miércoles, 4 de junio de 2008

Limpia, fija y da esplendor (o no tanto)


En un vuelo que me llevaba de Madrid a Chicago tuve ocasión de mantener una conversación sobre lenguas y prejuicios, algo bastante inusual si tenemos en cuenta que un avión no parece el lugar más idóneo para semejante tertulia.

Tras descubrir que compartíamos nacionalidad española, la mujer que viajaba a mi lado se identificó como una abogada “de alto prestigio”. Yo le dije que era un instructor de español de no menos prestigio (hasta ahí podíamos llegar), a lo que ella me respondió: “pues me alegro de que seáis vosotros los que enseñéis el español de verdad por el mundo, porque estamos llegando a unos niveles donde ya todo vale igual y todo es lo mismo, y eso no puede ser.”

Asombrado me quedé yo ante aquellas declaraciones: ¿El español de verdad? ¿Qué diantres es eso? Supuse que la señora, muy en la línea peninsular reaccionaria del idioma, se refería a que, de todas las variantes posibles del español, la castellana es la original, la legítima, la única que debe ser estudiada y difundida a nivel internacional para mayor gloria de “los que inventamos el idioma”, como llegó a decir aquella buena mujer en un momento de máximo delirio. Y yo me decía, para mis adentros: ¿Pero es posible que a estas alturas de la película alguien sea capaz de expresar con tanta tranquilidad semejante concepción elitista y excluyente del idioma?

Y la respuesta es, evidentemente, que sí, que eso parece a juzgar por la opinión de esta y tantas otras gentes de España, o de los británicos respecto del inglés o de los parisinos respecto del francés. Son hablantes que se sienten privilegiados, que manipulan alegremente la historia de su lengua para construir estas teorías fanáticas, basadas en argumentos tan irracionales como infundados. Porque pretender que el castellano, que no deja de ser una auténtica gota en el océano de acentos, variantes y posibilidades del español en el mundo, sea tomado como la única versión posible “por decreto ley” es, además de absurdo, ofensivo para millones de hablantes.

“Hablan una versión degradada del idioma”, dicen estos fundamentalistas de la lengua, “corrompen su pureza”, añaden, como si el español fuera una solución líquida donde se añadieran variantes corruptoras a la fórmula original. Y no se dan cuenta de que ellos mismos, en último término, no están hablando otra cosa que la versión más degradada, corrompida y lamentable del latín, a través de un proceso milenario de evolución que nos llevó de Cicerón a Cervantes. Qué gran error no darse cuenta de que a la lengua es imposible “limpiarla, fijarla y darle esplendor”, como se propuso de forma pomposa la Real Academia Española a través de su conocido lema. Qué enorme fallo no ver que no hay académico, gramática o diccionario que mil años dure, y que sin embargo una sola generación de hablantes puede alterar profundamente su idioma con algo tan simple como el uso de la palabra.

Hoy en día, millones de personas pueden comunicarse en español en más de una veintena de países de todo el mundo. Tal es así que podemos, por ejemplo, viajar desde la Tierra del Fuego hasta Nuevo México sin preocuparnos nada más que de disfrutar del paisaje. Es más, países como Estados Unidos, Francia o Alemania, (e incluso Internet) hablan cada día más español, y precisemos ya de una vez que el español no es la lengua de España, sino la que une a todos los hispanohablantes, compuesta por todas y cada una de sus variantes. Unas variantes que, sobra decirlo, no tienen el más mínimo defecto o impureza que justifique que el castellano las pueda mirar por encima del hombro.

Además, qué aburrido sería el mundo si no hubiera más que el acento castellano, el vocabulario madrileño o burgalés y esa sequedad propia de los habitantes de Castilla. Qué lástima si por preservar “la pureza” del lenguaje hubiéramos de suprimir la riquísima gama de entonaciones y matices del mexicano, del argentino o del peruano, por poner sólo algunos ejemplos significativos. Y qué tragedia, qué inmensa tragedia si por una idea tan obsoleta como perjudicial se perdieran el voseo o la musicalidad de los porteños, el candor de los cholos o la espléndida variedad léxica del Caribe.

Pero claro, para que estos españoles de prestigio y pedigrí cambiasen su modo de pensar habría que pedirles que se bajaran de su nube lingüística y viajasen a Bogotá, a Lima o a Caracas y tantas otras ciudades o regiones hispanohablantes. Habría que invitarlos a mezclarse en sus mercados, en medio de sus plazas o festividades, y a ver si entonces tienen el valor o la vergüenza de decirles a esas personas que allí habitan que hay que hablar correctamente y no de esas formas tan extrañas; a ver si tienen valor de decirles que están equivocados, que así no se dice, que así no se habla. Estoy convencido de que al sentirse ignorados por completo entenderían que ellos mismos son gotas del inmenso océano español, gotas atrevidas e ignorantes destinadas a perderse.

Quise decirle a la abogada todo esto. Quise decirle que hay una realidad internacional en la que el español está creciendo y adquiriendo una vigencia que no se basa en limpiezas o fijaciones académicas procedentes de España, sino en la unión integradora de todas y cada una de las legítimas variantes que lo componen, que sólo así, en conjunción y entendimiento, le dan a este idioma el esplendor que realmente se merece.

Sin embargo, al final desistí. Puede que, a fin de cuentas, ella tuviera demasiado prestigio para hacer caso a tan insignificantes cuestiones, (o yo muy poca paciencia para explicárselas, que todo es posible.)

No hay comentarios: