sábado, 31 de mayo de 2008

Ars Loquendi.


Mantuve el otro día una charla con un paleontólogo de Buenos Aires, un “porteño”, como se definió él mismo, y pude comprobar, una vez más, cuánta razón tenía José Ingenieros cuando dijo aquello de “argentinos, a las cosas.”

Y es que, qué manera de dominar el arte de la conversación tenía aquel hombre, qué forma de gesticular para enfatizar sus palabras, qué solidez en sus argumentos, pero sobre todo, con qué fluidez tan soberbia se expresaba, como si las palabras “nomás” brotasen como el agua de una fuente, con la misma sencillez y naturalidad.

Tanta sorpresa y admiración, no obstante, no fueron impedimento para entrar en una serie de temas sumamente delicados. Entre ellos, hablamos del objetivo de su investigación, que lo ha traído desde el Museo de Historia Natural de su ciudad hasta aquí para examinar unos restos que, en teoría, deberían estar allá. Me contó cómo las expediciones norteamericanas habían realizado un auténtico expolio paleontológico a lo largo de los años 30 y 40, trayendo a sus museos piezas en verdad valiosas con el pretexto de que “ya las devolverían una vez estudiadas”, una promesa que vio cómo iban pasando los años si que nada sucediera de todo lo dicho y hablado entonces.

Se da la circunstancia, paradójica como tantas otras cosas en esta sociedad, de que esos mismos museos que antes expoliaron ahora becan a investigadores de dichos países para que puedan consultar en Estados Unidos aquellos fósiles, vasijas, restos arquitectónicos o lo que sea que se llevaron entonces. Y en ésas estaba él.

De ahí pasamos al choque cultural, a ese contraste que, incluso para un hombre maduro supone llegar a una ciudad como esta y darse cuenta de lo aldeano que parece todo al lado del distrito financiero, con esos rascacielos que desafían la gravedad y ponen a prueba nuestra capacidad de asombrarnos. "Algo harán bien los estadounidenses para estar donde están, digo yo", señaló, antes de contarme que parte de su familia había tenido que exiliarse durante la dictadura, y que se habían adaptado a las formas de vida norteamericanas con una facilidad pasmosa, precisamente por la fe en valores tan apreciables como el mérito del trabajo o el premio a la constancia y el esfuerzo.

También tuvimos tiempo para tratar un tema que a mí siempre me ha llamado bastante la atención aquí, como es la ausencia de un modelo familiar claro. “No hay un sentimiento fuerte de familia”, me dijo mi interlocutor, “aquí en seguida vuelan del nido, emigran, no quieren saber nada de sus papás ni de sus mamás, y cuando los ven de pascuas a ramos, en Navidad o cuando sea, no saben siquiera cómo comportarse porque han perdido el referente, el lugar que ocupaban. Están todos tan preocupados por el trabajo, por el carro y por el piso que se olvidan, simplemente se olvidan y luego no hay forma”.

Es cierto. Yo no recuerdo una sola conversación o ensayo donde mis estudiantes o amigos nativos me hayan hablado de su familia, de sus veraneos con los primos o de sus abuelos, siquiera. Los que sí lo han hecho eran asiáticos, latinos o europeos que no llevan demasiado tiempo aquí, pero el resto a lo sumo te menciona el trabajo que desempeña tal o cual progenitor y poco más, como si sus padres fueran médicos o ingenieros antes que padres, como si su cuenta corriente los definiera mejor que su paciencia o su bondad, que su capacidad de escuchar o las lecciones que de ellos aprendieron.

“No hay tales lecciones por una simple cuestión de tiempo”, me comentaba, con aire algo sombrío, mi amigo: “Ni siquiera llegan a apreciarlo. ¿Cuándo vas a valorar la familia si te alejás de ella cuando estás empezando a ser maduro y, por tanto, eres ya capaz de apreciar esos sacrificios que nadie más va a hacer por ti? Nunca, no lo valorás y entonces luego cómo pretendés ser un padre para tus hijos, es imposible. Mirá, yo siempre que me veo en una situación en que tengo que actuar como padre lo primero que hago es tirar de archivo, y pensar en el referente que me dejó el mío. Y luego ya decido, pero siempre se produce esa primera operación, inconsciente, que vos ni te das cuenta pero ahí está. Y luego además están los tíos, y los abuelos, claro, y todo el clan que andá pendiente; aquí eso no es igual, cada uno va más a lo suyo, a sus cosas de cada día y punto.”

Cuando nos despedimos era ya tarde, porque se nos había pasado la cena volando como una flecha, que dicen los ingleses. Menos mal, pensaba yo de camino a la habitación, que el espíritu de Ingenieros predomina por estos lares, porque de lo contrario me veía yo convertido en un porteño de los que hacen época.

martes, 27 de mayo de 2008

De indignaciones, delirios y esperpentos.


Llevo varios días queriendo tratar el tema de ETA en esta página, pero no terminaba de encontrar ni el tono ni la claridad en los argumentos. Suele suceder cuando se juntan dos factores: primero, que el tema es lo suficientemente espinoso como para arredrar al más valiente; segundo, y no menos importante, que a uno le faltan lecturas y experiencia en el terreno como para lanzarse alegremente al ruedo de la opinión.

Todo ello me ha llevado a secundar las palabras de un periodista que me han parecido, de entre la maraña de publicaciones y noticias, las más claras, lúcidas y contundentes que he escuchado en mucho tiempo. Pertenecen a un hombre que yo considero íntegro, aunque entiendo que desde otras posturas ideológicas se pueda cuestionar esto último. Ahora bien, en el asunto del terrorismo espero que esas ideas políticas puedan quedar a un lado para afrontar un tema que nos une a todos (o debería unirnos) en la indignación:

"Es necesario indignarse una vez más, aunque estemos ya cansados de indignarnos. Y es necesario precisar una vez más la naturaleza de esa indignación, aunque las palabras estén gastadas y parezcan vacías. Indignarse contra ETA, naturalmente, pero hacerlo al mismo tiempo con las decenas de miles de vascos que les apoyan. Curioso grupo humano éste. Vive en el corazón de la Europa próspera, amparado por las normas legales más avanzadas que el hombre haya inventado; pertenece a una comunidad con instituciones y símbolos propios y con un régimen económico exclusivo; cuenta con una excelente red de servicios sociales y opera en la vanguardia industrial y tecnológica; dispone de sus propios medios de comunicación y educa a sus hijos en su lengua vernácula... y quiere más.

Por supuesto, tiene derecho a querer más. Lo que le convierte en grupo humano extravagante, anacrónico y ridículo no es que quiera más, sino que haya llegado a creerse una víctima y que se comporte, hable, clame como representante de un país perseguido. Sus cachorros más jóvenes incluso visten como ven que visten en las tierras desesperadas por la injusticia, hacen el gamberro, se sueñan en la Intifada y deliran que están en Gaza. Así se dan importancia y luego se van de vinos y, después… ¡a cenar! ¡Qué manera de ofender a los pueblos oprimidos de verdad! Y pensar que esta monumental pedantería les lleva a asesinar… Es tan grotesco que crean estar viviendo una situación política límite, de vida o muerte. Lo urgente en Euskadi no es el derecho a decidir, es decidir que esta vergüenza debe terminar.”

Iñaki Gabilondo, “La opinión”, 14 de mayo.

domingo, 25 de mayo de 2008

Agua y cristal


Cuaderno de bitácora: a día de hoy, 24 de mayo de 2008,
la primavera sigue oficialmente desaparecida.
Las aguas, como los vientos, permanecen tranquilamente frías.



A las aguas de este lago Michigan iban a parar
los desperdicios de toda una ciudad que después se los bebía.
Pienso que aquí están todos locos,
empezando por el que regula la temperatura.
Mi compañera de barco me sugiere alzar la vista,
que me estoy perdiendo las explicaciones del guía, leñes.



Entramos en el río, donde aseguran que ahora mismo
hay cuarenta especies distintas
de peces, tortugas y demás fauna silvestre.
Me pregunto si también están de acuerdo
con la ausencia de toxicidad,
pero deben estar en huelga,
porque no hay rastro de ellos.
(De vida tampoco,
pero eso el guía no lo aclara).



Los bloques de piedra, cemento y cristal
desfilan a diestra y a siniestra.
Nos cuentan que Tom Cruise vivió en uno de ellos.
Qué interesante.
Me pregunto si Tom sabe algo
acerca de peces tóxicos y aguas heladas.
Me pregunto si Tom sabe algo.
Me respondo que no.



Un tipo ha pagado 27 millones de dólares
por vivir en lo alto del edicio Trump.
Un jugador de béisbol compró por 20 millones
cinco condominios contiguos.
La Torre Sears de Chicago
mide más de 442 metros
y tiene 108 plantas
En el río habitan más de 40
especies tóxicas de peces
y tortugas chicagoanas.
Tom Cruise no sabe nada,
pero dudo que le importe.
A mí que me registren.





Bajamos a tierra.
La mitad del pasaje está boquiabierto.
El resto está demasiado mareado,
así que mejor que no se asombren.
(Sólo por si acaso.)
Es reconfortante pisar tierra firme
después de hora y media
de agua y cristal
y tantos millones gastados.




Dicen mis amigos de ir a comer,
y yo accedo, pero pensativo
a más no poder.
Sigo sin entender qué hicieron
con todos los restos tóxicos
antes de declarar el lago zona limpia.
¿Se los bebieron?
Eso explicaría muchas cosas de este país…







(Visita al lago Michigan, 24/05/08. Temo que, a tenor de la presente entrada, el Trastorno Afectivo Estacional esté haciendo estragos en mis carnes.)

miércoles, 21 de mayo de 2008

El hombre del traje gris.


Cuentan que el hombre del traje gris entró aquel lunes en su despacho con un aspecto aún más sombrío que de costumbre. Los que lo conocían bien, que no eran multitud, se percataron enseguida de que allí ocurría algo extraño: no es sólo que sus zapatos ya no fueran negros, como no era ya blanca su corbata, o que los puños de oro de la americana, el pañuelo rojo junto a la solapa e incluso el brillo del bombín se hubieran decolorado hasta adquirir la misma tonalidad gris pálida del traje.

Era algo más que eso. Como no estaban acostumbrados a fijarse en él, otros detalles pasaron también desapercibidos: el pelo había encanecido por completo, la barba se había vuelto de un gris plateado y hasta sus ojos, antaño escogidos en la vena del océano, eran ya únicamente reflejo de dos tristes cúmulos que anunciaban inminentes lloviznas. Todo en el hombre del traje gris hacía honor a su principal vestimenta, la misma que se arrastraba por salas y pasillos como un ánima espectral.

Nadie le preguntó porque, a fin de cuentas, a nadie le interesaba en realidad. Cada cual volvió pronto a sus quehaceres, mientras la normalidad volvía a adueñarse de sus mentes y proyectos, y los sumergía en ese punto indefinido entre el sueño y la vigilia. Y el hombre del traje gris, como cada día, se metió en su oficina y se dedicó a su labor sin decir una sola palabra.

Apiló sus papeles reciclados uno a uno, tomándose su tiempo. Bebía un sorbo de té, sólo uno, al terminar cada carpeta, y luego preparaba sus tareas con la disciplina que da la rutina, con la absoluta tranquilidad de quien nada espera del nuevo día, porque en el fondo éste no iba a ser distinto del ayer o del mañana. Y dejó, como siempre había hecho, que las horas transcurrieran lentamente, que el reloj fuera marcándolas entre aromas de aquel té que expiraba por momentos.

De pronto, un papel cayó al suelo, una hoja de entre tantas que sus manos apilaban, una a una, con esmero y con paciencia. Y al cogerla posó el gris de sus ojos sobre el envés arrugado, vio la firma del autor y hasta el motivo del escrito, y a pesar de que el grisáceo estertor que anidaba en sus pulmones parecía incapaz de animarlo a la lectura, se dejó llevar por la primera de las líneas, que decía:


Abrí los ojos y vi que otro mundo era posible,

quizá ya no para mí: para mis sueños intangibles.


Intrigado por aquel descubrimiento, se levantó y abrió puertas y ventanas, esforzándose por ver lo que decía aquel pliego. Mas por mucho que mirase con los ojos bien abiertos nada nuevo aparecía ante él, y la tristeza comprobada de que aquello era un verso y otro verso pronto se apoderó de su ánimo, desvanecido del esfuerzo.

Se sentó en su silla desplomado, frente a su vieja Olivetti, pensando que aquello había sido una tremenda pérdida de tiempo: tenía tanto que hacer que se sintió ridículo por un instante, avergonzado y con el ánimo dispuesto a reemprender su trabajo. Y así lo hizo, sin dudarlo.

Sin embargo, cuando comenzó a teclear se dio cuenta de que repetía los dos versos, aquello de que “abrí los ojos y vi que otro mundo era posible, quizá ya no para mí: para mis sueños intangibles”, y cuál no sería su impresión al comprobar que aquellas letras no eran negras sobre blanco, sino turquesa y esmeralda, escarlata y cian; era verde con aromas a bermejo, y granate fluorescente que adornaba los ribetes de las íes y las oes.

Se dio cuenta, asombrado, de que sus grises pantalones estaban manchados de cobalto, impregnado todo él de la camisa a los zapatos, y la barba encanecida era ahora de pistacho, de carmín eran los brazos y de celeste sus manos. Y si al principio se asustó de aquel festín inesperado, pronto fue un lienzo consagrado a la pintura de aquel genio dibujante, ese enigmático tarado que hacía de él caballo verde de los astros, y danzó y danzó a lo largo y ancho del despacho, impregnando las paredes de la tinta y de sus cantos. Y por primera vez, el hombre del traje gris dejó de serlo.


*


Cuentan que fue una secretaria la primera que lo encontró, pasadas ya las nueve menos cuarto. Abrió la puerta y preguntó “¿se encuentra bien, don Eduardo?”, para luego verlo ahí, de espaldas, enigmático. Y al acercarse y verlo inerte, la cabeza sobre un brazo, no supo si gritar o si reírse como él, con aquella sonrisa que empezaba en sus dientes y terminaba en el azul marino que, hacía ya sesenta años, alguien escogió de la vena del océano.





miércoles, 14 de mayo de 2008

Cinefórum (9)


El cine lleva buscando desde sus inicios la fórmula para construir un relato en imágenes que cree una atmósfera inquietante, que provoque tensión, terror e intriga a partes iguales. Sin embargo, no han servido ni vampiros, ni pájaros ni monstruos, desde aquel Nosferatu en blanco y negro, pasando por hijos traumatizados que regentan moteles (algún día alguien me explicará, espero, la gracia de esa película), hasta llegar a las últimas y sofisticadas historias japonesas para no dormir: yo creo que es imposible dar miedo de verdad, cuando no provocar horror o siquiera un ligero pánico con una cinta. A lo sumo, muchas de estas películas logran dar un susto, te ponen mal cuerpo con alguna que otra víscera, pero poco más.

Lo digo sin paliativos: es un fracaso absoluto del séptimo arte, teniendo en cuenta que el género de la comedia ha rendido tan buenos frutos, o el de aventuras, (y qué decir del dramático o el romántico, e incluso el infantil). En todas estas categorías existen obras maestras indiscutibles, diez o quince películas que todos tenemos en mente, pero en cuanto nos ponemos la capa y los colmillos no hay forma de ponerse de acuerdo, porque ni siquiera somos capaces de encontrar un solo tuerto en ese país superpoblado de ciegos. (Un ejemplo: ¿El exorcista es una maravilla, o más bien una soberana memez?)

No obstante, dentro de este cajón de sastre hay un sub-género que a mí me parece de lo más destacable, iniciado (como siempre) por la literatura con la excelente Otra vuelta de tuerca de Henry James, entre otras muchas, y que ha originado algunas de las cintas más decentes que recuerdo en este ámbito (entre ellas The innocents, de Jack Clayton, la mejor con diferencia, y hace sólo unos años Los sin nombre o Darkness, de Jaume Balagueró: dos pequeñas joyas).

Hace poco tuve ocasión de ver la reposición de una cinta española, El orfanato, de un tal Juan Antonio Bayona (curioso el fenómeno de los directores noveles, que salen hasta debajo de las piedras. De los que no hay ni rastro es de los que quieren dirigir su segunda película, que ya cobran más, imagino: y si no, ¿dónde está Juan Carlos Fresnadillo, aquel genio de Intacto? Pues al parecer en Inglaterra, dirigiendo bobadas de zombies porque en su tierra no le contrata nadie).

Volviendo al tema, con El orfanato tuve unas sensaciones similares a las que me produjo la sobrevalorada Los otros, de Amenábar, quizá por lo común de los elementos: una casa enorme, noble y llena de polvo; una atormentada dama con aires de princesa ajada; varios niños fantasmagóricos, demasiada oscuridad y muchas, muchísimas trampas de guión (elipsis, lo llaman ellos: qué valor). En ambas hay ancianas con cara de estreñimiento, personajes secundarios la mar de misteriosos (e innecesarios: el marido de la Kidman en Los otros; aquí Geraldine Chaplin, en el papel de una médium metida con calzador y sin venir a cuento), y un desarrollo que, por sus propias limitaciones, juega demasiado con la paciencia del espectador: planteamiento plomizo de casi una hora, y a partir de ahí un lentísimo desarrollo en el que se nos da la información con cuentagotas entre pistas falsas, hasta el atracón de los últimos minutos con giro final totalmente (in)esperado.

Demasiados tópicos, en definitiva, demasiados lugares comunes como para sorprender lo más mínimo. Y si al menos en Los otros uno tenía la suerte de disfrutar con un buen diseño de producción, una ambientación cuidada y un cierto gusto cinematográfico, en esta otra todo parece más limitado y pequeño, como si El orfanato fuera el hermano pobre de la anterior.

Pero, con todo, este tipo de películas le da ciento y raya a la galería de infames sub-productos con que nos obsequian desde todas partes del globo para amedrentarnos (porque aquí no vale decir lo de las americanadas, lo lamento). Las películas de casa encantada, por lo general y salvo excepciones (ay, esa escena de la ambulancia, qué gratuita) cumplen algo que las otras jamás podrán ni soñar, aun con todos sus códigos y repeticiones: entretener, crear una cierta atmósfera, sugerir y hacer disfrutar.

Que luego veamos venir el truco de lejos, que no nos asuste tanto como prometía o que los finales nos dejen algo fríos, es, hasta cierto punto, perdonable. En el caso que nos ocupa, sólo por ese instante en el que Belén Rueda se dedica a jugar al escondite inglés con los espectros, dos minutos de pura angustia, El orfanato se merece un buen visionado. (Con la luz apagada y la puerta entreabierta por si sopla algo de aire, sólo faltaba.)

martes, 13 de mayo de 2008

La ira de Zeus.


Restalla en la noche el rey de los cielos
y desata rayo a rayo su furia,
agotado el catálogo de injurias
con que antes inició nuestros desvelos.

Sólo un brillo es ajeno a la tormenta,
una luz que alza el vuelo en medio hostil
y que avanza amparada en el marfil
de las alas del recuerdo que ostenta.

Viaja más allá del tiempo y espacio,
allí donde la vigilia y los sueños
cohabitan en el mismo palacio.

Sólo entonces descansa, ante unos dueños
cuyos ojos se cruzan en prefacio
de ese amor que es heroico ante los truenos.

lunes, 12 de mayo de 2008

La originalidad (práctica)


Recordaba yo las palabras de las embajadas inglesa e italiana acerca de la posibilidad de crear elementos nuevos y originales a partir de otros conocidos mientras caminaba por el bulevar de Las Vegas, un sitio plagado de retales y reproducciones de los monumentos más característicos de ciudades como Nueva York, París, Roma o El Cairo.




Esta ciudad, fundada en el siglo XX como vía de escape de una sociedad puritana hasta extremos surrealistas, se creó con un único objetivo: producir pingües beneficios a costa de una sofisticada red de casinos, restaurantes, espectáculos y prostíbulos. Codicia, gula, pereza, lujuria… parece que el mismo Belcebú hubiera diseñado los planos de esta suprema horterada, por la que pasean a diario cerca de dos millones de habitantes que viven de, por y para este entramado del vicio (o, como dicen sus eslóganes, del entretenimiento.)



Sea como fuere, cuando uno ha tenido el privilegio de pasear por el foro romano o por los campos Elíseos, eso de ver tal amalgama de sucedáneos de referentes culturales y arquitectónicos es para echarse a temblar. Nada del esplendor de los siglos pasados, aquí lo único que brilla al calor del sol de Nevada es el cartón piedra que mezcla sin orden ni concierto la Torre Eiffel, el Taj Mahal, el Coliseo, el David de Miguel Ángel y la Pirámide de Keops con la Estatua de la Libertad delante de una montaña rusa que está junto al castillo de Disney, todo bien revuelto y aderezado, por si fuera poco, por una parafernalia publicitaria que va desde la Coca Cola a la última aventura de Indiana Jones, sin olvidarnos de lo último en ropa interior femenina o el inminente show de un mago con cara de haber vivido demasiado tiempo en Las Vegas.



Resulta curioso que, sin embargo, los aborígenes te saquen pecho cuando les preguntas por todo esto y te digan que su ciudad es el colmo de la originalidad, un paraíso inigualable donde vale todo, como en carnaval, donde cualquiera tiene cabida por muy estrambótica que sean sus ideas, proyectos o personalidades. Muchos tienen el convencimiento de vivir en un paraíso, y cuando les mencionas de pasada, y sin ofender, la superficialidad inherente de todo ello, te responden que lo estás viendo con los ojos del prejuicio y que no tienes ni idea de lo que se cuece aquí.



Cambiamos de tercio y de pregunta, pues, y al cabo de un rato nos enteramos de que esta ciudad, a la que algunos llaman The Hole, (el agujero), tiene la virtud de fagocitar a todo aquel incauto que se deje caer por un casino y le hagan los ojos chiribitas con las luces de las máquinas tragaperras. Gente que ha venido a pasar un fin de semana con los querubines han repetido, ya sin niños y a veces hasta sin mujer o sin marido, para comprobar hasta dónde llegaba la suerte que anunciaba el primer dólar ganado, la posibilidad de hacerse millonario sin dar un palo al agua (o moviendo una manecilla arriba y abajo, que tanto da), hasta darse cuenta, años después de que semejante sueño (por llamarlo de alguna manera) había devorado su sueldo, trabajo, mujer o marido y hasta querubines.



Pero ni siquiera eso parece afectar a los indígenas (“en realidad eso de la ludopatía no es tan común”, “sólo le pasa a unos pocos”, “aquí la gente es súper normal” (sic)), muy orgullosos del lustre envuelto por un desierto que devora el asfalto a más de 45º durante meses enteros. Para combatir tan asfixiante calor, la ciudad está plagada de pasillos subterráneos y túneles, única forma de evitar un sol de justicia que se mezcla entre el gentío, por ese mismo bulevar por el que caminábamos todos, algunos atónitos y otros encantados de la vida y de haberse conocido.



Pero sobre todo, la imagen que queda en la retina es la ostentación del lujo por parte de todos los participantes de este circo en forma de ciudad: limusinas, hoteles, trajes, zapatos, joyas, relojes, pulseras, anillos… Parece como si fuera una competición para ver quién tiene más y mejor, pero más importante aún, para ver quién lo luce con más elegancia, garbo y estilo, que a fin de cuentas para eso hemos montado semejante belén saturado de palacios de Herodes y borregos, millones de felices, aletargados y glamourosos (aunque súper normales, eso sí) borregos.



miércoles, 7 de mayo de 2008

El último Katchina.



En los albores del Cuarto Mundo, cuando los estragos del hielo destructor y de las aguas ya habían sido borrados de la memoria de los más ancianos miembros de la tribu Hopi, sucedió algo que cambiaría para siempre su destino.

Como cada atardecer, el joven Igoe ascendía a las cumbres más elevadas del Gran Cañón, para inspeccionar desde ahí el vuelo de las aves y el lento declinar del astro rey, Tawa. A diferencia de sus amigos, que preferían dedicar su tiempo libre a practicar la caza o a cortejar a las mujeres, él ascendía a lo más alto de las montañas y allí, donde nada ni nadie podía molestarlo, se entregaba por completo a la meditación y a la contemplación de las estrellas.



Aquella tarde empezaban a verse como nunca, brillantes como las luciérnagas que habitaban junto al río, pero inmóviles, como si fueran columnas puntuales que sostuvieran el firmamento. Igoe las observaba, atento a cualquier nueva chispa que se encendiera, mientras recordaba las palabras de su padre, cuando lo llevó a ese mismo lugar y le enseñó a respetar el silencio ante los dioses de los cielos.

Las sombras se apoderaban de las gigantescas hendiduras de la llanura encrespada, y la inmensidad y el vacío iban apaciguando el eco de sus habitantes, conforme la luz se desvanecía y el misterio se adueñaba por completo de la región. Los dioses, como cada tarde, pronto entonarían sus rezos silbando a través de la roca, el viento y el agua.




Y justo cuando el espíritu de Igoe estaba en paz, escuchó un leve tintineo que procedía de una cumbre lejana. Se giró, muy despacio, temiendo que fuera algún animal al acecho, pero no vio nada. El sonido no desaparecía, pero sus ojos de halcón eran incapaces de distinguir nada que no fuera piedra y arbustos.

Intrigado, se levantó y comenzó a trepar y a saltar hasta alcanzar la cumbre de la que procedía aquel extraño y armónico ritmo, semejante al que entonaba su pueblo las noches señaladas, en torno al fuego. Y al fin lo vio, con los últimos rayos enviados por Tawa: un muchacho más joven que él, ataviado con extrañas ropas, danzando sobre sí mismo de una forma tan hipnótica que Igoe apenas podía creer lo que estaba viendo.





En ese momento, se escuchó el ruido de un trueno. Nada más oírlo, el bailarín cesó su danza, y se ocultó, asustado. Cuando Igoe llegó ante él, supo que se hallaba en presencia de un Katchina, uno de los seres venidos del cielo para transmitir su sabiduría al pueblo Hopi. Lo supo porque reconoció en aquel vestido el de los juguetes con los que él y sus amigos se divertían de pequeños. Su padre le había dicho que los hacían con la forma de los Katchinas para que, si se daba la circunstancia de que un Katchina real aparecía, no les cogiera por sorpresa o lo confundieran con un enemigo.

Sin embargo, la forma tosca de sus juguetes en nada se parecía a los rasgos de aquel joven, de tez pálida y sonrisa de diamante. “Ayúdame, Igoe, pues soy el último de los Katchinas, su último emisario.” Y cuando escuchó su voz, pidiéndole protección de los truenos, Igoe sintió que aquella criatura era capaz de suscitar un efecto tan hipnótico a través de sus palabras como de sus gestos. “A cambio”, le dijo, “te haré depositario de las nueve señales que tu pueblo habrá de presenciar antes del fin del Cuarto Mundo.”

Igoe accedió, y construyó un refugio para ambos en aquella misma cumbre. Y allí, sentados y al abrigo de aquellos truenos cada vez más cercanos, el último Katchina le reveló sus secretos.



“La Primera Señal llegará en forma de hombres blancos que se apoderarán de vuestras tierras empleando truenos, semejantes a los que ahora asolan el valle. La Segunda Señal vendrá a lomos de ruedas de madera, llenas de voces. La Tercera Señal será un animal de grandes cuernos, propiedad del hombre blanco. La Cuarta Señal serán serpientes de hierro que cruzarán las praderas. La Quinta Señal será una gigantesca telaraña que cubrirá los cielos. La Sexta Señal serán ríos de piedra que formarán imágenes a la luz de Tawa. La Séptima Señal será el mar vuelto negro como la noche, con sus animales muertos. La Octava Señal será portada por jóvenes de largo cabello, que huirán de la ciudad y buscarán la sabiduría natural. La Novena y Última Señal será la caída de una gran morada de los cielos a la tierra, que provocará gran estrépito.”

Igoe escuchó atentamente, y no pudo reprimir las lágrimas al escuchar el final de la historia del Katchina: “Tras las Señales, se producirán grandes guerras entre los hombres, y el resultado será terrible, con gigantescas columnas de humo aniquilando la vida de animales y de hombres. La mortandad será horrible.”




Mucho ha llovido desde que Igoe despertó, a la mañana siguiente y descubrió junto a él un anillo capaz de desdoblarse en dos. Era una ofrenda del último Katchina como prenda de su afecto, que había dejado allí antes de desaparecer sin dejar rastro.

Y aunque tuvo una larga vida, ni Igoe ni sus hijos pudieron ver y sufrir en sus carnes la Primera Señal: fueron sus nietos los que combatieron a los soldados norteamericanos, los que cayeron bajo el glorioso estrépito del séptimo de caballería. Los carromatos que trasladaban al hombre blanco a las tierras recién conquistadas llegaron después, con el ganado que traían consigo. Poco después llegarían los primeros raíles y los ferrocarriles comerciales, y cuando el linaje de Igoe ya estaba a punto de extinguirse, el primer tendido eléctrico surcó las praderas por donde antaño se cazaba el búfalo.

Muchos ciclos lunares hubieron de pasar para ver las carreteras y autopistas destruir el paisaje, o los océanos cubiertos de petróleo en las costas de numerosos países, así como las primeras celebraciones hippies o los fracasos de la carrera espacial.

Y por suerte, ni Igoe ni los suyos presenciaron el horror de las Guerras Mundiales, el holocausto o la detonación de las bombas atómicas, cuyas gigantescas columnas de humo aniquilaron animales y hombres.

Cuenta la leyenda que mucho antes de que todos esos acontecimientos tuvieran lugar, cuando Igoe estaba en su lecho de muerte, rodeado de su esposa, hijos y nietos, pidió que abrieran el techo de la tienda: “Quiero ver las estrellas por última vez”, dijo. Y al abrirse ante él el firmamento sostenido por columnas brillantes, volvió a escuchar la risa del Katchina, lo vio danzar a la luz de los últimos rayos de Tawa, y supo que a partir de entonces sería él quien estaría protegido y a salvo de cualquier peligro.





(Visita al Grand Canyon Park, 3 de mayo de 2008. Cuento basado en las leyendas tradicionales Hopi)

martes, 6 de mayo de 2008

Sin City



La ciudad de luces brillantes encenderá mi alma,
la va a poner al rojo vivo.
Tengo un montón de dinero esperando para quemarlo,
hay mil mujeres hermosas esperando ahí fuera
y están todas viviendo como si al demonio le importase.
Quizá yo sólo soy el demonio con amor de sobra.
¡Viva Las Vegas! ¡Viva Las Vegas!



Cómo desearía que hubiera más
de veinticuatro horas al día,
porque incluso si hubiera cuarenta más
no dormiría ni un solo minuto.
Oh, tienes el Black Jack
El Póker y la ruleta de la suerte:
La fortuna gana y pierde cada apuesta.
Sólo se necesitan un corazón fuerte
y unos nervios de acero
¡Viva Las Vegas! ¡Viva Las Vegas!




Viva Las Vegas con sus flashes de neón,
y el choque de los ladrones de un solo brazo
que lanza todas las esperanzas por el desagüe.
Viva Las Vegas que vuelve en noche cada día
y cada noche la convierte en luz propia.
Si la contemplas una vez
ya nunca volverás a ser el mismo.



Voy a seguir en la carrera.
Voy a pasármelo de muerte,
aunque me cueste el último céntimo.
Y si termino en bancarrota
siempre recordaré que tuve mi momento.
Voy a entregar todo lo que tengo,
Lady Suerte, mantén los dados calientes.
Déjame gritar un siete en cada tiro:
¡Viva Las Vegas! ¡Viva Las Vegas!
¡Viva, viva, Las Vegas!







(Las Vegas, 02/05/08. Traducción libre de Viva Las Vegas!, de Doc Pomus y Mort Shuman)

El azabache de una falsa amistad.




Lo veía venir, y sin embargo no hice nada, o al menos no lo que debía. Eso pensaba al inicio de este extraño viaje. Lo veía venir, sabía que el problema tenía un origen y presagiaba unas consecuencias, y sin embargo me dejé engatusar por aquella retórica fácil, simplista y, sin embargo, conmovedora. Ahora tengo la sensación de haber cultivado una mala hierba, que amenaza con destruir este jardín que ha sobrevivido a lluvias, viento, nieve y frío, y que ahora palidece ante un rostro tan dulce en apariencia como podrido por dentro.

A fin de cuentas, miles de años de evolución del lenguaje no han sido suficientes para que éste sea siempre una fuente de malentendidos, fallos de comprensión o interpretaciones tergiversadas de los hechos. No es suficiente que las distintas ramas que estudian sus fenómenos intenten ponerse de acuerdo y convertir lo arbitrario en convencional, y por ello persisten aún las ambigüedades, las ambivalencias y esa polisemia que es origen de tantos problemas.

Sumemos a eso ahora más obstáculos, como por ejemplo la imposibilidad de una integración cultural plena, esa hipocresía del multiculturalismo que defiende una realidad utópica e inexistente donde los distintos grupos étnicos y raciales no sólo conviven, sino que se mezclan, interrelacionan y compenetran de tal modo que es casi imposible distinguirlos. Algo absolutamente absurdo cuando precisamente la defensa de sus tradiciones, costumbres, ritos y lenguajes los aíslan y condicionan, pues el signo definitorio aleja al tiempo que define.

Aquí desde luego no existe tal mezcla, apenas hay convivencia pacífica y mucho menos comunicación en un teatro social donde incluso dentro de cada grupo cada uno tiende a lo suyo, a lo propio, a lo particular del pequeño microcosmos que da sentido a nuestra vida cotidiana. Y aunque se nos llene la boca hablando de lo buenos, generosos y abiertos que somos, en realidad no hace falta una gran prueba que demuestre la gran mentira en que nos dormimos arrullados cada noche: el más insignificante de los favores, el más nimio sacrificio se torna en un imposible, en un absurdo, y la avalancha de justificaciones es tal que abruma casi tanto como la certeza de que, una vez más, el lenguaje sólo se emplea para ocultar, disfrazar o maquillar esas verdades como templos que, en el fondo, se reducen a los escombros de nuestra miseria personal.

La cara oculta de ese egoísmo, del profundo egoísmo que envuelve tales actos donde no importa utilizar los sentimientos de los demás, sus cuerpos, sus ilusiones o expectativas, sale sólo a relucir cuando escuchamos una determinada combinación de palabras no deseadas: “no me parece bien lo que estás haciendo, estás manipulando, engañando, mintiendo y encima lo recubres todo de bondad y nobleza infinita. Pregonas la blancura de tu espíritu de alquitrán, aun cuando la tinta negra resbala por tus mejillas sin que te des cuenta. Y cuando alguien alude a ello, cuando alguien siquiera lo menciona, entonces saltas y acusas y atacas, y empleas esas mismas diferencias culturales, que antes te saltabas alegremente, como barreras insondables, porque ellas explican el choque que ayer era imposible y hoy resulta inevitable.”

Todo vale, en el fondo, para justificar la soledad, la inmensa soledad en la que vives y has vivido siempre, y que no está motivada por los ataques de los otros hacia tu cultura, o por tu exceso de bondad en un mundo cruel. Lo único que ocurre en realidad es que tus propias limitaciones te impiden desenvolverte con habilidad en el entramado social: es tu egoísmo, tu indiferencia y el alegre recurso del victimismo lo que te ha impedido e impedirá avanzar en tu vida, pero no te darás cuenta de eso porque bastante tendrás ya con seguir buscando combinaciones de palabras que quieras escuchar, manipulando, tergiversando y aprovechándote de los variados y numerosos senderos que tiene el lenguaje para justificar lo injustificable.

Si ni siquiera somos capaces de establecer una comunicación real, sincera y constructiva con nosotros mismos, qué decir de hacer lo propio con quienes nos rodean. Y si lo primero es, para algunos, tan imposible como respirar en el espacio profundo, lo segundo ya es pretender que alguien oiga nuestro lamento en el mismo azabache interminable en que se malogra el eco de la conciencia.