo que esta definición habría que ponerla al día porque ya no es válida. Ahora bien, ni mucho menos se trata de un caso de machismo, como se quiso hacer ver desde ciertos sectores con este y otros tantos ejemplos.

En suma, mi amigo quería expresar que las sociedades contagian al lenguaje, pero que en la actualidad también se está tendiendo a límites algo excesivos que fuerzan incluso los límites de la gramaticalidad. Por ejemplo, en los últimos tiempos se ha creado una forma femenina para todas las profesiones por motivos de paridad, como son los casos de “jueza” o “médica”. Ahora bien, que yo sepa ningún pianista, violinista o tramoyista han dicho jamás esta boca es mía para que les pongan su viril “o” y pasen así a ser todos pianistos, violinistos y tramoyistos. Y tan comunes en cuanto al género son las palabras del primer grupo como del segundo, así que en este caso lo de menos es, evidentemente, el lenguaje. Y eso tampoco parece adecuado.

Yo siempre he pensado que el lenguaje tiene en realidad poco que decir y sí mucho que reflejar. El día en que una sociedad deje de ver a sus madres como al último mono, entonces, y sólo entonces, dejarán de emplearse este tipo de expresiones; de igual modo, cuando una mujer sea verdaderamente respetada en su puesto de trabajo lo de menos será si su oficio termina en “a”, en “e” o en “x”, porque ese día la igualdad habrá alcanzado a todos los campos semánticos, a los juegos de palabras e incluso a las bromas ingeniosas, sin excepción.

Sin embargo, hasta que dicho cambio no se produzca no podemos esperar que desaparezcan estos molestos virus lingüísticos que deberían abochornarnos a todos, y que -eso sí- debemos hacer el mayor de los esfuerzos por evitar, tanto por nuestra condición de ciudadanos responsables como de hablantes de un idioma y de una sociedad que ya va siendo hora de que cambien.



[1] El primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, tachó despectivamente de “rosa” al nuevo gobierno español porque tenía más ministras que ministros en sus filas.

domingo, 20 de abril de 2008

Necronomicón (y otros cuentos).



Iba a morir. Se lo advirtieron y pese a todo convirtió su vida en una insaciable búsqueda de sabiduría, libro a libro que caía en sus manos sedientas de tinta. Y aquel primero y prohibido que le entregó su mentor, aquel cuyo título era tan oscuro como la piel de su encuadernación quedó enterrado bajo la promesa de que jamás sus ojos se posarían sobre lo allí escrito.

Por eso supo que su fin había llegado, tras pasar la última página del último libro, porque sólo entonces comprendió lo que hasta ese instante había permanecido ante él, cegado por su indiferencia y vanidad.

Y el ansia por conocer lo que nadie nunca conoció se volvió acidez y sudor frío, al tiempo que el veneno que antes impregnaba las esquinas de las hojas fluía por su sangre, volviéndola tan negra como la esperanza que ya no albergaría nunca más su corazón.






Capitán Nadie.





Tras haber vagado en tinieblas durante horas el efecto del sol en la piel se hacía extraño, aunque fuera a través de otra de carnero y no de la suya propia. Y la misma mano que un instante antes permitió su salida y la de los suyos, pronto comprendería el engaño, y no entonaría dulces cantos, sino belicosas injurias materializadas en lápidas del tamaño de un monte. Por ello había que alejarse, dejarlo atrás, no volver los ojos que iban a ser degollados y no lo fueron porque él renunció a ser quien era, sin mentir al ser preguntado por su identidad, pues la rechazó, la apartó de sí como luego apartaría aquella suave piel de carnero, porque sabía que sólo de ese modo lograría salvar la vida, la misma que tanto había arriesgado en incontables ocasiones y que sólo la astucia, por encima del valor y del coraje que se le suponían, logró que saliera victorioso de otras guerras a lomos de un caballo de madera.

Ya el barco se divisaba al compás del rebaño improvisado, y con él la esperanza de navegar hacia la libertad. Si todo salía como esperaba, él y los suyos pronto embarcarían y darían la espalda a la noche más oscura de sus vidas, tratando de olvidar así los horrores inenarrables que sufrieron, los rostros de otros que no tuvieron tanta suerte y que ahora yacían con los olvidados, que nunca más verían el horizonte de sal y que, como él ahora, no volverían a sentir la caricia luminosa de un nuevo día.

Y justo entonces, antes de que el engaño fuera descubierto, justo cuando más lejos y más cerca se encontraba de su salvación, supo que la tempestad se acercaba. Y el Capitán Nadie tuvo miedo, porque sabía, como buen marino, que la sola astucia no podría con tan malos vientos.

Por ello, se encomendó a su diosa y siguió caminando, sin detenerse, sin perder la esperanza, lo único que le quedaba tras haber perdido incluso su nombre.






Lo real no imaginado.




Vi cómo la cabeza se apoyaba en el hombro y cómo este se dejaba llevar por la dulzura del gesto anterior, y entonces ambas sombras se fundieron a contraluz ante mí, mientras la pantalla gigante surtía de imágenes el espacio entre los tres.

La soledad se apoderó de la sala ante la visión de aquella complicidad, y los recuerdos se agolparon narrando historias de un pasado no tan lejano en que otra sombra se fundió con la mía, en que otro espacio como aquel, plagado de miles de fotografías por segundo, era también mudo testigo de otro gesto anterior y un hombro enternecido.

Quise acariciar de nuevo el recuerdo de aquella piel y mi mano rozó el aire, se aferró al vacío y exhaló un suspiro que fue más allá de la memoria y el tiempo, enlazando el punto de choque entre dos partículas que se besan a la velocidad de la luz.

Y ni ahora, como entonces, alcancé a entender la textura que recubre aquello que llamamos sueños, y que no es otra cosa que el eco de un reflejo infinitesimal, el pálido estertor plateado que emana de las venas de un unicornio herido, el batir de alas de una pesadilla ante la llegada de la luz de un nuevo día...

Sólo pude anhelar, ahora como entonces, que aquel asiento que ocupaba, aquel rol de espectador dejase de serlo para volver a protagonizar, más allá de cualquier visión e imágenes por segundo, más allá de los mudos testigos y heridos unicornios, el instante único en que rocé con mis labios la grandeza de lo real no imaginado.

jueves, 17 de abril de 2008

Los amantes de Tercera: Sonetos recíprocos de Romualdo y Mari Juli


De Romualdo, a ella:


Remedo de un galán de cuarta fila,
experto en el amor como en la muerte,
soy un pájaro sin sesos que al verte
perdió cualquier respeto por su vida.

Marqués de Bradomín de pacotilla,
sin dinero y con exceso de equipaje:
tales son la condición y mi linaje
que yo pongo a los pies de tu alfombrilla.

Si tú me dices “ven”, lo dejo todo;
si tú me dices “no”, lo dejo igual,
y ya nos buscaremos acomodo.

Le haremos monumento a lo banal,
tú mi Esmeralda y yo tu Cuasimodo:
nunca se vio otro par más señorial.


De Mari Juli, a él:


Besar al que no amo es villanía;
abrazar al que no quiero, descaro;
¿qué dirá ante tal falta de reparos
ese mundo que ya me llama arpía?

Puede que no sea dama ni virtuosa,
no sé piano ni bailes de salón,
y anteayer me llamaron mascarón
aspirando el aroma de una rosa.

Mas acepto gustosa tus bajezas;
de mis soledades serás casaca
y yo el escudo infiel de tus vilezas,

pues acato la verdad afrodisíaca:
El amor se tramita con belleza
y yo tengo la misma que una urraca.





(Continuará...)

martes, 15 de abril de 2008

Iguales sólo en la salud.


Hace poco recibí el testimonio de una persona cercana a mí que me impactó bastante, sobre todo por la complejidad y gravedad que entrañaba lo que me dijo.

Un testimonio que, paradójicamente, partía de algo tan sencillo como una pregunta rutinaria, esa clásica muletilla de “¿Cómo te va?”, y a la que siempre se suele responder de la misma forma: “estoy bien”, “muy bien” o “todo en orden”, cuando menos, para después seguir adelante con la conversación o con el paseo, si es que lo primero no prospera. Y no decimos lo que realmente pensamos, lo que en realidad sentimos y que a lo mejor nos preocupa, inquieta, agobia, duele o tortura, porque pensamos que cada uno ya tiene suficiente con sus problemas, que cada cual debe arreglarse con sus propios asuntos y no irle a nadie llorando con el cuento.

“A nadie le importa”, nos decimos, “no les interesa”, por mucho que pongan cara de estar consternados por nuestras desgracias, en realidad no es así, y puede que incluso se alegren, en cierto sentido, de no ser ellos los que están pasando por una situación semejante; hasta eso tenemos que comprenderlo y considerar que entra dentro de lo normal, de lo que todos sentiríamos.

En ese momento de debilidad compartido los otros nos miran con compasión, con pena y lástima, y nos sostienen la mano con intensidad, como intentando transmitirnos toda su energía positiva. Pero todo ese castillo de naipes se viene abajo cuando dan la vuelta a la esquina y respiran aliviados, primer paso antes de no responder a las llamadas, de dejar de pasarse una vez a la semana de visita o de invitarnos a tomar un café.

Dejando, en definitiva, que pase el tiempo y se abra la brecha.

Y esa distancia, al principio casi imperceptible, se va haciendo mayor hasta que un día encontramos a esos mismos rostros que un día estuvieron consternados y ahora mismo nos rehuyen, como si no quisieran saber más de nosotros y nuestros problemas que, en el fondo, (y cómo duele comprobar que así era), nunca les llegaron a importar lo más mínimo.

Entonces uno se pregunta para qué estamos construyendo esta sociedad, cuál es el objeto, el propósito o el sentido de un lugar en el que nadie se preocupa más que de su propio ombligo, un lugar en el que ya ni siquiera los miembros de muchas familias se interesan lo más mínimo por el que tiene al lado ya que a fin de cuentas “se trata de su vida”, “yo no debo inmiscuirme”, “no es asunto mío” y tantas otras excusas que en el fondo lo único que hacen es justificar nuestra propia incapacidad de comunicarnos o, lo que es peor, nuestra indiferencia.

Ojalá llegara el día en que alguien se detuviera y respondiera al “¿cómo estás?” diciendo que “mal, agobiado, preocupado o dolido”, y ojalá en vez de la palmadita en el hombro de rigor uno recibiera un apoyo sincero y desinteresado, una amistad no sujeta por estúpidos rituales de sociedad, costumbres y demás trivialidades que en el fondo sólo ocultan el vacío detrás del gesto aparentemente amable. Ojalá existiera de verdad ese oído confidente, esa relación incapaz de juzgarte, condenarte y sentenciarte al olvido nada más escuchar tu llanto y haber satisfecho, por consiguiente, su malsana y morbosa curiosidad.

Claro que igual ese día el asombro nos mata del susto, porque a fin de cuentas todo esto de lo que estoy hablando sólo pasa en las novelas, en las películas de buenos sentimientos y, en definitiva, en ese campo de la ficción en el que tanto nos gusta evadirnos cuando la suciedad de lo real, de las relaciones vanas, de la hipocresía y la gran mentira social de la fraternidad nos impregna y nos resulta ya del todo insoportable, hedionda y corrosiva.

Uno tiene a veces la desoladora sospecha de que hablar con los demás es inútil, de que casi resulta tan vano como dirigirse a las paredes, y ni siquiera: ellas por lo menos nos devuelven el eco de nuestra propia preocupación, inquietud, agobio, dolor o tortura.

Ese eco, por desgracia, es a lo único a lo que muchos pueden aspirar como máxima expresión del diálogo, la confianza y el apoyo que no encuentran en sus semejantes. Qué lástima.

Pero por encima de todo, qué grandísima injusticia.

lunes, 14 de abril de 2008

Cinefórum (8)


El término “friki” (del polivalente inglés freak: extraño, aberrante, monstruoso, estrafalario, fanático), se está poniendo de moda de unos años a esta parte, con objeto de designar a un sub-grupo social que consagra sus vidas a todo tipo de aficiones, a cual más estrambótica: desde recitar de memoria pasajes enteros de películas o series de ciencia ficción, a las que veneran como si de una religión se tratase, pasando por coleccionar objetos que cualquier persona con dos dedos de frente juzgaría de muy mal gusto, y llegando, por último, a disfrazarse y a proclamar su identidad, ni más ni menos, que en el día del orgullo “friki”.

Recordaba todo esto mientras un compañero de la residencia me intentaba convencer de la trascendencia metafísica de Star Trek: la película, que iban a poner en un ciclo universitario dedicado a la ciencia ficción. Este habitante del planeta tierra, un chico que debe ser muy inteligente hasta que le hablas de galaxias lejanas y le brillan las pupilas, me decía que no fue Tiburón o incluso Star Wars (“pura basura de Hollywood”, según sus propias palabras) las que cambiaron la historia del cine en los años setenta, sino esta maravilla que estábamos a punto de presenciar. “Aquello era simplemente entretenimiento fácil, de palomitas y gaseosa. Esto es diferente, aquí hay profundidad, argumento, y sobre todo, respeto por la ciencia. Si hasta contrataron a Isaac Asimov como Asistente Especial Científico. Pero ya me dirás a la salida, ya me dirás”, me dijo, con aire sombrío y vulcaniano, antes de dejarme en mi butaca con mis palomitas y mi gaseosa.

Pues bien, debo decir que este buen muchacho tenía más razón que un santo: en Star trek: la película, no hay entretenimiento fácil (ni difícil, ojo). Y de profundidad, argumento y respeto por la ciencia tampoco hallé rastro alguno.

La trama, basada en la más que inverosímil teoría de que un satélite de la NASA entra en un agujero negro y termina reinventándose, motu propio, en un súper organismo inteligentísimo y avanzadísimo, para después retornar a la Tierra con el propósito de fundirse con su “creador” (sic), es casi tan risible como ver a los envejecidos actores de la serie original embutidos en esas mallas más propias del sábado noche que de una flota estelar seria y responsable.

Total, que a juzgar por semejante y “sesudo” trasfondo científico, mucho me temo que Asimov simplemente se pasara por el rodaje para tomarse una copa con el equipo técnico y hacerse la foto de rigor. Sólo eso, o más de una copa con el citado equipo, justificaría ese hilarante final en el que un miembro de la tripulación “se funde” con el satélite para que este conozca lo que es el amor, permitiendo la armonía cósmica e interespacial en un festival pseudo-erótico de luz y de color, que decía Marisol en sus años mozos.

Tampoco me faltaron argumentos, ya desde el primer momento, para entender por qué nunca me ha llamado la atención este inframundo galáctico de serie sub-Z que es Star Trek. Con semejante argumento, que roza el surrealismo más bochornoso, Robert Wise elabora además una cinta aburrida, tediosa, repetitiva, previsible y, lo que es peor, autocomplaciente, vanidosa y absurda. Esos interminables planos de la nave Enterprise o de la alienígena son suficientes para aburrir a las ovejas, y ni siquiera la decente partitura de Jerry Goldsmith, así como de unos efectos que, aunque jurásicos, mantienen una cierta dignidad, logran que el espectador se sobreponga de la más que razonable duda de que le están tomando el pelo de la forma más soberana. Si a eso se le añade el elenco de actores, cuyo fuerte no es precisamente la actuación, resulta que las más de dos horas de la cinta terminan por indigestársele a cualquiera, por muy paciente o predispuesto que se esté al paseo estelar.

Es evidente que a los responsables de este esperpento se les atragantó 2001: una odisea del espacio (hay plagios descarados por todas partes, desde la esencia misma de la película hasta la materialización visual del organismo tecnológico). Pero ni Wise es Kubrick ni el Enterprise HAL-9000, se ponga como se ponga el universo friki, así que al final un servidor estaba deseando ya que terminara aquello, fuera como fuese, para poder volverse a casa y buscar refugio de tanta bobada y tanta superficialidad espacial.

Ya por último, pensé que también tenía razón mi amigo fanático en que esta historia, que ya tenía un largo recorrido en televisión (con el desgaste que eso supone a nivel creativo) y que dio origen a numerosas secuelas (entre ellas una en que el capitán Kirk y compañía, ya sin edad ninguna para semejantes proezas, se liaban a rescatar ballenas a través del espacio tiempo: tal cual) no tiene nada que ver con Star Wars. Y menos mal.

Dejando a un lado mi pasado infantil y adolescente, quiero terminar este artículo rompiendo una lanza a favor de la honestidad no sólo de esta otra saga, sino de todas aquellas películas que nacieron de la mente del dúo dinámico formado por Lucas y Spielberg, y que incluyen los tiburones, encuentros en las terceras y cuartas fases, ET’s, Indianas Jones y compañía.

Y es que a diferencia del ejército de subproductos trekkies, estas otras películas no han pretendido jamás ser otra cosa que lo que son: objetos de consumo fácil, rápido y asequible para el público al que van dirigidos. Luego a uno le podrán gustar más o menos, pero en cualquier caso se ahorrará cabreos como el que me llevé yo ayer, tras soportar tan lamentable espectáculo que se me vendía, encima, con una aureola de prestigio y credibilidad científica que lo único que envolvía era la vacuidad más absoluta, la mediocridad y la falta de ideas más sonrojante.

Dicho todo esto, aceptaré encantado el debate con cualquier hijo, legítimo o no, del capitán Spock. Sólo faltaba.



(P.D: Si se fijan, verán que en el cartel de la película que hay al inicio de la entrada, reza: There is no comparison (no hay comparación), en una clara alusión a la otra gran saga galáctica. Efectivamente, no la hay. Nunca la hubo, en realidad.)

sábado, 12 de abril de 2008

Mecánicos del idioma.


Abrí la puerta de la clase y entré con una cara bien distinta a la que tenía justo antes de entrar, con un aire decidido y confiado, como si conociera a aquellos alumnos de toda la vida a pesar de que en realidad era incapaz de identificar a uno solo de ellos, siendo como éramos todavía completos desconocidos.

Esta vez nadie se equivocó, ni pensó que yo era otro estudiante y que el instructor todavía estaba por llegar, porque no iba vestido como ellos (no me refiero a mejor, llevaba traje de profe y eso canta demasiado) y porque hablaba un inglés que distaba mucho de parecerse a cualquier acento conocido por ellos (es posible que ni siquiera fuera inglés, a juzgar por la cara de algunos).

No estaba preocupado. Sabía que esos minutos de inicial desconcierto y desconfianza pasan rápido, y que antes de lo que uno puede imaginar la clase ya ha calentado y cogido el ritmo necesario para dar sus primeros pasos. Sabía, porque ya lo he vivido, que a esa primera clase le sigue otra, y luego otra, y otra más que hace que las anteriores pasen a formar parte de una especie de reserva, un bagaje que está ahí, listo para cuando haga falta refrescar algún dato, algún hilo que quedó suelto y que deberá esperar a mejor ocasión.

Y una vez obtenido, ese bagaje es el que da paso a la confianza (la justa y necesaria, no más) para que funcione correctamente ese pacto no verbal entre clase y profesor. Es a partir de entonces cuando se pueden comenzar a revelar algunas cartas más, algunos recursos escondidos que estaban esperando su turno para aligerar una tediosa explicación gramatical, para animar un debate inerte o para motivar desde el humor respetuoso cuando el ánimo del personal decae.

Y así, poco a poco, clase a clase, se va construyendo el curso, se va jalonando de anécdotas, de malentendidos y errores que nos permiten aprender a todos, a mi desde mi inexperiencia y a ellos desde sus ganas de mejorar sus habilidades, de hacer que sus “numerosas” problemas lo sean menos y que incluso el subjuntivo nos parezca a todos cosa de niños, de tan evidente y sencillo que es.

No siempre fue así. No siempre tuve la confianza de poder ser de ayuda en este asunto de los idiomas, los aprendizajes y los patinazos lingüísticos. Recuerdo una ocasión en que una estudiante portuguesa me preguntó sobre las diferencias entre los verbos ser y estar de la siguiente manera:

- Perdona, ¿“estás capaz” de explicarme lo de ser y estar en español?

Yo, que por aquel entonces aún no había terminado la carrera, me consideraba más un piloto que un mecánico de la lengua y así se lo hice saber. Su cara de asombro me obligó a explicarle la metáfora, por la que cualquier nativo puede ser un excelente piloto (o hablante) de su lengua (o coche) pero no sabrá cómo actuar, seguramente, si sufre una “avería” en plena carrera conversacional. Un mecánico o un lingüista, en cambio, es aquel que te explica qué provoca que tu motor léxico no arranque, qué impide que avancen los neumáticos verbales o que el carburador de concordancias esté hecho trizas. Él sabe cómo funcionan las piezas y sabe, por tanto, repararlas si es necesario.

Sin embargo, y a pesar de mi magnífica explicación, la estudiante me mandó a paseo porque lo que ella deseaba no era entrar en boxes, sino que le hablasen de categorías gramaticales y valores semánticos. Ella quería saber por qué su cara no debía ser la misma si su novio le decía que era guapa (belleza intemporal) o que estaba guapa (una belleza más temporal, ciertamente), pero debía invertir la regla de la temporalidad si decía que su perrito estaba muerto o que ella era reina del baile sólo por un día. Quería saber por qué se puede estar en casa, de luto o de viaje si con ello se expresa lugar, estado y movimiento, y encima quería que todo eso se lo explicara un piloto que estaba todavía en fase de prácticas.

Nunca más supe de la portuguesa. Alguna vez pensé en buscarla para pedirle disculpas por mi torpeza, pero claro, a ver quién tenía valor de decirle nada después de su reacción, tal y como estaba, -o tal y como era, que ya no sé ni lo que digo-.

jueves, 10 de abril de 2008

Seasonal Affective Disorder (Trastorno Afectivo Estacional)


(Reproducción fiel de las palabras de una estudiante a la que, por respeto, mantendremos en el anonimato):


- Es que estoy hasta las narices de este clima, ¿sabes, Nacho? No para de llover, pero eso no es nada: hace poco he consultado en Internet y resulta que este fin de semana se anuncian más nevadas. ¡Más nevadas! ¡En pleno mes de abril! ¿Qué será lo próximo? ¿Heladas en mayo? ¿Es que vamos a hacer guerras de bolas de nieve en junio? ¿Y el verano, cuándo llegará? ¿En octubre? Esto es de locos. De donde yo vengo, Las Vegas, es que no sabemos ni lo que es la nieve, el frío y ni siquiera la lluvia. No es que tengamos problemas de agua, aunque últimamente se la llevan toda de nuestro lago los de California, qué ladrones son. Pero en cualquier caso, yo creo que todos los habitantes de Chicago están locos. Porque, vamos a ver, ¿quién diablos querría vivir aquí, con nueve meses de mal tiempo y tres de calor asfixiante? Mira, después de haberme gastado cincuenta dólares en la peluquería ayer mismo, he salido esta mañana y en cinco minutos tenía el pelo empapado, revuelto y hecho un asco. Y casi me pongo a llorar, honestamente. Porque es de locos, este sitio es un maldito sanatorio mental con la calefacción estropeada, goteras y con corrientes, pero a lo bestia. Es realmente frustrante. Y lo peor de todo es que tengo que pasar aquí por lo menos otros tres años, cocida de calor en verano con la dichosa humedad y tiritando durante nueve putos meses, y no es justo. No entiendo cómo demonios se les ocurrió construir una ciudad precisamente en este lugar. ¿Por qué? Pues yo sé la respuesta y te la voy a decir: porque estaban locos. Dijeron: “ey, vamos a buscar el sitio con más frío, nieve y viento de todo Estados Unidos, y construiremos una ciudad ahí. Y con las calles bien anchas, para que corra el aire”. Vale que los más locos se fueron a Canadá, pero los de aquí no les iban a la zaga. Y claro, nadie cuestionó en ningún momento si aquello era una buena idea o no, porque estaban todos como cabras. Los dos años antes de venir aquí los he pasado escuchando las maravillas de esta ciudad, y la verdad es que no termino de verlas por ningún lado: ¿los deportes? Menudo coñazo. Sólo soy capaz de ver un partido de baloncesto borracha. Aunque en el fondo da igual, porque de un modo u otro acabaré dormida. ¿La comida? Aparte de las pizzas al estilo Chicago, que están para morirse, el resto es de lo más normal del mundo. Burritos ya tenemos en Las Vegas, pero diez veces mejores, y el resto es igual que allí. ¿Los rascacielos? Nada que ver con Las Vegas. ¿Los teatros? Por favor, si en Las Vegas está todo mucho mejor montado: que hemos tenido a Celine Dion cantando meses enteros. ¡Meses! En serio, aparte de un montón de muertes y robos por metro cuadrado, ¿qué tiene esta puñetera ciudad? Pues yo te diré lo que tiene, Nacho: nieve. Tiene nieve, blanca y jodida nieve por todas partes. Y no se va, porque una puede pensar que llega la primavera y se funde, pero aquí no se funde. ¿Y por qué no? Yo te diré por qué no: porque no hay primavera, porque simplemente no existe: llevamos desde finales de octubre con este clima de mierda que está empezando a sacarme de mis casillas. Necesito sol, leñes. He pasado una semana en casa de mis padres y me sentía en plena forma, viva, con energía. Tres días aquí y estoy deprimida, con la permanente destrozada y con el ánimo por los suelos. Yo necesito levantarme y tener algún estímulo, aparte del café. Necesito ver el sol, el cielo azul, algo que me anime a salir de casa con la sonrisa puesta. Pero aquí me levanto, y ¿qué es lo único que veo, eh?

- Nieve.

- Exacto. Blanca y jodida nieve.

miércoles, 9 de abril de 2008

De evoluciones, revoluciones y calores hogareños.


La otra noche, conversando con unos amigos al poco de mi regreso a Chicago, salió el debate de los paraísos terrenales, con los consabidos y tópicos espacios exóticos, playas o rincones misteriosos del planeta. Todos parecían tan de acuerdo en el énfasis geográfico que yo casi salgo escaldado al decir que, según mi particular credo, el paraíso no es tanto el lugar como la persona que lo habita, una teoría no exenta de idealismo pero que representa, al menos en mi opinión, lo que significa realmente disfrutar de la vida: la compañía humana, en conjunción, aunque siempre por encima, del marco incomparable.

No lo decía por decir. Precisamente he tenido la gran suerte de haber pasado estas últimas semanas en España, viendo a todos aquellos familiares (padres, hermanos, tíos, primos...) y amigos de mi localidad, la facultad o el grupo scout al que pertenezco y que, a causa de una inoportuna lesión, no pude ver en las pasadas Navidades. Con tiempo suficiente para saludar y conversar con casi medio centenar de personas, entre unos y otros, he podido sentir de una forma plena esa expresión que mi profesora del taller de novela empleó para titular su primera obra: “Calor de hogar”.

Al hilo de este asunto, me viene a la mente uno de los tópicos más frecuentes (e irritantes) que escucho por estos lares: aquel según el cual todos estos estudiantes de mentes privilegiadas y cuentas bancarias aún más, van por ahí presumiendo de que sus fascinantes viajes y vidas los sitúan a un nivel cualitativamente superior al de aquellas otras personas que dejan atrás en el espacio y en el tiempo: así, y si pudiéramos parafrasear a uno de estos lumbreras, diríamos que “los demás (léase con tono de superioridad) se han quedado estancados, obsoletos e incapaces de cualquier tipo de evolución personal, mientras que yo (léase con tono de una mayor superioridad todavía) estoy creciendo por dentro y por fuera, cultivando mi don de gentes, mi inteligencia, mi sabiduría y hasta mi hermosura, ya que estamos, hasta extremos inconcebibles. Yo (ídem de lo anterior) soy más incluso que la evolución en persona, soy la revolución misma de la especie humana, un cerebro con alas capaz de aprender y aprehender cuanto suceda ante mis divinas pupilas sin apenas pestañear, pues ya nada me asombra ni me sorprende de tan viajado, cultivado y guapo como soy.”

Me perdonen los excesos irónicos, que ya vuelvo al redil. Volviendo a estas últimas semanas hispánicas, decía lo del tópico irritante porque, jornada tras jornada de desayunos, cenas, comidas y algún que otro cumpleaños rodeado de mis seres más queridos, me he dado cuenta de las muchas novedades, avances y cambios producidos en todos ellos: nuevos trabajos, nuevos proyectos, carreras a punto de finalizar, alguna novia perdida, una hipoteca en ciernes, pero también rasgos de madurez antes desconocida, nuevos conceptos, ideas, gustos y valores… Tal era así que por momentos llegué a sentir que ahí el obsoleto era yo, de tan cambiado, evolucionado y distinto como veía todo aquello que recordaba y que, evidentemente, después de siete meses necesitaba una actualización. En cualquier caso, qué gusto comprobar cómo la vida y sus protagonistas avanzan, a ese ritmo que nada ni nadie parece detener.

Y por encima de la comida, que ha sido siempre excelente, o del lugar en el que nos encontrásemos (siempre con el fondo del bullicio madrileño, tan cercano y que tanto echaba de menos), lo que hacía especial la ocasión era siempre la persona o personas que tenía frente a mí, hablando y dando rienda suelta a su carácter, a su humor y a sus gestos más característicos.

Mis amigos americanos me miraban extrañados en la cena de ayer, como si no entendieran de qué iba todo aquello que les decía. Quizá la razón que explique su perplejidad, así como la falta de ese calor del que antes hablaba es que, a fin de cuentas, no he compartido con ellos años de instituto o universidad, veraneos en el norte de España, temporadas enteras de partidos de fútbol, acampadas y excursiones, cenas de Navidad, cumpleaños y tantas otras situaciones en las que se forjan los lazos que aquí, por motivos culturales, temporales y laborales, resulta mucho más complicado establecer.

En suma, es probable que España no tenga comparación, a nivel geográfico, con la diversidad existente en un país que alterna la sequedad del Gran Cañón con los bosques inmensos de secuoyas, pasando por cataratas, playas y praderas infinitas. Es posible que, efectivamente, el marco sea mucho menos exótico o misterioso en la tierra de don Pelayo, pero, al menos en lo que a mí respecta, estos estados menos unidos de lo que parece carecen de la gente, de los seres queridos que son los que hacen de mi tierra, en definitiva, un auténtico paraíso.