miércoles, 23 de abril de 2008

La luz al final del túnel.



Hay quien opina que conocer a un autor no es imprescindible para valorar debidamente su obra. Según esta teoría, El Lazarillo de Tormes se puede leer sin ninguna necesidad de conocer quién lo concibió (un genio, vaya por delante), y aunque no supiéramos quién es Rojas, o si le ayudó alguien más a redactar su inmortal Celestina tampoco pasaría gran cosa, en realidad, porque lo que interesa es aquello por lo que han pasado a la historia literaria, sus textos, los mismos que se leen desde hace siglos con igual pasión e interés.

Otros dicen, en el lado opuesto, que cuanta más información se tenga en mejor disposición estaremos para descodificar un texto literario. Conocer la vida del autor, sus preocupaciones, inquietudes e intereses nos proporciona datos interesantísimos para no hacer lecturas tergiversadas o simplemente erróneas. De este modo, determinadas claves, guiños biográficos o alusiones cobran pleno sentido cuando tenemos esa información de fondo, que nos permite controlar mejor nuestra interpretación y evitar que se nos aleje demasiado del propio texto.

Pensaba yo sobre todo ello esta misma tarde, mientras asistía a una triple sesión de teatro universitario que convocan cada miércoles en el Reynold’s Club, una tradición impulsada, fundamentalmente, por la dedicación e interés de un grupo de voluntariosos estudiantes.

La primera de las obras trataba, en dos actos, de la transición a la madurez en el sistema educativo norteamericano. Los personajes representaban tipos más bien arquetípicos (la niña pija y princesa, el obeso acomplejado, el gracioso, la sabelotodo irritante, el introvertido y la estrambótica hippie idealista, entre otros). Era una representación fresca y divertida, con unos diálogos que combinaban momentos brillantes (el gracioso era para mondarse), con otros que revelaban el grado de inexperiencia de su joven escritor, un antiguo alumno mío que tuve en otoño.

Tobías, que así se llama el estudiante en cuestión, era un muchacho apocado y tímido que apenas hablaba en clase. Cuando lo hacía se trababa la lengua, se avergonzaba y se callaba inmediatamente. Él mismo se dio cuenta de que necesitaba reaccionar, pero su timidez sólo le permitió solicitar horas especiales de tutoría para paliar sus carencias. Eso sí, le puso tal empeño que pronto pasó a estar al mismo nivel que el resto.

Aquellas clases particulares me permitieron conocer, además, a una persona sensible, con una capacidad de observación poco común y un gran sentido del humor, algo que jamás habría podido pensar de haber contado sólo con la imagen que él mismo proyectaba en clase.

Recuerdo que el último día que lo vi, el del examen final, esperó a que terminara para darme las gracias por el tiempo que le había dedicado. Se le notaba contento por su nota, que había ganado con todo el merecimiento, pero sobre todo porque con esa inyección de autoconfianza sabía que había entrado en la dinámica necesaria para afrontar otros retos en el futuro. Y me alegré mucho por él, porque el Tobías que vi salir aquella mañana poco o nada tenía que ver con el que entró el primer día de curso.

Recordaba todo esto en plena representación de su obra, y no podía evitar, desde esa experiencia de meses que compartimos, juzgar todo aquello bajo una perspectiva diferente a la del resto del público. Conste que no considero que una sea mejor que la otra, porque insisto en que esto es cuestión de gustos, pero yo no podía dejar de ver en el personaje introvertido una fiel reproducción del autor.

Todos los signos apuntaban a la importancia de dicho personaje, desde su situación central en escena a su papel en la obra, abriendo y cerrando siempre los actos, con más líneas y peso que el resto, y con la mayor carga de profundidad psicológica.

Mientras que los otros personajes representaban, con más o menos fortuna, los estereotipos ya citados, el suyo tenía un volumen superior y se le notaba lo autobiográfico, con la dosis de cariño y subjetividad que ello implica, por todas partes: pasajes enteros de la obra eran transcripciones literales de redacciones biográficas que yo mismo le corregí, donde me hablaba de su afición a las consolas, la vergüenza antes de pedir una cita a una chica, etc… Es curioso cómo nos dejamos ver cuando juntamos unas pocas palabras, el modo en que nos vaciamos y somos legibles para todo aquel que tenga ojos para ver, porque ahí mismo, en escena, estaba Tobías expresando su incertidumbre ante el futuro incierto que vislumbraba en su adolescencia.

Cuando terminó la obra y me acerqué para darle la enhorabuena, me lo encontré rodeado de gente que lo felicitaba, amigos y aspirantes a novias que lo encumbraban con sus besos y abrazos. Y verlo ahí, pletórico y exultante, fue como asistir al final del inexistente tercer acto de su obra, uno que seguramente dentro de poco incorporará a su texto sin que nadie sospeche, sepa o intuya la importancia de dicho éxito, la larga y necesaria marcha que hizo falta para ver algo de luz al final del túnel de la duda, del miedo al fracaso y del temor de no estar a la altura del resto.

Una duda, un miedo y un temor que certificaron su acta defunción esta misma tarde, al sonido de los cálidos aplausos de su público.

Enhorabuena, Tobías: te lo has ganado.

1 comentario:

Laura Navas M dijo...

Creo que estoy fuera de ambos grupos. Cuando leo una obra, primero quiero hacerlo sin saber nada de su autor, para crear mi propia percepción tanto de la historia como de quién la escribió. Después, cuando ya tengo claro lo que pienso acerca de ambos, quiero saberlo todo del autor, su vida, sus anécdotas, su historia sus miedos y sueños...
Es entonces cuando la percepción que tenía se desvanece, pero no me importa, porque en ese instante nace la unión entre lector y escritor, como si éste último se sentase junto a ti y leyese en voz alta cada párrafo sólo para ti.
Porque sabes qué significado le podría estar dando él, tan diferente al que tú le das, y así surge el sentido de la literatura, millones de sensaciones que surgen de una misma lectura.
Aún a´si, soy de las que piensa que jamás, nadie, podrá conocer a ciencia cierta lo que el autor buscaba transmitir, lo que el autor sentía por dentro mientras trazaba las letras en el papel, nunca.
Ahí reside la magia, en no rendirse y creer que se puede conocer.

Enhorabuena a tu ex - alumno, siempre envidiaré esa relación entre maestro - discípulo, esa sensación tan gratificante al ver cómo lo que tú enseñas queda en ellos y cómo te lo agradecen (bueno, si lo he sentido cómo discípulo pero la satisfacción creo que es mayor cuando eres maestro).
Te imagino ahí, en la butaca del teatro, con sonrisa española entre tanta faz americana, reflexionando sobre la psicología humana, sobre Tobías, sobre tus propios recuerdos, como un maestro que ve desde lejos cómo su antiguo discípulo enseña a otros, haciéndote sentir orgulloso, quizás viejo (que maravilla sentirse viejo), y lleno de sensaciones gratas.
Te envidio :).

Un abrazo enorme.