miércoles, 30 de abril de 2008

Victorioso y sonriente.


Benjamin Hollow se levanta cada mañana a las seis en punto. Le cuesta una barbaridad, pero es la única forma de obligarse a dormir temprano, de no gastar las horas de la noche jugando a los videojuegos y robándole horas a un sueño precioso. Apenas desayuna, una taza de té le basta para salir de la residencia a toda prisa y tomar el autobús. Siempre puntual, el Central Lake nº 1 lo lleva desde el impresionante edificio en el que vive, frente al Lake Shore Av., hasta el campus de la universidad de Chicago, ocho bloques de distancia en apenas cinco minutos.

Todas las mañanas de aquel curso piensa lo mismo al verse reflejado en el cristal, mientras el paisaje urbano desfila a su lado: echa de menos California, extraña la arena de sus playas y el calor de su gente cada día de este 2008 plagado de nieves, lluvias y viento. Jamás habría podido imaginar que Chicago fuera tan terrible como le había dicho su abuelo, que estudió aquí durante su juventud, apenas cumplida una mayoría de edad que es justo la edad de Benjamin o de Ben, que es como le conocen todos.

Tiene seis horas de clase por delante, tres horas más de laboratorio, una buena sesión de lectura en la biblioteca Regenstain y apenas media hora de descanso para comer, quizá algo rápido en la cafetería de Cobb, en el Center of Study Languages, donde intenta ponerse al día con un español que aún sigue sonándole macarrónico. Lo que más aborrece es la clase de química, porque tiene una profesora que parece disfrutar más de la compañía de las probetas que de los seres humanos, todo lo contrario que él, siempre dispuesto a la broma, a crear un ambiente distendido y a ponerle una sonrisa a ese clima que termina por congelar hasta el más templado de los ánimos.

Lo bueno que tiene hablar otro idioma es la posibilidad de desinhibirte, de despreocuparte de cómo suenas, de intentar expresar todo cuanto tienes dentro con apenas unos pocos recursos. Algo parecido, en el fondo, a lo que tiene que hacer los miércoles en sus ensayos de teatro, cuando se pone máscara tras máscara para interpretar a los más variopintos personajes. Allí, en el Reynold’s club, es donde se reúne casi todo el mundo para tomar algo, jugar al billar o preparar la próxima fiesta. Este sábado una de las fraternidades organizará una buena, eso le han comentado, y a tenor de lo que ocurrió la última vez no piensa perdérselo (aún recuerda el acento intenso de aquella chica francesa, y la humedad del beso en mitad de aquel estruendo de música y gritos de júbilo).

Pero Ben no tiene tiempo de pensar ni siquiera en eso, porque los martes toca fútbol, otra de esas pasiones que cultiva cuando dispone de algo de tiempo libre, y allá que va con sus pequeñas botas, dispuesto a ponerle una nueva sonrisa a todo aquel que le toma el pelo cada vez que falla una ocasión (y no suelen ser pocas), a correr de una lado para otro y dar rienda suelta a toda la energía que no puede liberar en el resto de la semana. Y le da igual que sea de noche, que haga frío o que el campo esté completamente embarrado, él sube, baja, se cae y se levanta siempre con la sonrisa puesta y con todas las ganas del mundo para exprimir al máximo cada instante de su primer año universitario.

Eso sí, cuando llega el momento, también sabe ponerse serio, especialmente en ese laboratorio en el que está empezando a descubrir lo mucho que ignoraba acerca de la estructura molecular. Y es fabuloso ese ambiente de trabajo donde cada elemento funciona como la pieza de un reloj, moviéndose al compás en una armonía sólo superada por la perfección de los instrumentos que está aprendiendo a manejar: las ruedecillas del microscopio, el condensador de líquidos y esa otra máquina giratoria que todavía no le dejan tocar porque le ven aún cara de niño y piensan que la va a romper a la primera.

Los días se pasan volando con tanta actividad, porque las clases suceden a los entrenamientos y estos a los ensayos, al laboratorio y a las fiestas que van jalonando meses llenos de nuevas experiencias. No hay semana que no conozca a alguien nuevo, que no mantenga una charla con una persona que ha recorrido miles de kilómetros para estar ahí junto a él, abriéndole ventanas a otras realidades, y se le hace la boca agua pensando en la beca Flag que le pueden dar para visitar un país de habla hispana (no le van a entender, cuenta ya con eso pero le da igual, porque sólo de pensar en la luz de Barcelona, Cuba o Buenos Aires se le ilumina aún más el rostro).

Por todo ello, cuando llega a casa, pasadas las once de la noche, Ben está tan cansado que sólo tiene ganas de cenar algo rápido y meterse en la cama. Su compañero de habitación ya lleva un rato durmiendo, y tiene por costumbre respirar tan fuerte que a Ben le costará conciliar un sueño tan reparador como merecido.

Justo antes de dormirse suele recordar las palabras de su abuelo, ese que recorrió hace décadas el mismo camino en la misma universidad, y que antes de despedirlo en el aeropuerto le dijo que lo envidiaba, que daría lo que fuera por recuperar el tiempo perdido, su juventud y aquella energía que antes derrochaba para acometer todas las empresas y salir, como hace ahora Ben Hollow cada día, victorioso y sonriente, (esto último marca de la casa).

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