domingo, 27 de enero de 2008

Aquellos maravillosos años.



Me llega un correo de un amigo con varios enlaces a distintas páginas web en el que me dice: “para que te acuerdes de aquellos maravillosos años”. Al abrirlo, aparece ante mí esta imagen del Night Raven S’P, un avión de juguete con el que, literalmente, yo soñaba cuando tenía siete u ocho años y aún vivía en el barrio San Juan Bautista.

Y se me saltaban las lágrimas, para qué negarlo. Sé que va a sonar ultracapitalista, pero lo cierto es que uno de los días más felices de mi infancia fue aquella mañana de Reyes en que abrí el regalo que contenía la nave de mis sueños. (Algo tendrá que ver con eso que decía el otro día de las esperas y de lo que estaba por llegar). Pero es que el asunto no termina ahí: otros enlaces me llevaron a páginas de coleccionismo de distintos juguetes de mediados y finales de los ochenta, que es cuando yo me dedicaba a estos menesteres: y ahí andaba He-Man, los Dino Riders, y los Lego, Playmobil, GiJoe… estaban todos, todos los que recordaba y muchos otros que estaban ahí, aunque ya ni siquiera en mi memoria.

El caso es que al ver aquellas figuras de plástico me dio por pensar, entre otras cosas, en lo que significaba ser niño entonces y lo que significa serlo ahora. Yo tuve la suerte, (porque así lo considero, una suerte), de haber crecido rodeado de esos muñecos, la mayoría de los cuales estaban hechos con más cariño que habilidad, pero que en cualquier caso fueron uno de los mejores estimulantes de la imaginación que uno puede concebir, junto a los libros.

Es verdad que muchos de esos juguetes se basaban, a su vez, en series de televisión que todos devorábamos, pero no es menos cierto que en cuanto entraban en el dormitorio perdían mucho de ese referente televisivo y entraban a formar parte del particular “reino de muñecos” que mi hermano mayor y yo solíamos montar en cuanto teníamos la menor ocasión (el pequeño aún no había nacido, por aquella época). Y qué gozada, sacar aquellos enormes cajones, uno rojo y otro verde, y bucear en la maraña de juguetes para escoger los protagonistas de nuestra próxima aventura: los mezclábamos como queríamos, nos inventábamos mil y una historias, nos cambiábamos los roles constantemente y dábamos rienda suelta, en definitiva, a toda la fantasía y las ganas de pasarlo bien que teníamos dentro.

Todo aquel mundo mágico, autónomo y paralelo a la aburrida rutina de colegio y deberes se vino al traste al poco de nuestro traslado a Tres Cantos, época que coincidió con la llegada de las tan denostadas videoconsolas. Fue caer presa de los bits, los gráficos de colorines y aquella música machacona para que de golpe y porrazo todo aquel esfuerzo, todo aquel mérito intrínseco que suponía poner en marcha tu propio universo se viniera debajo de una forma irremediable.

También es verdad que a ciertas edades uno ya no está para darle vida a los muñecos (qué reveladora experiencia para mí fue ver esa genialidad llamada Toy Story, fue como tener ocho años de nuevo, para lo bueno y para lo malo), y que las videoconsolas proporcionan también sus buenos momentos de diversión a un adolescente, que es lo que era yo a partir de esa época. Sin embargo, sí que siento ahora que algo se perdió en ese paso, algo importante e irrecuperable que otras generaciones anteriores a la mía sí tuvieron, y yo no.

Y no digamos los que vinieron después. Una de las experiencias más tristes que tenido siempre con chavales que se hallan precisamente en esa franja de edad de la infancia, con los que trabajo en mi grupo scout, es comprobar sus dificultades para resolver una actividad basándose en una imaginación de la que, sencillamente, carecen. Les cuesta horrores imaginar situaciones, asignar roles o lanzarse a jugar si no se les dan las reglas, las normas y todo el trabajo hecho, en definitiva.

Adocenados día y noche por televisiones, ordenadores y consolas, los niños de hoy en día son incapaces de articular un mundo por sus propios medios, y lo que es peor, sin los estrechos límites que necesariamente imponen los medios audiovisuales. Ésa, y no otra, era y es precisamente la magia que tiene dejar volar la imaginación: la ausencia completa de fronteras más allá de las estrictamente físicas. Tú construyes ese universo, tú lo disfrutas y te beneficias, y años más tarde lo recordarás, seguro, con un afecto inmenso.

Porque lo mejor de todo es que entonces uno terminaba encariñándose con aquellos juguetes; ya me dirán qué niño en la actualidad “ama” a su Playstation 2 en cuanto sale la 3, la 4 o la 25, en este nuevo mundo donde no hay memoria porque la tecnología tiene la extraña virtud de fagocitarse a sí misma cada día, impidiendo cualquier tipo de apego o nostalgia. Es por eso que el joven de 25 años que vea su primera consola se echará a reír de lo ridículo que era su motor gráfico, su resolución o su tarjeta de sonido y seguirá, haciendo gala de ese espíritu tecnológico, siempre hacia delante, sin echar jamás la vista atrás.

Y es por eso, también, que el joven de 25 años que soy yo dejaba escapar el otro día gruesas lágrimas de cocodrilo al ver a mi querido Night Raven, ese mismo avión con el que volaba tanto por las tardes, antes de cenar, como por las noches, a lomos del sueño, y armado hasta los dientes de mi imaginación y mi fantasía.

Porque yo disfruté el tesoro de la imaginación, ahora tengo la recompensa del recuerdo. De ahí las lágrimas.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo tenía un perrito de peluche, se llamaba Scotty.Lo llevaba a todos lados y un día me lo dejé en la barra de un bar de carretera. Lloré tanto que cuando llegamos a nuestro destino mis padres movieron cielo y tierra para finalmente encontrar uno idéntico, pero no era Scotty. Recuerdo que lo puse delante de mí y le corté el pelo como había hecho con el otro, después le dije "no eres Scotty pero te querré igual" y aquí lo tengo a mi lado todavía.
Los niños de hoy en día no saben lo que es amar a un juguete, tienes razón. Vemos a niños de 6 años jugando con máquinas que anulan su creatividad cuando nosotros a su edad éramos madres, soldados, médicos, espías...
Vuelvo a repetirme (que pesada) con la película de "El último samurai", pero es que me parece maravilloso el tema que tiene, "no dejar que el progreso arruine la tradición". A veces progresar no es la mejor opción para un país, y de eso los japonenes saben mucho.
Bueno, me alegra que hayas llorado por algo tan bello como un juguete de tu infancia, eso son resquicios de nuestro más profundo y bello niño interior.
Un abrazo Laura.

Anónimo dijo...

¡¡¡¡El Night Raven!!!!, ¡¡¡qué grande!!!!, jajajajajaja.

Lo confieso: mi hermano tenía uno y yo le rompí una rueda sin querer... Ups.

... dijo...

El mio todavía anda por ahi, marcado por los años de combate pero aun se defiende...

hay que reconocer que en tecnología y capacidad de tiro era de lo mejorcito para la época... igual lo rescato!

un abrazo man!