martes, 15 de abril de 2008

Iguales sólo en la salud.


Hace poco recibí el testimonio de una persona cercana a mí que me impactó bastante, sobre todo por la complejidad y gravedad que entrañaba lo que me dijo.

Un testimonio que, paradójicamente, partía de algo tan sencillo como una pregunta rutinaria, esa clásica muletilla de “¿Cómo te va?”, y a la que siempre se suele responder de la misma forma: “estoy bien”, “muy bien” o “todo en orden”, cuando menos, para después seguir adelante con la conversación o con el paseo, si es que lo primero no prospera. Y no decimos lo que realmente pensamos, lo que en realidad sentimos y que a lo mejor nos preocupa, inquieta, agobia, duele o tortura, porque pensamos que cada uno ya tiene suficiente con sus problemas, que cada cual debe arreglarse con sus propios asuntos y no irle a nadie llorando con el cuento.

“A nadie le importa”, nos decimos, “no les interesa”, por mucho que pongan cara de estar consternados por nuestras desgracias, en realidad no es así, y puede que incluso se alegren, en cierto sentido, de no ser ellos los que están pasando por una situación semejante; hasta eso tenemos que comprenderlo y considerar que entra dentro de lo normal, de lo que todos sentiríamos.

En ese momento de debilidad compartido los otros nos miran con compasión, con pena y lástima, y nos sostienen la mano con intensidad, como intentando transmitirnos toda su energía positiva. Pero todo ese castillo de naipes se viene abajo cuando dan la vuelta a la esquina y respiran aliviados, primer paso antes de no responder a las llamadas, de dejar de pasarse una vez a la semana de visita o de invitarnos a tomar un café.

Dejando, en definitiva, que pase el tiempo y se abra la brecha.

Y esa distancia, al principio casi imperceptible, se va haciendo mayor hasta que un día encontramos a esos mismos rostros que un día estuvieron consternados y ahora mismo nos rehuyen, como si no quisieran saber más de nosotros y nuestros problemas que, en el fondo, (y cómo duele comprobar que así era), nunca les llegaron a importar lo más mínimo.

Entonces uno se pregunta para qué estamos construyendo esta sociedad, cuál es el objeto, el propósito o el sentido de un lugar en el que nadie se preocupa más que de su propio ombligo, un lugar en el que ya ni siquiera los miembros de muchas familias se interesan lo más mínimo por el que tiene al lado ya que a fin de cuentas “se trata de su vida”, “yo no debo inmiscuirme”, “no es asunto mío” y tantas otras excusas que en el fondo lo único que hacen es justificar nuestra propia incapacidad de comunicarnos o, lo que es peor, nuestra indiferencia.

Ojalá llegara el día en que alguien se detuviera y respondiera al “¿cómo estás?” diciendo que “mal, agobiado, preocupado o dolido”, y ojalá en vez de la palmadita en el hombro de rigor uno recibiera un apoyo sincero y desinteresado, una amistad no sujeta por estúpidos rituales de sociedad, costumbres y demás trivialidades que en el fondo sólo ocultan el vacío detrás del gesto aparentemente amable. Ojalá existiera de verdad ese oído confidente, esa relación incapaz de juzgarte, condenarte y sentenciarte al olvido nada más escuchar tu llanto y haber satisfecho, por consiguiente, su malsana y morbosa curiosidad.

Claro que igual ese día el asombro nos mata del susto, porque a fin de cuentas todo esto de lo que estoy hablando sólo pasa en las novelas, en las películas de buenos sentimientos y, en definitiva, en ese campo de la ficción en el que tanto nos gusta evadirnos cuando la suciedad de lo real, de las relaciones vanas, de la hipocresía y la gran mentira social de la fraternidad nos impregna y nos resulta ya del todo insoportable, hedionda y corrosiva.

Uno tiene a veces la desoladora sospecha de que hablar con los demás es inútil, de que casi resulta tan vano como dirigirse a las paredes, y ni siquiera: ellas por lo menos nos devuelven el eco de nuestra propia preocupación, inquietud, agobio, dolor o tortura.

Ese eco, por desgracia, es a lo único a lo que muchos pueden aspirar como máxima expresión del diálogo, la confianza y el apoyo que no encuentran en sus semejantes. Qué lástima.

Pero por encima de todo, qué grandísima injusticia.

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