domingo, 27 de abril de 2008

Citius, altius, fortius.


Volvía esta mañana de la biblioteca y he asistido a uno de los espectáculos más lamentables que recuerdo desde mi llegada a esta ciudad. En un campo de béisbol que hay anexo a la residencia de estudiantes se ha producido un incidente entre el entrenador de un equipo juvenil y uno de los muchachos, apenas un crío, al que ha reprendido con una crueldad infinita, hasta hacerlo abandonar el campo entre lágrimas y las miradas de indiferencia de sus propios compañeros.

Debían estar preparando un partido vital porque se les notaba la tensión a todos, las miradas compungidas y el nervio en cada gesto, en cada movimiento, en cada palabra agresiva que nacía del uno y era recibida con la rabia y la impotencia de quien se sabe en una posición inferior.

Importante, pero que muy importante debía ser ese partido, y ni aún así se explica que tuviera semejante repercusión esa bola fallada, una de tantas en un deporte en el que hace falta entrenar duro para golpearla como es debido, y que provocara semejante reacción en un hombre adulto y, supuestamente, mayor también en edad mental que ese chaval al que se acercó como si se lo fuera a comer vivo. Muy mal debía estar jugando, muy irritante tenía que haber sido cada uno de sus muchos fallos, y ni siquiera eso justificaría semejante tono pendenciero, chulo e impertinente.

Y todo por la pura y asquerosa competitividad, por ese miserable afán de ser siempre mejor que los demás, más que los del equipo rival y que el tuyo propio, en el caso de que hayas optado por compartir algo de tu gloria con otros pobres mortales, -porque también podrías agarrar una raqueta y partirte el pecho tú solo contra el mundo entero y así tu gloria sería aún más épica, más meritoria, si cabe-.

Y yo me preguntaba, atónito, que para qué, con qué objeto se deja uno la piel corriendo y entrenando, o empujando, agarrando, golpeando y maltratando a los otros, si al final toda esa supuesta gloria se queda en la nada del inframundo del deporte que no se ve ni se oye ni se conoce porque no aparece en las portadas de los periódicos, ni en los telediarios ni en Internet, para qué gastar horas y horas sudando, sufriendo y tomando bebidas isotónicas, si en el fondo te falta el talento, la fuerza, la velocidad o la altura suficiente para alcanzar esa décima de más, la frialdad a la hora del mate, la genialidad para clavarla por toda la escuadra o para batear como ocurre sólo en las películas, que es lo que parecía pretender semejante energúmeno de aquel crío.

Años enteros malgastados en campos de tierra o de césped artificial, en gimnasios malolientes que no acumulan tanto talento como sudor y sueños incumplidos, años enteros de una vida perdidos de la manera más lamentable por una estúpida e idealista visión de lo bueno y saludable que es el deporte, todo eso y más se tenía que estar preguntando ese muchacho al entrar en el vestuario, solo y sin equipo que actuara como tal y no como habían hecho minutos antes, ignorando por completo el sufrimiento de alguien cuyas lágrimas revelaban que, al menos hasta ese momento, todavía tenía ilusión por un deporte, por el deporte en general, por ese sueño plagado de pobres frustrados que lo único que hacen, lo único a lo que pueden aspirar, en realidad, es a convertir a todos aquellos que les rodean en personas tan tristes, enrabietadas y amargadas como ellos mismos. Qué vergüenza.

3 comentarios:

Columna 5 dijo...

Hay un peli: Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine), habla de esto, de los triunfadores. Es una peli fantástica que imagino ya has visto.
El triunfo es apenas la perspectiva sesgada de un jodido estrábico. Nadie triunfa, sólo, como decía ayer Vicent en la columna de EL PAÍS, sólo el cura (sí el cura de Esperanza Aguirre) que se lleva las diez de monte cuando tú hayas enseñado, definitivamente, las cartas de la vida.

BESOS.
PACO PAGE

Laura Navas M dijo...

Si, odio la competitividad. Recuerdo que cuando era pequeña y jugaba al baloncesto comencé a sufrir por parte de los padres a otras niñas el "acoso", por llamarlo de alguna manera, cuando en los partidos de niñas de 8 años gritaban "vengaaaa, vamos corre, pero corre más, pero cógelo, anda que fallar eso...", por dios, que teníamos 8 años. Y luego a medida que creces más de lo mismo, creo que lo he llevado en la sangre jajajaja, hasta cumplir los 17 tuve que soportar el hecho de que me obligaran a sentirme inferior sólo porque no brillaba en baloncesto. Sonrío al escribir esto, porque gracias a que tuve dos educadores maravillosos nunca me sentí frustrada, mi padre me decía "tú juegas porque te gusta, y si no disfrutas déjalo, tú eres brillante en otras cosas hija". Y aquí estoy =).
Creo que los padres son básicos en eso, porque es el adulto quién le inculca al niño los valores, y sin un padre se atreve a decirle a un entrenador "vuelve a decirle a mi hijo que es una patata y te enseñaré como juego yo al boxeo", se acabaría la tontería.
Olvidamos la frase tradicional de "lo que importa es participar", por desgracia en el cine, en la televisión, en el mercado laboral, se fomenta eso.
Ni mediocres que se conforman con serlo, ni buenos que se creen dioses.
Me gusta leerte escritor, mucho.
Un abrazo Nacho!

Laura Navas M dijo...

Si, odio la competitividad. Recuerdo que cuando era pequeña y jugaba al baloncesto comencé a sufrir por parte de los padres a otras niñas el "acoso", por llamarlo de alguna manera, cuando en los partidos de niñas de 8 años gritaban "vengaaaa, vamos corre, pero corre más, pero cógelo, anda que fallar eso...", por dios, que teníamos 8 años. Y luego a medida que creces más de lo mismo, creo que lo he llevado en la sangre jajajaja, hasta cumplir los 17 tuve que soportar el hecho de que me obligaran a sentirme inferior sólo porque no brillaba en baloncesto. Sonrío al escribir esto, porque gracias a que tuve dos educadores maravillosos nunca me sentí frustrada, mi padre me decía "tú juegas porque te gusta, y si no disfrutas déjalo, tú eres brillante en otras cosas hija". Y aquí estoy =).
Creo que los padres son básicos en eso, porque es el adulto quién le inculca al niño los valores, y sin un padre se atreve a decirle a un entrenador "vuelve a decirle a mi hijo que es una patata y te enseñaré como juego yo al boxeo", se acabaría la tontería.
Olvidamos la frase tradicional de "lo que importa es participar", por desgracia en el cine, en la televisión, en el mercado laboral, se fomenta eso.
Ni mediocres que se conforman con serlo, ni buenos que se creen dioses.
Me gusta leerte escritor, mucho.
Un abrazo Nacho!