jueves, 28 de febrero de 2008

Podrán romperse...


Podrán romperse mi espada y mi lanza,
y mellarse el casco de mi armadura.
Podrá el tiempo con toda su amargura
arrebatarme la última esperanza.

Podrá la muerte hacerse con mi alma,
corromper una a una mis entrañas,
siendo alimento a una horda de arañas
mi ambición, mis pasiones y mi calma.

Y la materia que me daba forma
se perderá, junto a mi memoria,
y sólo quedará de mí la horma.

Pero al cantar la noche su victoria
verá un suspiro ajeno a su reforma:
el amor que me diste, que es mi gloria.




lunes, 25 de febrero de 2008

And the Oscar goes to...




Se cumplieron los pronósticos y ganaron los que debían ganar, los mejores: Day-Lewis, los hermanos Coen, Marion Cotillard y por supuesto, Javier Bardem (casi lloro con su discurso, lo prometo). También se quedaron con las ganas los que no debían llevarse más que abucheos (magistral, lo de las tres bochornosas canciones de Disney sin estatuilla, frente a la sencillez del único tema de la película Once).

Fue la noche de la 80ª edición de los Oscars, los premios de cine que generan mayor expectación en todo el mundo. Y mientras el Kodak Theatre se preparaba para la fiesta, unas horas antes, la residencia internacional de la universidad de Chicago también se vestía de gala, y allá que desfilamos todos los residentes por una alfombra roja improvisada, hacia el gran auditorio central. La pantalla gigante proyectaba las imágenes que llegaban desde Los Ángeles, y por todas partes se comentaban los modelitos y las joyas, los peinados y los zapatos de tacón que lucían las verdaderas estrellas, las del firmamento de Hollywood.

Hay quien dice que el esplendor de épocas pasadas se quedó, precisamente, en dichas épocas. Al parecer, nadie luce hoy el esmoquin como Gary Cooper o James Stewart, y por supuesto los modelitos le sentaban mucho mejor a Greta Garbo, Ava Gardner o Jean Harlow. Sin embargo, el que esto escribe cree que los Clooney, Hanks, Kidman, Blanchett y compañía no tienen nada que envidiar a sus ilustres ancestros, así que por ese lado no me embargó la nostalgia, precisamente.

A la buena sensación general se sumó, qué duda cabe, el saber hacer de los americanos para este tipo de eventos, tanto en Los Ángeles como en Chicago. No sé si fue por el montaje de la residencia, que contribuyó a crear cierto ambiente (con cena y todos los amigos incluidos), o que realmente la gala estaba muy bien organizada y llevada, pero el caso es que a mí las cuatro horas que duró el evento se me pasaron volando.

John Stewart, un célebre cómico de la televisión local, fue el encargado, por segundo año consecutivo, de conducir una gala ágil y sin complicaciones sobre la que planeaba la sombra de le huelga de guionistas que ha tenido al séptimo arte parado aquí durante meses. Once días antes de la gala pudo solventarse el asunto, y desde entonces Stewart y su equipo se enfrentaron a un tiempo límite para ponerlo todo a punto.

El resultado fue satisfactorio, y lo único que sorprende es que no traten de imitar este modelo en otros países, como Francia o España, donde sus galas de cine provocan auténtico sopor. Igual lo han intentado ya, y aún así el resultado sigue siendo indecente. Aviados estamos.

En cualquier caso, y volviendo a lo que de verdad importa, que no son las alfombras ni las galas, sino el cine, tengo para mí que estos americanos saben muy bien que aunque las armas y los videojuegos facturen más que las palomitas, hay algo en éstas que las hace más entrañables, propias y queridas. Que un caradura como Jack Nicholson, un actor que vive de rentas desde antes ya de empezar a trabajar, fuera ovacionado nada más salir a escena parecía prever lo que iba a decir, con muy buen criterio y común acuerdo: que hay que dejarse la piel, como cómicos y tramoyistas, por seguir manteniendo en pie ese gigantesco sueño que es el celuloide, y que tan necesaria vía de escape proporciona a un mundo demasiado enrarecido como éste en que nos ha tocado vivir.

Por lo demás, la ceremonia castigó indirectamente a los actores locales, al conceder todos sus premios de interpretación a actores europeos (Bardem (español), Cotillard (francesa), y Day Lewis y Tilda Swinton (británicos)). Fue un tirón de orejas, quizá algo severo, a una cosecha que, cierto es, ha sido algo pobre en calidad de interpretaciones y películas. De las candidatas a mejor filme sólo había una que realmente era digna ganadora, No country for old men, una cinta oscura y violenta que supone un más que digno retorno para los hermanos Coen, tras los sonoros batacazos cosechados por The ladykillers e Inloterable cruelty.

Una película que queda en la retina del espectador no sólo por lo impactante de su puesta en escena y un excelente montaje de sonido, sino por unos actores soberbios entre los que destaca Javier Bardem, el mejor actor español que ha dado nuestro cine en décadas. Un actor de pura raza, capaz de meterse sin ninguna dificultad en la piel de parados (Los lunes al sol), poetas reivindicativos (Antes que anochezca), tetrapléjicos aún más reivindicativos (Mar adentro) o asesinos psicópatas, como en esta oscarizada cinta.

Pero sin lugar a dudas su mayor virtud es no perder, a causa de su inmenso talento o sus muchos y merecidos reconocimientos, la conciencia humilde y digna de un oficio que lleva en la sangre, como ya se encargó él mismo de recordar, en perfecto español, a una Pilar Bardem que era todo lágrimas y orgullo maternal.

Enhorabuena a los premiados, pues. Yo me voy a corregir.





jueves, 21 de febrero de 2008

Los años...


Los años me abandonan tan deprisa,
y nada puedo hacer ante eso, aparte
de seguir buscando en cualquier parte
el remedio para no morir bajo tu risa.

Me duele la espalda, me amigraña la cabeza,
cada día añado una muesca más al rosario
de dolores que pasan de ser un calvario
a un pálido recuerdo que sucumbe a tu belleza.

Si tengo que envejecer en este exilio, sea,
pero no me pida nadie que jamás deserte
de este tesoro que es poder quererte
y abrazarte sin que nadie más nos vea.

Estas arrugas que ya surcan mi cara
no atestiguan más batallas perdidas
ni más sueños o ilusiones vencidas
que la risa por tu risa provocada.

Y es que no quiero otra cosa que pensarte.
No quiero entretenerme o matar el tiempo:
sólo quiero sentir que te susurra el viento
cada noche que tengo la suerte de soñarte.

martes, 19 de febrero de 2008

Cinefórum (6)



En una de las lecciones más impresionantes de interpretación de todos los tiempos, Robert de Niro dio vida en El padrino II a un joven Vitto Corleone, o mejor dicho, a cómo Marlon Brando habría interpretado a Vitto Corleone de haber tenido cuarenta años menos. Aquella demostración de registros, acentos, tonos y matices le valió un más que merecido Oscar al mejor actor de reparto en 1972: un reconocimiento internacional que sobrepasó fronteras, épocas, escuelas y métodos de actuación conocidos y por conocer. Actores y actrices soberbios los habrá en todas las épocas, pero yo desde luego todavía no he visto nada como aquello.

Hubo una débil esperanza, allá por 1989, cuando un actor británico llamado Daniel Day-Lewis sorprendió a media humanidad con Mi pie izquierdo, película que le valió el Oscar al mejor actor principal. Desde entonces, alternó cintas comerciales como El último mohicano con otras más arriesgadas, como La edad de la inocencia o En el nombre del padre, filme que reflejaba el caso real de Gerry Conlon, un joven irlandés acusado y encarcelado injustamente por pertenecer al IRA.

Day-Lewis dejaba atónitos a propios y extraños porque, a pesar de su físico característico, era capaz de interpretar todo tipo de papeles. Como De Niro en sus mejores días, acomodaba sus costumbres, acentos y manías a las del personaje que estuviera interpretando: vivió semanas enteras en plena naturaleza sin separarse de su rifle Kentucky cuando le tocó hacer de indio, perdió quince kilos y pasaba semanas sin ver a nadie para reflejar la soledad del irlandés encarcelado, etc… Su disciplina y determinación eran tales que ni siquiera perdía el acento con el que estuviera actuando en ningún momento del rodaje: no bajaba la guardia, no se relajaba y se entregaba en cuerpo y alma a unas interpretaciones que, por lo general, estaban muy por encima de la propia película.

En 1997, tras el rodaje The boxer, una cinta modesta hecha por el director que le catapultó a la fama, Jim Sheridan, anunció su retirada del cine. Cogió su maleta y se fue a Florencia, ni más ni menos que a dedicarse a la construcción y venta de zapatos artesanales. Tal cual.

Pasaron los años y sus premios y reconocimientos perdieron brillo y ganaron polvo, mientras la atención se la llevaban los barcos hundidos, las galaxias y los anillos. Al fin, en 2002, Martin Scorsese tuvo la intuición de que Day-Lewis sería el perfecto Billy el carnicero para su megalómana Gangs of New York, un bodrio absoluto en el que Cameron Díaz hacía de galán y Leonardo Dicaprio de dama con perilla, mientras Scorsese se dedicaba a girar la cámara sin compasión ni lógica alguna. Y en medio de semejante desbarajuste andaba el pobre Day-Lewis, que por supuesto se había pasado meses enteros acuchillando jamones para meterse en la piel, (y nunca mejor dicho), del sangriento carnicero.

Como era de esperar, su interpretación fue lo único reseñable (es más, era impactante), de una película que hacía más aguas que la planta de pediatría de un hospital. Quizá por eso, el actor pensó que igual volver a Italia a tomarse otro descanso no le vendría mal, y volvió a desaparecer discretamente.

Año 2007. No sé qué malvadas argucias habrá empleado Paul Thomas Anderson para convencer al excéntrico actor de que regrese, pero desde luego le ha salido la jugada redonda: There Will be blood (“Correrá la sangre”, literalmente, aunque en España la han traducido como “Pozos de ambición” , vaya usted a saber por qué) es una película de ritmo tedioso, completamente anticlimática y desmesurada, pero se eleva muy por encima de la media gracias (una vez más) a una apabullante clase magistral de Daniel Day-Lewis.

No hay un solo plano en que no esté sencillamente perfecto. Su voz se apodera del espectador desde la primera escena, en la que intenta convencer de que su negocio de extracción de petróleo es el mejor de la costa Oeste, y ya no lo suelta hasta la delirante escena final. Es tan descomunal su talento que se merienda, uno a uno, a un director incapaz de situar la cámara donde es debido, a un compositor que es evidente que no ha entendido la película, y no digamos ya al resto de actores. El único que podría aguantar el tipo con algo de dignidad es Paul Dano, (que ya resulta bastante inverosímil en su papel de predicador mesiánico), pero en cuanto intercambia dos líneas con el actor principal se disuelve como un azucarillo y queda reducido a un mero alfeñique balbuceante.

Daniel Day-Lewis es capaz de soportar el peso por sí solo de una película irregular, una de esas cintas que en manos de otro habría pasado sin más pena que gloria por la cartelera, pero que se convierte de repente en un fenómeno gracias a que él tiene el talento, la creatividad, la disciplina y el entusiasmo para sobreponerse a todas las adversidades y dejar al público, literalmente, pegado a la butaca.

La sesión a la que acudí se reía a carcajadas con él, lloraba a su lado y le aplaudía a rabiar en mitad de la proyección, algo que yo sinceramente no he visto jamás en una sala de cine. Y eso que el personaje es odioso, solitario, desagradable y canalla, un antihéroe en toda regla: da igual, este hombre consigue que le queramos más que a nuestra abuela.

Cuando terminó la película la ovación fue unánime, y nadie desperdició un segundo en hablar de la escasa calidad de la cinta, ocupados como estábamos en recordar todas y cada una de las escenas por las que este actor, un más que digno heredero de Robert de Niro, nos hace lamentar que aparezca tan poco, y con tan mal criterio, para deleitarnos con algo tan sencillo como la voz, la presencia y el talento.

Todo un lujo, en los tiempos que corren.



jueves, 14 de febrero de 2008

El debate.


Me llegan mensajes de amigos y familiares, preocupadísimos por las últimas noticias que se han publicado en España sobre el escalofriante tiroteo en la Universidad de Illinois, al oeste de Chicago. Antes de nada quiero tranquilizar a todos, que ni ésa es mi universidad ni tengo yo otra herida aparte de los labios cortados por el frío.

Vamos ahora con los hechos: según el Chicago Tribune, un estudiante universitario entró en un aula, donde aproximadamente setenta alumnos asistían a una clase de Geología. Armado con dos pistolas y una escopeta, comenzó a disparar a diestro y siniestro, hiriendo a veintidós personas y matando a cuatro de ellas en el acto. Unos minutos más tarde se suicidó, al verse acorralado por la policía.

Al menos seis personas han fallecido, aunque la cifra no es oficial y probablemente será mayor. Las declaraciones realizadas por el director de la universidad intentan calmar el ambiente de pánico que reina ahora mismo en Dekalb, localidad donde está situada la Universidad de Illinois. Sin embargo, las declaraciones de los testigos del suceso, unidas al alarmismo de la prensa, no contribuyen precisamente a calmar nada.

De nuevo, el caos. ¿De nuevo? El diario El País recuerda en su edición digital que en una semana se han producido cuatro tiroteos en centros educativos estadounidenses (un adolescente al que reventaron la cabeza de un disparo, en un instituto de California; otro estudiante herido en el gimnasio de otro instituto, en Tenesse; y el peor de todos, en Louisiana, donde una joven asesinó a dos compañeros antes de suicidarse, en un instituto Politécnico). Dice también El País, no sé con qué grado de ingenuidad o cinismo, que precisamente por esta acumulación de sangre “El debate sobre la violencia y el control de armas volverá a instalarse en la sociedad estadounidense”.

Hay que joderse, con perdón y sin él. ¿Pero qué debate ni qué historias? Yo llevo viviendo aquí medio año y me levanto casi todos los días con noticias iguales o peores que las anteriormente citadas. Más de medio centenar de estudiantes ha muerto en estos últimos seis meses, y nadie se ha llevado las manos a la cabeza ni por un segundo. ¿Debate? No, señores de El País, aquí no se produce debate alguno porque la posesión de armas es un derecho constitucional, por no decir que existe una auténtica cultura del rifle y una paranoia generalizada, relativa a la tan manida seguridad o inseguridad ciudadana, que en eso nadie se pone de acuerdo.

Además de eso, pero no menos importante, tenemos el hecho de que la industria armamentística es uno de los principios sobre los que se fundamenta la economía norteamericana, muy por encima de otras en apariencia más importantes, como el turismo o la exportación de coches. Las armas mueven aquí más dinero que el cine de Hollywood, los videojuegos y las hamburguesas, porque se venden por millones tanto en el mercado interior como a países del primer y tercer mundo, y aquí nadie dice esta boca es mía cuando con esas mismas armas luego se desatan guerras por todas partes.

Ya se encargará el Bush de turno de darse cuenta, llegado el momento, de que esos países están armados (oh, cielos, ¿quién habrá sido el villano que les vendió dichas armas, o la tecnología para construirlas?). Y entonces, ese mismo Bush de turno pone en marcha toda la maquinaria militaroide, y allá que se va su glorioso ejército, (bien armado, por supuesto), a difundir la buena nueva de las barras, estrellas y bombas.

¿Debate? Ni por asomo. Volviendo a la modesta Universidad de Chicago, me permito una pequeña premonición, basada en experiencias no muy lejanas: mientras los estudiantes gozan de un día o dos de asueto, para que se tomen una tila y dejen de ver fantasmas por todas partes, las calles y avenidas del campus se van a infestar de policías, de perros patrulla y de cámaras de seguridad. Colocarán una comisaría provisional, alzarán muros y establecerán el toque de queda, si hace falta. Y cuando los alumnos que hoy salían gritando manchados de sangre regresen a la misma aula, estarán tan felices y contentos por el tamaño del rifle que lleva el guardia de seguridad de la puerta. Y entonces veremos si se produce o no el dichoso debate.

No quiero insistir más sobre este asunto porque ya le he dedicado demasiado tiempo y energías en un blog que no se debería emplear para esto, sino para describir lo mucho, y bueno, que también tiene este país. Bastante he hablado ya del ejército o de los tiroteos dentro y fuera de mi universidad, y si hoy vuelvo a tocar el tema ha sido porque me indigna que desde ciertos medios de comunicación se emplee la demagogia desde el más absoluto desconocimiento de la realidad de esta “sociedad”, que causalmente rige los destinos del mundo –y si no, atención a la cobertura mediática de unas elecciones que parece que tienen más peso en Torrejón que en Alabama.

En definitiva, en EEUU la gente no se plantea si poseer un arma es peligroso o no, o si se debería reelaborar cierto derecho a llevar armas automáticas por la calle, en el coche o en el cine. Aquí el único debate que hay, el único, es acerca del calibre del rifle que uno se va a comprar. Y nada más.



(P.D: Por si a alguien le interesa, el estudiante de la matanza de hoy era un joven blanco de clase media. ¿Casualidad, que ese pequeño detalle no se mencione en los medios de comunicación estadounidenses? No lo creo).

martes, 12 de febrero de 2008

Cualquier tiempo pasado...


Me ha tocado esta semana sustituir a una compañera del departamento, por razones que ahora no vienen al caso, y cuál no ha sido mi sorpresa al entrar en clase el lunes y encontrarme, nada más y nada menos, que a los mejores alumnos de los dos grupos que tuve durante el curso de otoño pasado.

Llevo ya varias semanas lamentándome a mis más allegados de que no termino de sentirme cómodo en mis nuevas clases, que no siento esa química que tenía con mis anteriores grupos, esa sensación agradable de entrar en clase y saber que todo va a ir sobre ruedas. Llevo varias semanas diciendo que echo de menos a los anteriores, y siempre oigo lo mismo: "ten paciencia, dale tiempo, es cuestión de acostumbrarse".

Mira que con los anteriores, los que ahora añoro, me las vi y me las deseé al principio hasta hacerles ver que aquí las notas no las pone el profesor, sino que las saca el alumno; mira que hubo que cambiar hábitos y costumbres sanamente americanas, entre ellas el famoso aperitivo durante la clase; mira que yo el primer día pensaba que iba a ser complicado, cuando menos, que esos muchachos pasaran del balbuceo a la palabra.

Y, sin embargo, qué diferencia con el paso de las semanas, qué cambio en los exámenes y redacciones, pero sobre todo, qué cambio de mentalidad y de actitud. Llegó diciembre, llegaron las notas y resultó que más de tres cuartos habían mejorado de forma considerable su rendimiento, obteniendo unas notas fantásticas.

Y lo mejor de todo es que en clase el ambiente era fenomenal, muy agradable, desenfadado en buena medida, y yo como profesor siempre encontraba en ellos la mejor de las respuestas ante las sugerencias, consejos, lecciones o actividades propuestas. Era una verdadera gozada preparar y programar para ellos porque sabías que iban a responder, ya fuera un ejercicio de improvisación, juegos de roles, discursos políticos, debates, presentaciones orales…

Dicen que todo tiempo pasado fue mejor: yo lo suscribo, al menos en este caso concreto. No es cuestión de comparar y decir que aquellos eran más guapos o más listos que los nuevos; es cuestión de la relación que se establece entre el grupo de estudiantes y el profesor, la dinámica de una clase que se gesta entre la motivación de uno y la de los otros, la predisposición, las ganas de sacar rendimiento del tiempo del que se dispone… Simplemente son dos mundos, es imposible comparar.

Total, que tanto quejarme hace unos meses, tanto tirarme de los pelos con “aquellas problemas”, y resulta que he tenido la suerte de tener dos de los mejores grupos que han pasado en años por esta universidad, (dicho por mi coordinadora, que yo en esto no tengo tanta perspectiva). He tenido la suerte, en mi primera experiencia, de rodearme de un grupo de estudiantes aplicado, con interés, ética del trabajo y ganas de aprender y, sobre todo, de disfrutar de la experiencia de conocer un idioma.

Por lo que me dicen, eso es algo que en este oficio y en este lugar no se ve todos los días, algo que te exige sacar lo mejor de ti mismo como instructor, porque la exigencia de este tipo de estudiantes es máxima, pero con la compensación de unos resultados y unos frutos sencillamente inmejorables.

Algo, en definitiva, por lo que sentirse afortunado.

domingo, 10 de febrero de 2008

Gladiadores Americanos.


Ganaron los Gigantes de Nueva York, contra todo pronóstico, a treinta y cinco miserables segundos para el final y cuando iban perdiendo ante el temible equipo invicto de la NFL, los Patriotas de Nueva Inglaterra. Más de 140 millones de personas, a los que hay que sumar otros cientos de millones de dólares en apuestas, derechos de televisión y de marketing, estaban pendientes de uno de los mayores espectáculos del mundo. Y con el corazón en un puño.

Y por fin, una vez resuelta la angustia global con el consabido resultado, toda la sala de la residencia internacional estalló en vítores, aplausos y abrazos de júbilo y exaltación popular, mientras yo me repantingaba discretamente en el asiento, haciendo acopio de unas cuantas palomitas, y preguntándome dónde rayos estaba la gracia de aquel asunto. Durante una hora y media insoportable había estado padeciendo aquella masacre incomprensible entre dos ejércitos de maromos armados cual gladiadores, que se zarandeaban de un lado a otro del terreno de juego sin que yo terminara de entender muy bien para qué hacen falta veinticuatro jugadores cuando realmente son solamente dos los que juegan: uno que lanza ese objeto que llaman balón (pepino, diría yo) y otro que lo recoge (o lo intenta, si llega con piernas al momento decisivo), mientras el resto se dedica a aniquilar sin piedad al que tiene enfrente.

Dicen que el fútbol americano requiere una técnica y una estrategia complicadísimas, sesudas y capaces de dejar incluso al ajedrez en pañales. Ríete tú de Kasparov: donde esté Tom Brady que se quite quien haga falta. Y para demostrarlo ahí tienes a una docena de entrenadores por banquillo, todos con sus auriculares bien puestos, (¿a quién tienen que llamar en mitad del partido? ¿A su abuela?), sus cuadernos tácticos (todos ellos vacíos, no sea que una cámara espía se lo vaya a chivar a la docena de entrenadores del banquillo de al lado) y esos cronómetros súper sofisticados que detienen hasta la última millonésima de segundo. Táctica no sé, pero desde luego tecnología tienen para hartarse.

Lo único reseñable de semejante bobada cavernícola es comprobar lo americanamente americano que es todo, de punta a punta, con ese estadio abarrotado de símbolos patriotas, capitalistas y consumistas. Las cadenas de televisión se pegan, literalmente, por los derechos de retransmisión. Las compañías de publicidad se dan casi más codazos que los jugadores, que ya es decir, por anunciar sus productos, porque saben que es una oportunidad de oro (un tal ordenador Macintosh de una tal compañía Apple fue anunciado en el descanso de la Superbowl del año 1984, siendo el spot más visto de la década: ahí queda el dato).

Dinero, dinero, dinero… ¿y el fútbol? Bien, gracias. Estrategia y técnica no sé, porque yo eso no lo vi por ningún lado, pero desde luego lo que sí que vi fueron los saltos, caídas, empujones, puñetazos, expulsiones, más puñetazos, patadas, más empujones, aglomeraciones de veinte maromos por metro cuadrado, más expulsiones, más caídas y, por supuesto, más y más castañas, que es lo que el público quiere ver realmente: cuanto mayor era la ostia (con perdón, es que cualquier otro vocablo se me queda corto), mayor era el rugido del respetable (o no tan respetable) público.

Y al final, a treinta y cinco segundos, con todos con el aliento contenido de pura emoción (no me digan que no suena a película de sobremesa: sólo faltaba el jugador a punto de retirarse por una vieja lesión que hasta ese momento había visto frustrado su sueño americano; bueno, eso o que todo estuviera amañado, algo que, dicho sea de paso, no me extrañaría lo más mínimo), van los Gigantes y hacen honor a su nombre con una jugada de esas para enmarcar (una carrerita más rodeada de caos y destrucción cavernícola, vaya).

Sonó el pitido final, y todos en la residencia se abrazaban y gritaban de la emoción, mientras yo, como digo, reflexionaba sobre este y otros asuntos no menos fundamentales para el destino de la humanidad, como dónde narices andaba mi soda con aromas a lima-limón.

Una semana más tarde, y repuesto ya al fin del impacto de semejante visión, me entero de que el Real Madrid ha ganado 7-0, y veo un vídeo con unos goles como soles. Veo a Guti, ese jugador tan desafortunado como rebosante de talento, haciendo una indescriptible demostración de lo que es la técnica, la visión de juego, la calidad y la estrategia en un terreno de juego, pura magia convertida en pases de gol o en goles propios (golazos, por cierto).

Veo eso y se me caen las lágrimas, porque en ese resumen de apenas cinco minutos disfruté más que con toda la parafernalia americanoide de la dichosa Super Bowl, a pesar de (o quizás precisamente a causa de) su supuesto bombo, lujo y espectacularidad.



(Foto: Guti diciendo "Porque yo lo valgo". Vídeo: Tom Petty y los Heartbreakers en el descanso de la Super Bowl. Al menos pusieron música. http://www.youtube.com/watch?v=CIwzl1maHmU)

jueves, 7 de febrero de 2008

De rincones y miserias.



Cerré ayer la última página de Crematorio, con esa sensación de orfandad que queda tras terminar de leer una novela que realmente se estaba degustando, y me vino enseguida a la memoria la primera vez que apareció Rafael Chirbes ante mí, hace ahora dos años, una tesina, una tesis en marcha y siete mil kilómetros de distancia en el espacio y en el tiempo.

Estaba yo entonces preparado, aunque nervioso, en aquel hotel de Pirámides donde había quedado con el escritor para hacerle una entrevista. Estaba preparado porque tenía la grabadora y las preguntas dispuestas, y meses de lectura atenta y cuidadosa de todas sus novelas, artículos y reseñas. Estaba nervioso porque era la primera vez que cruzaba esa frontera que siempre se establece entre el lector y el escritor, que no es otra que el propio libro, y como suele ocurrir ante una nueva experiencia, lo natural, al menos en mi caso, era y es dejarse llevar por la inquietud.

A fin de cuentas uno se hace a la idea, cuando estudia Literatura, de que los escritores deben ser una especie distinta al resto de seres humanos, personas diferentes que observan la realidad con otros ojos y, lo más importante, gente capaz de expresar esas impresiones de una forma que nadie más puede, con una precisión y una profundidad que alcanza los rincones y las miserias últimas, esas que tanto nos esforzamos por ocultarnos día a día y que sólo a través del arte de los libros, de la conjunción de idea y palabra, es posible sacar de nuevo a la luz.

Muchos de esos mismos a los que acabo de elevar a un altar en el párrafo anterior no tienen necesidad ni de mi alabanza ni de la de su querida abuela, porque ya se encargan ellos de situarse en esas esferas divinas y en las que hagan falta. Y es que hay escritores que viven de serlo, o de aparentarlo, gente que hace de sus dotes para manejar las palabras un mero instrumento de propaganda y autobombo. Esos suelen hacer mala literatura, en general, por mucho talento o dotes que tengan. Son autores vanidosos, narcisistas del verbo que se enorgullecen con cada elogio crítico, sea cual sea su origen y procedencia, tanto del experto más afamado como del último mono que aparece para pedir una firma en esas inmundas casetas de la feria del libro.

A esa hora de la tarde, el hotel Pirámides estaba en completo silencio. Vi que había una salita que reunía todas las condiciones para hacer una entrevista seria y concienzuda, y en ello pensaba cuando llegó Rafael Chirbes (“Rafa, por favor”) y antes de que le indicase la magnífica sala me dijo: “Oye, mejor vámonos al bar de al lado, que aquí no hay quien aguante”.

Y allí que nos fuimos, con la música de las tragaperras, los comentarios de la gente y la televisión de fondo (“Esto es lo que a mí me gusta, salir a la calle, al bar, mezclarme con la gente y hablar hasta que nos den las uvas. Y cuando ya no queda nadie, entonces nos vamos a casa, a leer y a escribir”). Yo coloqué la grabadora, subiéndole el volumen hasta el máximo y rezando porque aquello funcionase y al final hubiera un sonido digno con el que poder hacer una buena transcripción.

Y a partir de ahí, con el camarero sirviéndonos la bebida (aún se puede escuchar en la grabación el sonido del cristal sobre la mesa, e incluso los hielos temblando en los vasos), comenzó una conversación de tres horas en la que se habló de lo humano y lo divino, de editoriales y escritores, de política e historia, de tesis y universidades, pero sobre todo de libros, libros y más libros, y no daba abasto mi agenda para apuntar tantas referencias, tantísimas referencias que salían de la boca de Chirbes con una facilidad tan pasmosa como los argumentos, las vidas de los autores, sus ideas y visiones del mundo, de la filosofía y hasta de la ética.

Recuerdo que ya casi al final le comenté la teoría según la que, a partir de mis lecturas, me daba la sensación de que su proyecto narrativo culminaba con la que hasta entonces era su última novela publicada, Los viejos amigos. Fue entonces cuando me dijo: “pues si crees que lo he dicho todo espérate y verás, que la que viene es buena, aunque me está costando, me está costando”.

Y vaya si es buena. Crematorio no me ha dado un momento de respiro desde que la empecé, y vi cómo poco a poco iba creciendo a cada página la historia de Matías, el antiguo ideólogo de la revolución, cuya muerte convoca a todos los fantasmas familiares, políticos y de cualquier clase imaginable, desde su hermano Rubén, el constructor inmisericorde, pasando por su amigo Brouard, el escritor encerrado en su propia soledad, hasta otros personajes no menos contundentes como Traian o Silvia.

Por el camino, queda en la retina del lector la reflexión sobre el paso del tiempo, el desengaño ante las trampas de la ideología, la desmitificación absoluta y el hedor del materialismo, la corrupción moral y el cinismo, casi como única solución, ante un universo que se desmorona ladrillo a ladrillo, un paisaje desdibujado y miserable por el que deambulan unos personajes tan confusos como desorientados por los golpes del destino.

Chirbes reconoce al final de la novela su deuda con otros libros, con otras películas, con esas mismas referencias con las que me avasallaba aquella tarde de marzo de 2006, y que no hacen sino poblar una novela de ideas densas, expresadas en un lenguaje de períodos largos y penetrantes, crudo en su mayoría, sutil en ocasiones, siempre adecuado al tono de una historia que se eleva por encima de los personajes y obliga, como sólo saben hacer los grandes escritores, a rebuscar en esos rincones y miserias últimas, aquellas que con tanto esfuerzo nos ocultamos, y que estos libros -dichosos libros-, se empeñan en sacar de nuevo a la luz.

lunes, 4 de febrero de 2008

"Nerd:


...equivalente español de empollón, cretino y tarado. Dícese de aquella persona que pasa cuatro cuartos de su vida entre libros, sacrificándolo absolutamente todo, incluso funciones básicas como comer o dormir, por pasar un rato más al lado de Aristóteles, Stephen Hawking o Harold Bloom.”

Por lo visto, los “nerd” no sólo constituyen toda una especie aquí en esta universidad, sino que es algo bastante frecuente en todas las americanas. Son una auténtica legión, y están equipados con las mejores armas que cabe imaginar, por no hablar de los recursos que se ponen aquí a su disposición: bibliotecas que abren las 24 horas del día, servicios de préstamos interbibliotecarios, posibilidad de sacar libros ilimitados durante más de seis meses, descuentos en librerías, salas de estudio especiales con máquinas de café en los departamentos…

Un “nerd” no gasta dinero en malos vicios, no sale de fiesta los fines de semana y por supuesto cualquier paso más allá de los centros del saber es una aventura a lo desconocido. El poco tiempo libre del que dispone lo pasa pendiente del correo electrónico por si acaso los profesores han enviado un artículo nuevo, recomiendan algo más de bibliografía o simplemente quieren recordarles lo miserables que son sus existencias.

Hay incluso bibliografía dedicada a ellos, en las mismas librerías donde se les regalan cupones de descuento: libros que los estudian, analizan y diseccionan y otros que intentan comprenderlos, para ayudarles a salir de su propia condición. Es más, en un intento por alejarlos de su círculo “vicioso” de libros y más libros, existe una asignatura de psicología que se llama algo así como “Relaciones sociales para estudiantes introvertidos”, que aquí la llaman, de forma más prosaica: “Cómo ligar para nerds”

Pero casi nadie se matricula. No hay tiempo para esas bobadas. Quizá por eso los "nerds" hasta caminan deprisa, sin detenerse a hablar con nadie o a mirar el paisaje nevado. Van siempre acarreando libros de un lado a otro, colocándose sus gafas y con la mirada fija en el suelo, no sea que alguien les vaya a reconocer y a iniciar uno de esos deshonrosos actos sociales de intercambio de saludos o, incluso, información personal. Los "nerds", más que andar, se desplazan.

Son famosos los phd-quimi-nerds, los estudiantes de química de doctorado, porque pasan entre catorce y dieciséis horas diarias trabajando en los laboratorios subterráneos (llamados, no por capricho, “búnker”). Pero no son los únicos: físicos, ingenieros, astrónomos, médicos, biólogos, economistas… da igual la rama porque el patrón es siempre idéntico, como idéntico es el comportamiento, los hábitos, el aire desgarbado y la introversión absoluta, que los convierte en objeto de burlas por parte de una comunidad estudiantil que, en el fondo, envidia su impresionante capacidad intelectual.

Casi tanto, imagino, como los propios "nerds" envidian las dotes sociales de los "mediocres" (aquí hay para todos, no se vayan a creer): estoy seguro de que muchos de ellos darían la mitad de sus neuronas por tener un segundo esa sensación de sentirse integrados en un grupo, una pareja o, incluso, una familia.

Aunque supongo que estos estudiantes modelo tampoco tienen tiempo de pararse a pensar en lo que se les queda en el camino, con tanta prisa y tanto estrés, y ese último artículo que hay que devorar antes de que amanezca y toque empezar de nuevo una rutina tan imparable como agotadora.

Y eso, el no pararse a pensar realmente en el camino que están tomando sus vidas, casi más que todo lo dicho anteriormente, sí que me produce verdadera lástima.

domingo, 3 de febrero de 2008

El Príncipe de los Ladrones.


Este fin de semana he tenido ocasión de ver American Gangster, filme de Ridley Scott basado en el caso real de Frank Lucas, un mafioso afroamericano que a principios de los años setenta amasó una fortuna indecente con el tráfico de cocaína. Quizá por casualidad, justo el día anterior tuve ocasión de conocer, en una presentación oral de mis alumnos, el caso de Pablo Escobar, un mafioso colombiano que se hizo literalmente de oro en los ochenta traficando también con la cocaína.

Curioso, el caso de estos dos sujetos, separados en el tiempo y en el espacio pero con numerosos rasgos en común. Ambos son de familias humildes, y testigos de sociedades injustas y gobiernos débiles (no hace falta que mencionemos a Nixon, como tampoco los cárteles y los grupos paramilitares que hacían y deshacían a su antojo en Colombia). Ambos tuvieron la suficiente inteligencia como para elevarse por encima de aquella miseria circundante y aprovecharse de la debilidad de sus compatriotas, de sus vicios y miserias, para destacar y poder contemplarlo todo desde una montaña de oro.

Oro financiado, sobra decirlo, con asesinatos, extorsiones, tráfico de estupefacientes, robos y prácticamente todos los delitos tipificados en sus respectivos códigos civiles. Oro bañado en sangre, y con aroma a la misma cocaína que consumía, uno a uno, a todo el que tenía la desdicha de inyectársela en vena o esnifarla.

El rasgo más llamativo que estos dos hombres comparten es haber sido aclamados por sus respectivos pueblos, los mismos a los que estaban empujando de cabeza a una espiral autodestructiva de drogadicción. Sin embargo, determinados gestos de cara a la galería, populistas y estratégicos, les permitían tener una imagen intachable entre los más humildes: repartos de dinero en calles abarrotadas, construcción de hospitales y canchas deportivas para la juventud…

A ambos les unió también la muerte: en el momento en el que un policía colombiano lo abatió a balazos en su propio edificio, a Pablo Escobar se le imputaba un número aproximado de 4.000 crímenes. A Frank Lucas, al que sólo llegaron a procesarlo por tráfico de drogas, se le achacaron también numerosos asesinatos, aunque nunca de forma oficial. Sin embargo, lo que sí está constatado es que para transportar la cocaína desde el sudeste asiático utilizaba los féretros de los soldados que regresaban muertos de Vietnam.

No sé si existe algo parecido al “síndrome de Robin Hood”, pero desde luego esto me recuerda sobremanera a aquel caballero que robaba a los ricos para dárselo a los pobres, que evidentemente lo adoraban como al héroe que era. Sin embargo, entre la leyenda del príncipe de los ladrones y estos dos capos de la droga media más de un abismo: Lucas y Escobar robaban a los pobres y a los ricos, vendían cocaína a todo el mundo y se hacían más ricos que nadie, mientras contribuían a la degradación de sus respectivas sociedades, esas mismas que decían amar y proteger.

Quizá por todo esto me indigna que tanto mis alumnos como Ridley Scott tengan una sola palabra favorable para estos dos criminales a escala internacional. Me parece increíble ser capaz de pronunciar un solo argumento que justifique las muertes, las mentiras y el daño irreparable que estas dos personas ocasionaron desde su desmedida avaricia, ira y voracidad humana.

Aunque no lo justifico, puedo llegar a entender que una sociedad en proceso de descomposición, bajo la tutela de un gobierno incompetente e inútil sea capaz de llegar a considerar héroes a semejantes sujetos.

Ahora bien, que en una sociedad próspera, estable y con un sentido moral fuerte como es la norteamericana de estos primeros años de siglo XXI, una sociedad donde la ley es venerada casi al mismo nivel que la Biblia, que aquí y ahora se diga o se haga lo más mínimo para encumbrar a estos engendros que no merecen siquiera la consideración de seres humanos, me parece algo absolutamente deplorable e infame.

Otro signo más, en definitiva, de que ni esta sociedad es tan próspera, ni estable, ni moral, ni nada de nada.