viernes, 30 de noviembre de 2007

Monstruos



Me despedí ayer formalmente de mis entrañables pupilos y jefas, antes del examen final del 6 de diciembre. Fue un momento de balance de cuentas, (las muy pícaras van recavando informes de los propios alumnos sobre tu labor, qué tías), pero por suerte los informes míos eran favorables. Aquello dio pie a un interesante debate sobre las virtudes de todo buen profesor, y todos coincidíamos en que lo principal es la motivación del docente, sus ganas de entregarse a esa profesión.

Ello me recordó el infausto año, para mí, de 1998. Aquel fue el año en que sufrí las iras de dos profesoras malvadas como ellas solas, de las que no diré el nombre porque tampoco importa ya, en el fondo. Lo cierto es que sufrí más por ellas que por las asignaturas (Matemáticas y Física y Química), que aunque no eran ni mucho menos mis favoritas, con aquellas dos mujeres se podía volver algo realmente odioso.

A veces he pensado sobre ellas con el paso de los años. La de física era el ogro más desagradable y amargado que he conocido jamás, alguien capaz de hacer llorar a la gente en clase, humillarnos delante de todo el mundo o reírse de nuestra ignorancia con una superioridad absoluta, como si el hecho de tener el libro de respuestas te convirtiera por sí solo en Carl Sagan o Stephen Hawking.

La otra, por su parte, era una mujer entrada en años, maleducada, impaciente y que pensaba que su asignatura era casi una religión que todos debíamos adorar, anteponiendo las demás asignaturas, nuestras miserables vidas y todo lo que fuera necesario para captar la sutileza de los algoritmos neperianos. Y el que no lo hacía ya podía cargar su revólver de balas de plata, porque las iba a necesitar.

Después he sabido, aunque entonces simplemente veía esas fachadas feas, viejas y arrugadas por la amargura, que ambas mujeres habían sufrido divorcios, pérdidas de hijos en accidentes de tráfico, depresiones y vete a saber qué más. La vida no había sido nada fácil con ellas, y quizá por eso se revolvían como ratas acorraladas y furiosas cuando sentían que sus alumnos no les prestaban la debida atención o el debido respeto.

A pesar de eso no las justifico, como tampoco siento la más mínima pena por ellas. La vida puede darte tantas castañas como quieras, pero nadie tiene la culpa, o desde luego jamás la tendrá una panda de adolescentes que están empezando a vivir y que son tremendamente vulnerables a cuanto les hagas o digas.

Y es que con sus malos modos, su terrorismo psicológico y sus lenguas y miradas de víbora asesina aquellas mujeres provocaron depresiones, fracaso escolar, ataques de pánico antes de los exámenes y algún que otro trauma a promociones enteras de alumnos, y cada vez que uno las menciona delante de alguien que las padeció puedes sentir y ver cómo les cambia completamente la cara, como si les hablaras de Drácula, Hellraiser o de cualquier monstruo semejante.

Porque eso es lo que eran, en definitiva, monstruos, y no por su aspecto físico, fiel reflejo de su tortura interior, sino por su modo consciente y constante de devolver los golpes de la vida hacia los más débiles, de descargarse en ellos con toda la crueldad que sus pequeñas, débiles y retorcidas mentes les permitían.

Pasados los años, creo que he perdido hasta el rencor por ellas. Es lo que tiene el olvido y la distancia para estas cosas, que hasta el odio borra y ya ni eso les quedará ahora mismo a aquellas profesoras, solas y encerradas con sus formulaciones o algoritmos, mientras la conciencia acude por las noches a recordarles sus pecados, a mostrarles los rostros de aquellos a los que intentaron, sin éxito, hacer tan infelices y miserables como ellas fueron toda su vida.

No hay comentarios: