miércoles, 9 de abril de 2008

De evoluciones, revoluciones y calores hogareños.


La otra noche, conversando con unos amigos al poco de mi regreso a Chicago, salió el debate de los paraísos terrenales, con los consabidos y tópicos espacios exóticos, playas o rincones misteriosos del planeta. Todos parecían tan de acuerdo en el énfasis geográfico que yo casi salgo escaldado al decir que, según mi particular credo, el paraíso no es tanto el lugar como la persona que lo habita, una teoría no exenta de idealismo pero que representa, al menos en mi opinión, lo que significa realmente disfrutar de la vida: la compañía humana, en conjunción, aunque siempre por encima, del marco incomparable.

No lo decía por decir. Precisamente he tenido la gran suerte de haber pasado estas últimas semanas en España, viendo a todos aquellos familiares (padres, hermanos, tíos, primos...) y amigos de mi localidad, la facultad o el grupo scout al que pertenezco y que, a causa de una inoportuna lesión, no pude ver en las pasadas Navidades. Con tiempo suficiente para saludar y conversar con casi medio centenar de personas, entre unos y otros, he podido sentir de una forma plena esa expresión que mi profesora del taller de novela empleó para titular su primera obra: “Calor de hogar”.

Al hilo de este asunto, me viene a la mente uno de los tópicos más frecuentes (e irritantes) que escucho por estos lares: aquel según el cual todos estos estudiantes de mentes privilegiadas y cuentas bancarias aún más, van por ahí presumiendo de que sus fascinantes viajes y vidas los sitúan a un nivel cualitativamente superior al de aquellas otras personas que dejan atrás en el espacio y en el tiempo: así, y si pudiéramos parafrasear a uno de estos lumbreras, diríamos que “los demás (léase con tono de superioridad) se han quedado estancados, obsoletos e incapaces de cualquier tipo de evolución personal, mientras que yo (léase con tono de una mayor superioridad todavía) estoy creciendo por dentro y por fuera, cultivando mi don de gentes, mi inteligencia, mi sabiduría y hasta mi hermosura, ya que estamos, hasta extremos inconcebibles. Yo (ídem de lo anterior) soy más incluso que la evolución en persona, soy la revolución misma de la especie humana, un cerebro con alas capaz de aprender y aprehender cuanto suceda ante mis divinas pupilas sin apenas pestañear, pues ya nada me asombra ni me sorprende de tan viajado, cultivado y guapo como soy.”

Me perdonen los excesos irónicos, que ya vuelvo al redil. Volviendo a estas últimas semanas hispánicas, decía lo del tópico irritante porque, jornada tras jornada de desayunos, cenas, comidas y algún que otro cumpleaños rodeado de mis seres más queridos, me he dado cuenta de las muchas novedades, avances y cambios producidos en todos ellos: nuevos trabajos, nuevos proyectos, carreras a punto de finalizar, alguna novia perdida, una hipoteca en ciernes, pero también rasgos de madurez antes desconocida, nuevos conceptos, ideas, gustos y valores… Tal era así que por momentos llegué a sentir que ahí el obsoleto era yo, de tan cambiado, evolucionado y distinto como veía todo aquello que recordaba y que, evidentemente, después de siete meses necesitaba una actualización. En cualquier caso, qué gusto comprobar cómo la vida y sus protagonistas avanzan, a ese ritmo que nada ni nadie parece detener.

Y por encima de la comida, que ha sido siempre excelente, o del lugar en el que nos encontrásemos (siempre con el fondo del bullicio madrileño, tan cercano y que tanto echaba de menos), lo que hacía especial la ocasión era siempre la persona o personas que tenía frente a mí, hablando y dando rienda suelta a su carácter, a su humor y a sus gestos más característicos.

Mis amigos americanos me miraban extrañados en la cena de ayer, como si no entendieran de qué iba todo aquello que les decía. Quizá la razón que explique su perplejidad, así como la falta de ese calor del que antes hablaba es que, a fin de cuentas, no he compartido con ellos años de instituto o universidad, veraneos en el norte de España, temporadas enteras de partidos de fútbol, acampadas y excursiones, cenas de Navidad, cumpleaños y tantas otras situaciones en las que se forjan los lazos que aquí, por motivos culturales, temporales y laborales, resulta mucho más complicado establecer.

En suma, es probable que España no tenga comparación, a nivel geográfico, con la diversidad existente en un país que alterna la sequedad del Gran Cañón con los bosques inmensos de secuoyas, pasando por cataratas, playas y praderas infinitas. Es posible que, efectivamente, el marco sea mucho menos exótico o misterioso en la tierra de don Pelayo, pero, al menos en lo que a mí respecta, estos estados menos unidos de lo que parece carecen de la gente, de los seres queridos que son los que hacen de mi tierra, en definitiva, un auténtico paraíso.

2 comentarios:

Josele dijo...

Pues a ver si vuelves ya por las Españas y dejas a los estadounidenses al otro lado del charco, que están muy bien ahí quietecitos.

Un abrazo!

P.D. Te he puesto en mi página de inicio así que ahora te leo todos los días, siempre y cuando tengas literatura fresca.

Anónimo dijo...

Perfecto, como siempre.