lunes, 14 de abril de 2008

Cinefórum (8)


El término “friki” (del polivalente inglés freak: extraño, aberrante, monstruoso, estrafalario, fanático), se está poniendo de moda de unos años a esta parte, con objeto de designar a un sub-grupo social que consagra sus vidas a todo tipo de aficiones, a cual más estrambótica: desde recitar de memoria pasajes enteros de películas o series de ciencia ficción, a las que veneran como si de una religión se tratase, pasando por coleccionar objetos que cualquier persona con dos dedos de frente juzgaría de muy mal gusto, y llegando, por último, a disfrazarse y a proclamar su identidad, ni más ni menos, que en el día del orgullo “friki”.

Recordaba todo esto mientras un compañero de la residencia me intentaba convencer de la trascendencia metafísica de Star Trek: la película, que iban a poner en un ciclo universitario dedicado a la ciencia ficción. Este habitante del planeta tierra, un chico que debe ser muy inteligente hasta que le hablas de galaxias lejanas y le brillan las pupilas, me decía que no fue Tiburón o incluso Star Wars (“pura basura de Hollywood”, según sus propias palabras) las que cambiaron la historia del cine en los años setenta, sino esta maravilla que estábamos a punto de presenciar. “Aquello era simplemente entretenimiento fácil, de palomitas y gaseosa. Esto es diferente, aquí hay profundidad, argumento, y sobre todo, respeto por la ciencia. Si hasta contrataron a Isaac Asimov como Asistente Especial Científico. Pero ya me dirás a la salida, ya me dirás”, me dijo, con aire sombrío y vulcaniano, antes de dejarme en mi butaca con mis palomitas y mi gaseosa.

Pues bien, debo decir que este buen muchacho tenía más razón que un santo: en Star trek: la película, no hay entretenimiento fácil (ni difícil, ojo). Y de profundidad, argumento y respeto por la ciencia tampoco hallé rastro alguno.

La trama, basada en la más que inverosímil teoría de que un satélite de la NASA entra en un agujero negro y termina reinventándose, motu propio, en un súper organismo inteligentísimo y avanzadísimo, para después retornar a la Tierra con el propósito de fundirse con su “creador” (sic), es casi tan risible como ver a los envejecidos actores de la serie original embutidos en esas mallas más propias del sábado noche que de una flota estelar seria y responsable.

Total, que a juzgar por semejante y “sesudo” trasfondo científico, mucho me temo que Asimov simplemente se pasara por el rodaje para tomarse una copa con el equipo técnico y hacerse la foto de rigor. Sólo eso, o más de una copa con el citado equipo, justificaría ese hilarante final en el que un miembro de la tripulación “se funde” con el satélite para que este conozca lo que es el amor, permitiendo la armonía cósmica e interespacial en un festival pseudo-erótico de luz y de color, que decía Marisol en sus años mozos.

Tampoco me faltaron argumentos, ya desde el primer momento, para entender por qué nunca me ha llamado la atención este inframundo galáctico de serie sub-Z que es Star Trek. Con semejante argumento, que roza el surrealismo más bochornoso, Robert Wise elabora además una cinta aburrida, tediosa, repetitiva, previsible y, lo que es peor, autocomplaciente, vanidosa y absurda. Esos interminables planos de la nave Enterprise o de la alienígena son suficientes para aburrir a las ovejas, y ni siquiera la decente partitura de Jerry Goldsmith, así como de unos efectos que, aunque jurásicos, mantienen una cierta dignidad, logran que el espectador se sobreponga de la más que razonable duda de que le están tomando el pelo de la forma más soberana. Si a eso se le añade el elenco de actores, cuyo fuerte no es precisamente la actuación, resulta que las más de dos horas de la cinta terminan por indigestársele a cualquiera, por muy paciente o predispuesto que se esté al paseo estelar.

Es evidente que a los responsables de este esperpento se les atragantó 2001: una odisea del espacio (hay plagios descarados por todas partes, desde la esencia misma de la película hasta la materialización visual del organismo tecnológico). Pero ni Wise es Kubrick ni el Enterprise HAL-9000, se ponga como se ponga el universo friki, así que al final un servidor estaba deseando ya que terminara aquello, fuera como fuese, para poder volverse a casa y buscar refugio de tanta bobada y tanta superficialidad espacial.

Ya por último, pensé que también tenía razón mi amigo fanático en que esta historia, que ya tenía un largo recorrido en televisión (con el desgaste que eso supone a nivel creativo) y que dio origen a numerosas secuelas (entre ellas una en que el capitán Kirk y compañía, ya sin edad ninguna para semejantes proezas, se liaban a rescatar ballenas a través del espacio tiempo: tal cual) no tiene nada que ver con Star Wars. Y menos mal.

Dejando a un lado mi pasado infantil y adolescente, quiero terminar este artículo rompiendo una lanza a favor de la honestidad no sólo de esta otra saga, sino de todas aquellas películas que nacieron de la mente del dúo dinámico formado por Lucas y Spielberg, y que incluyen los tiburones, encuentros en las terceras y cuartas fases, ET’s, Indianas Jones y compañía.

Y es que a diferencia del ejército de subproductos trekkies, estas otras películas no han pretendido jamás ser otra cosa que lo que son: objetos de consumo fácil, rápido y asequible para el público al que van dirigidos. Luego a uno le podrán gustar más o menos, pero en cualquier caso se ahorrará cabreos como el que me llevé yo ayer, tras soportar tan lamentable espectáculo que se me vendía, encima, con una aureola de prestigio y credibilidad científica que lo único que envolvía era la vacuidad más absoluta, la mediocridad y la falta de ideas más sonrojante.

Dicho todo esto, aceptaré encantado el debate con cualquier hijo, legítimo o no, del capitán Spock. Sólo faltaba.



(P.D: Si se fijan, verán que en el cartel de la película que hay al inicio de la entrada, reza: There is no comparison (no hay comparación), en una clara alusión a la otra gran saga galáctica. Efectivamente, no la hay. Nunca la hubo, en realidad.)

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