sábado, 14 de junio de 2008

Lost in Chicago (I)


El día catorce de septiembre de 2007, sobre las doce del mediodía, me encontraba en una céntrica calle de Chicago en busca de una salida hacia el Lake Shore Avenue, que sigue durante varios kilómetros la orilla del lago Michigan hacia el sur. Estaba consultando el mapa cuando de pronto escuché el grito de un policía. Al alzar la vista me encontré con un enorme afroamericano que tenía el puño alzado sobre mi nariz, posiblemente con más intención de asustarme que de agredirme.

Y a fe que lo hizo. Sin embargo, nada más comprobar que había sido descubierto por la autoridad se acobardó, mascullando al pasar a mi lado “Scared, um?” (¿Asustado, eh?), y luego siguió su camino con andares de ballenato. El policía aparcó a mi lado, y sin bajarse del vehículo me preguntó que si estaba perdido. Yo le respondí que no, que sólo estaba comprobando el número de la calle en que me encontraba, y tras intercambiar alguna información más sobre mi destino e intenciones, me dijo lo siguiente:

- Mira, hijo, esta ciudad no es para dar paseos solo, ni de día ni de noche. Toma un autobús, que te dejará en tu residencia en veinte minutos, y si quieres sacar fotos mejor te compras una guía turística. Has tenido suerte de que estuviéramos por aquí.

Y se fueron, tras asegurarse de que salía de aquella zona por mis propios medios. Fue entonces cuando me di cuenta de lo que podía haber pasado y no pasó, y cuando hice el sagrado juramento de no volver a cometer la imprudencia de pasear por pleno centro de la ciudad a las doce del mediodía en una ciudad plagada de policías, por contradictorio que esto pudiera parecer.

Recuerdo que al llegar a la residencia, veinte minutos después, me sentía algo confuso. No había hecho más que llegar a la ciudad y acababa de recibir una bofetada de esas de la realidad que tan beneficiosos efectos tiene para la salud. Me sentía bastante desorientado y confuso. Estaba a casi ocho mil kilómetros de mi hogar, sin amigos ni conocidos a los que acudir, solo y a expensas de las paradojas de aquella ciudad que ni conocía ni alcanzaba a entender.

Perdido en Chicago, así estuve durante varios días hasta que poco a poco comencé a integrarme en una realidad que ahora abandono casi de la misma forma en que llegué, con otra bofetada de realidad, esta vez múltiple pero con un rostro mucho más amigable: el de las personas de las que me he ido despidiendo estos últimos días.

Cada abrazo y cada adiós han sido un nuevo jarro de agua fría, porque me han hecho darme cuenta de lo mucho que ha cambiado mi situación en apenas nueve meses. Decir adiós a Lidwina, Nene o Mario Santana me ha servido para entender que cierro un capítulo laboral lleno de retos y satisfacciones, y hacerlo después con los últimos compañeros y amigos de aquí ha reforzado esa sensación de amparo que tanto me ha mantenido con la moral por las nubes, la vista al frente y el espíritu alto. No se puede pedir más.

Lost in Chicago (II)



Volvía anoche de una cena con unos amigos, en compañía de una estudiante que acaba de llegar a Chicago. Veníamos paseando por el campus de la universidad, con esa tranquilidad nocturna y la calma posterior a la fiesta de graduación que ha sido, ribete al aire incluido, todo lo espectacular que cabía esperar de este sitio. Ella me ha preguntado si no me daba pena todo lo que dejaba aquí, la ciudad, los amigos y el trabajo, que si no me gustaría quedarme un año más. Nos observaban en silencio los muros de hiedra y las torres de la universidad, y ha pasado por mi mente tal cantidad de recuerdos, tantos rostros y vivencias, que me ha llevado un tiempo responder.

“Supongo que sí”, he dicho, pero al mismo tiempo he intentado analizarlo con otros ojos que no fueran los de la pre-melancolía, y me he dado cuenta de que en el fondo no es cierto, que por mucho que me ciegue la emoción de las despedidas no tengo ganas de reiniciar otra temporada más en esta ciudad, no con estas condiciones y en estas circunstancias. Me he dado cuenta de que muchos de mis amigos se van como yo, para no regresar, que las clases de español me ofrecerían los mismos retos que este, pero no más, y que aunque podría seguir profundizando en algunos aspectos de esta ciudad, harían falta otras, como Nueva York o San Francisco, para poder realmente ampliar mis horizontes.

“Supongo que sí”, he dicho, y al notar que a ella no le parecía lo suficientemente convincente he matizado, “pero es que este año lo he disfrutado tanto, le he sacado tanto partido y lo he vivido con tal intensidad que me temo que el siguiente sería más de lo mismo", sería repetición de lo ya visto y ya vivido, con algunos matices, con alguna que otra novedad, pero con la misma base, el mismo trasfondo y un menor espacio, en definitiva, por recorrer.

Luego, ya menos filosóficos, me ha preguntado dónde estaban las paradas de autobús y metro, qué horas eran más o menos apropiadas para salir o hacer las compras, atajos para llegar de un sitio a otro de Hyde Park e incluso por algunas opciones turísticas para conocer la ciudad, y al contarle todo esto y más he unido de repente esos dos momentos, aquel en que caminaba desorientado mapa en mano a mediados de septiembre y este otro en que hacía de Cicerone improvisado, a mediados de junio.

He sentido que estaba en terreno conocido, o al menos mejor conocido que entonces, y por primera vez en tanto tiempo no me he sentido perdido.

Por eso me voy, en el fondo, y por eso no lo lamento.

jueves, 12 de junio de 2008

Pretty, pretty cool.


Este blog quedaría incompleto si no hiciera mención al personaje que pueden ver en la fotografía, haciendo el ganso en todo su esplendor. Se trata de Francis, que se ha convertido en estos meses en uno de mis mejores amigos, y al lado del cual he pasado los momentos más entrañables de este largo viaje que ya toca a su fin.

Quizá porque somos de una misma generación, porque tenemos gustos similares o porque compartimos, además, una forma similar de enfrentarnos a la vida, Francis y un servidor conectamos desde el primer día en la residencia. Y ha sido una suerte que así fuera, porque ha sido la amistad más fértil que he encontrado en mucho tiempo, y que me ha permitido disfrutar de un oyente tan lleno de paciencia como de elocuencia cuando le tocaba el turno de subir al estrado.

Partiendo del respeto y de la conciencia de las limitaciones del idioma, hemos ido forjando poco a poco, sin proponérnoslo y sin prisa (pero sin pausa), una relación basada en la confianza mutua. Sabíamos que podíamos contar con el otro en los momentos de necesidad, y que había otros en que cada uno debía seguir su propio camino, siempre combinando la mejor voluntad con la ausencia de sentimiento de obligación alguno, (la clave, para mí, de toda sana amistad.)

Es un hombre resolutivo, con iniciativa y decisión, que dejó atrás su pasado en Manchester para iniciar una nueva vida cuando todo parecía estancado y yermo a su alrededor. Ahora disfruta de las posibilidades de esta ciudad, que son muchas, se relaciona con gente de la más diversa naturaleza y profundiza en su conocimiento de la Historia de la Ciencia, pasión que lo retiene horas y horas atrapado entre libros de Kierkegaard, Merleau-Ponty o Heidegger.

Francis tiene un talento natural para conectar con la gente, especialmente con esas mujeres que son la sal de su vida. Pocas veces he visto semejante habilidad para ganarse la confianza de los demás, para diseccionar la personalidad del interlocutor y saber cómo llevarlo a su terreno, o simplemente para hacer de perfecto anfitrión, humorista o confidente, según la ocasión lo requiera.

Incapaz de dejar indiferente a nadie, ha provocado entre las damas desmayos, celos y pasiones como el mejor de los galanes. En el otro lado del espectro, sus amigos, ha creado un clima de confianza tan saludable que, con enorme diferencia, será uno de aquellos a quienes sí extrañaré, posiblemente al que más, tanto por estos como por otros argumentos que callaré no por pudor o vergüenza, sino debido al inmenso respeto que tengo a una amistad y confianza labrada con tiempo, paciencia y afecto.

Adiós y suerte, mr. McKay. El placer fue todo mío.

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This blog would not be complete without mentioning the character you can all see in this picture, playing the fool in all his splendour. He is Francis, one of my best friends since I came here. I went with him through the most pleasant times of this long trip that is coming to its end, so it seems fair saying a few words about him.

From the very beginning, Francis and I got along well with each other because of many reasons. We belong to the same generation, we share similar tastes and preferences but, most of all, we share a similar view of the world. I’m really glad it was like that, because it’s been one of the most fertile friendships I’ve ever had, and because it allowed me to meet an eloquent speaker, as well as a listener plenty of patience.

Starting from the respect and the awareness of my troubles with the language, we’ve been forging this friendship little by little. Based on mutual respect, we knew that we both needed our own way, but we also knew that the other one was always there, just in case. We combined the best intention with the absence of obligation towards the other, which is what I consider the essence of a healthy relationship.

He is a firm man, with initiative and resolution, who left his past behind in search of a fresh start. While there he felt stuck, here he enjoys the many possibilities this city offers. He has both contact with people from very different cultures and the resources to deep in the knowledge of the History of Science. This passion keeps him reading for hours the works by Kierkegaard, Merleau-Ponty and Heidegger, among others.

Francis has a natural talent to socialize with people, especially with those women who are his spice of life. I’ve rarely seen such an ability to make other people feel at ease with someone as he does. He has also the skill to become the perfect host, the comedian or the confidant, according to the occasion.

Unable to leave anyone indifferent, he caused faints, jealousy and passions between the ladies. Among his friends, he created such a nice atmosphere that it will make me miss him the most, and not only why what I said, but because of many other reasons I will leave out due to the respect I feel for his friendship and confidence. After all, that treasure was built only with time, patience and affection, so it deserves that silence in return.

Farewell, mr. McKay. It was my pleasure.

Con las maletas a medio hacer.


Intento meter todo en las maletas pero no me cabe, simplemente es demasiado material acumulado. Tengo en bolsas las emociones del primer día, nada más subirme al taxi y contemplar los edificios en la distancia, o el primer paseo por un campus soleado y cubierto de vegetación. En dos cajas están los nervios de esas primeras semanas, las reuniones previas a las clases y mi primer contacto con los alumnos. Y todavía en las perchas, recién planchadas, las primeras fiestas de la residencia, los primeros amigos que se iban presentando y cuyos nombres costaba tanto recordar al principio, cuando todavía no eran familiares.

Peleado por su espacio con los libros tengo el álbum de fotos, repleto de imágenes, desde el panorama desde el puente de la avenida Michigan en dirección sur, con los edificios del distrito financiero bordeando el río, pasando por la nieve, esa inmensa y eterna nieve que todo lo cubría y que parecía que jamás terminaría, hasta llegar a la presa Hoover, los desiertos de Nevada y la enormidad del imponente Gran Cañón. Tengo fotos de mis alumnos jugando al ajedrez, fotos de aviones y de ardillas, fotos de amaneceres y atardeceres, de días lluviosos y hasta de otros, más escasos, donde brilló un poco el sol de esa débil esperanza sepultada por la nieve.

He intentado meter, aunque todavía sin éxito, las conversaciones acerca de lo humano y lo divino con las embajadas italiana e inglesa, que al parecer están ahora en negociaciones por un atrasado San Valentín. Tengo por aquí también la tarjeta de Nikola, ese presidente de la asociación de estudiantes europeos que se ríe hasta de su sombra, y que tampoco entra en la maleta; y qué decir de la amistosas charlas con Emily, que por mucho que lo intento no consigo doblarlas porque aún perdura ese buen sabor de boca que deja la amistad recién estrenada. Anda por aquí el balón de fútbol de Sam, que ha heredado de él su sonrisa permanente y victoriosa, y una bebida dietética de Alex, que se la habrá olvidado antes de seguir echando de menos su Cataluña querida. Por tener, tengo hasta una carcajada de Kim, que se puede escuchar cada vez que abro la carpeta de los primeros recuerdos, aquellos que fueron la base de tantos otros que se han ido acumulando hasta hoy mismo.

Total, que ahora no me cabe nada, y las horas que son y aún estoy con las maletas a medio hacer. Qué desastre…

lunes, 9 de junio de 2008

De tiempos, espacios y gusanos.


El científico Carl Sagan solía decir que el ser humano era incapaz de aprehender y percibir la cuarta dimensión: el tiempo. Para ello, ponía el ejemplo de un gusano, una criatura que vive en un universo bidimensional. Supongamos que el gusano se desplaza por una superficie plana, y que colocamos de repente una manzana frente a él. Al ser incapaz de concebir una tercera dimensión, lo más seguro es que el gusano se sienta sobrecogido ante tal suceso milagroso, (o que rodee la manzana y siga su camino sin plantearse nada, ya me entienden).

Según Sagan, el gusano no concibe el espacio en su tercera dimensión del mismo modo que el ser humano no puede concebir el tiempo. En su primera acepción, la RAE dice del tiempo que es la “duración de las cosas sujetas a mudanza.” Aunque tenga algunas reservas sobre la precisión de estas palabras (¿qué no está sujeto a mudanza?), en mi opinión, esto refuta la idea de Sagan: al ver las diferencias entre un objeto, persona o lugar y la imagen anterior que teníamos de las mismas, encontramos en esa misteriosa fuerza llamada tiempo la causa de dicho cambio o mudanza. Así, nosotros no percibiríamos tanto el cambio (como proceso en sí), sino los distintos resultados, estableciendo la conexión entre el último y el conocimiento previo a través de una evolución inaprensible llamada tiempo.

En su segunda acepción, el diccionario de la RAE define esta palabra como una “Magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos, estableciendo un pasado, un presente y un futuro.” Fíjense qué curioso que el diccionario también defina el tiempo empleando conceptos espaciales, esa línea imaginaria horizontal dividida en tres coordenadas básicas. Y del mismo modo que en sus cartas Cristóbal Colón (también conocido como el genocida de las Antillas (sic)) describía ese nuevo mundo para el que no tenía categorías empleando términos de la Arcadia literaria, nosotros hacemos lo propio con ese concepto tan abstracto, intangible y difuso que es el tiempo. Empleamos los recursos que tenemos a nuestro alcance, limitados e insuficientes, para tratar de definir lo indefinible, y a pesar de todo vivimos en la ilusión de que el tiempo es nuestro, de que podemos no ya sólo medirlo, sino conocerlo, sentirlo, (y algunos, los más locos, hasta creen poder combatirlo).

En cualquier caso, nuestra propia actitud ante el tiempo es en sí variable y en continua evolución: un niño de cuatro años preferirá una onza de chocolate ahora mismo a una tableta entera dentro de media hora, porque todavía no ha desarrollado la intuición del futuro (se habrán fijado cómo lloran los críos en las guarderías, al sentirse abandonados por mucho que sus padres les digan que a la tarde volverán a recogerlos); qué decir del adolescente, que vive absorto en esa ilusión del eterno presente y que por mucho que se le sermonee acerca de su inminente futuro laboral nos mirará como si le hablásemos de entelequias, mientras que el anciano, al otro lado del espectro temporal, cuenta los años con la facilidad de quien deshoja una margarita.

Más aún, cuando disfrutamos el tiempo se reduce y al aburrirnos se dilata hasta el infinito y más allá; las horas pasan eternas o volando según nuestro estado de ánimo y de una forma tan imprecisa como subjetiva, y por mucho que creamos medirlo, sentirlo o concebirlo, lo único que siempre me ha parecido cierto en todo este embrollo espacio temporal es que el tiempo se nos escapa de forma irremediable, por más que intentemos cualquier acción o reflexión sobre él.

En no pocas culturas religiosas se afirma que la divinidad es la única que posee el conocimiento del tiempo, que su dios o sus dioses sí que pueden, a diferencia del hombre, contemplar la línea temporal de una sola mirada y aun más, llegando a sentirla, combatirla o doblegarla.

Es otra forma de decir, en el fondo, que el ser humano es el gusano ante la manzana, y ni siquiera: a nosotros la manzana nos pasa desapercibida físicamente, a pesar de los sueños de algún que otro científico chiflado con delirios de grandeza.

Tras el silbido del ostro.


Qué expresa la mirada ya sin vida,
oculta tras el silbido del ostro;
firmeza pétrea en un ajado rostro
que es huella de esperanza envejecida.

Qué no darían esos labios por beber
los aires por otros tales vaciados.
Qué reino no habría abandonado
por sentir el alivio de esa fe

y olvidar que vivió siempre en desvelos,
que no hubo ni una noche alma gemela
que lo guiara en sueños paralelos.

Qué no dará por quebrar su cautela
y proclamar hasta los mismos cielos
ese amor que hará de su piedra esquela.

viernes, 6 de junio de 2008

El Paraíso no es un lugar… (Aquello y aquellos que sí extrañaré (II))


Nos hemos despedido hoy de Jeremy, que parte mañana para sus tierras australianas (donde ahora es invierno, por cierto: pobre hombre). Luego he ido de cena con otros amigos para decir adiós a Vladimir, que parte hacia Nueva York y con quien he tenido la suerte de compartir muchos y buenos ratos en estos últimos meses (rabia me da, después de haber vivido todo el año puerta con puerta, que nos hagamos amigos ahora, casi al final). Por si eso no fuera suficiente, mañana tenemos despedida de Valentina, la italiana que regresa a la tierra del sol, y poco después de Kristen, que por fin vuelve a su adorada ciudad de Las Vegas (donde espera reponerse de su Trastorno Afectivo Estacional, espero) o de Alex, que se vuelve a Singapur con ganas de abrazar a su madre y a su novia, (y no precisamente por ese orden.)

Se van, en definitiva, todos aquellos amigos con los que he compartido el año en la International House, siguiendo la estela de otros que ya lo hicieron en diciembre o en marzo, como la grandísima Virginia, alma española y salada donde las haya, o el no menos grande Matías, aquel defensa germano con el que peleé, mano a mano, contra los delanteros yanquis en el lejano mes de octubre.

Desde hace unos años vengo haciéndome a esta incómoda rutina de conocer a gente que, más tarde o más temprano, tengo que despedir con una certeza bastante alta de que seguramente no volveré a ver. Me pasó en el campo de voluntarios de Galicia, hace unos años y a otra escala, como también en el curso de filólogos de Santander, en la carrera y hasta en mi grupo scout. Aquí en Chicago llevo desde el principio del curso sabiendo que al final llegaría este momento de la despedida, de desear buena suerte y decir “hasta luego”, (cuando en realidad es un “adiós”, y de los buenos), y sin embargo, me queda ese regusto algo amargo de lo que sabe a poco y que echaré de menos porque era bueno y merecía la pena, porque hizo mi vida más agradable o llevadera, o simplemente porque me había acostumbrado de una forma tan fácil que ahora me resulta raro pensar en un mañana sin dicha y sana costumbre.

Durante la primera cena en la residencia, nuestro director Bill el Carnicero, (ver “El maestro de ceremonias” para más detalles), nos avisó de todo esto. Nos dijo que este lugar era tanto de encuentro como de despedida, un espacio dinámico de cambio y constante renovación, y que las mismas historias que se habían tejido en cursos anteriores volverían a tejerse en este, con otros matices, con distintos protagonistas pero no tan distintos resultados. Ahora es, por tanto, tiempo de que Aracne dé marcha atrás, es momento de destejer este telar de meses, de fiestas y desvelos estudiosos, de amistades o relaciones que surgieron y ahora han de replantearse a la luz de los cambios, de las marchas con o sin retorno y de ese horizonte que ahora mismo se ha desestabilizado por completo a la espera de nuevos acontecimientos.

Supongo que extrañaré a cada uno de estos amigos en su justa medida, sin lágrimas pero con cariño, según aquello que hicieron por que mi estancia aquí fuera la que ha sido: excelente, entrañable, especial.

Echaré de menos, pero no tanto, la vida en este edificio en el que he vivido, las barbacoas de primavera y el helado de los domingos por la noche, esos partidos de fútbol que amenizaron el otoño o las sesiones de cine con un ojo en la pantalla y otro en el reloj que nos decía cuándo recoger la ropa de la lavadora. Y lo haré porque, al margen de este marco imponente que es la residencia, y que tantas posibilidades ofrece, han sido las personas que han llenado ese espacio, han sido sus virtudes y su humor lo que ha hecho que el lugar haya adquirido la inmejorable imagen que de él me llevo a casa, ese “paraíso” (me perdonen el término, por lo idealista) que lo ha sido, una vez más, no por el lugar en sí sino por aquellos que lo habitaron.