domingo, 1 de junio de 2008

Aquello y aquellos que no extrañaré.


Me decía una vez el escritor Ramiro Pinilla, en una entrevista, que llega una edad a partir de la cual es difícil cambiar la personalidad en lo esencial, que ni el conocimiento de nuevas culturas, países o personas modifica apenas nuestra forma de ver y sentir el mundo. Y por más que yo le insistí en que para mí no era así, que estos últimos años de viajes y experiencias me han vuelto irreconocible en muchos sentidos, no hubo forma de hacerle cambiar de idea (“es que tú ahora eres joven”, me decía, “pero date unos años y comprobarás la verdad de lo que digo”)

Pensaba esto el otro día cuando mi buen amigo Francis me preguntaba qué echaría de menos dentro de un tiempo, cuando recuerde este año en Chicago. Resulta significativo que lo primero que me vino a la cabeza fuera todo lo contrario, es decir, lo que no extrañaré cuando me vaya y que, curiosamente, creo que es lo que más me ha cambiado.

Con diferencia, el caballo de batalla más importante ha sido el clima de esta ciudad. Bromas aparte, el pasar semanas enteras rondando los veinticinco grados bajo cero es algo que termina minando la moral del más paciente, por mucho trabajo u obligaciones que lo retengan a uno dentro de casa. Es un frío intenso, penetrante y que dificulta llevar una vida normal durante meses; algo que, por suerte, yo desconocía hasta ahora y que no echaré de menos en absoluto.

No sé si antes o después del anterior habría que mencionar un sentimiento bastante arraigado y generalizado de inseguridad, al menos en la zona en la que vivo. Yo estaba acostumbrado a caminar por la calle sin mirar hacia atrás cada cierto tiempo, no solía evitar el cruzar a través de parques y jardines, y qué decir del ojo pendiente en el coche de policía o en el próximo poste de aviso, o de hacer lo posible por no estar fuera más allá de ciertas horas (bastante tempranas dentro de esos usos, debo añadir). No creo que sea negativo haber aprendido cierta cautela, porque ésta parece recomendable en cualquier gran ciudad que se precie, pero nunca me he terminado de sentir cómodo con esa espada de Damocles que ha afectado a no pocos amigos y conocidos míos, y de la que, por suerte, yo no he vivido más que algún episodio aislado y sin importancia.

Tampoco extrañaré esta sensación de extranjería que acarreo desde el mismo día en que llegué. Dicho así suena un poco radical, e incluso paradójico, teniendo en cuenta que estamos hablando de una sociedad plural, donde el 35% de la población es afroamericana, el 30% caucásica, el 28% latina y el 5% asiática, así que uno no debería sentirse ni aislado ni integrado, porque aquí lo que predomina es precisamente la variedad. Sin embargo, y por mucho que los carteles estén en inglés o en español, por mucho que uno escuche hablar en su idioma cuando va por la calle no es igual, no es lo mismo que estar en Madrid y que te invada en todo momento la sensación familiar que nos proporcionan los espacios donde estamos acostumbrados a movernos. Y aunque mi gran amigo Pedro diga misa celestial sobre el punto de referencia, yo me temo que ya lo tengo demasiado arraigado en otro lugar, y eso es algo que no sé si llegaría a cambiar con el tiempo.

Dejando a un lado nieves, tiroteos e inmigraciones, (quizás lo más señalado dentro del apartado negativo o mejorable), el resto son detalles que ni mucho menos empañan un año fabuloso en casi todos los sentidos. Entre esos detalles negativos destacan ciertos personajes que parecen sacados de una película de Terry Gilliam: el vecino con pinta de psicópata que al coincidir en el ascensor se pone nervioso y tiembla como si le fuera a dar un ataque de nervios previo a la masacre, o ese otro que duerme de día y vive de noche, y que no parece conocer lo que es el jabón (o similares). Y cómo olvidarse de esas entrañables recepcionistas de la residencia, que ni te miran cuando les preguntas cualquier duda y que te hacen bien patente que estás entorpeciendo la felicidad en que vivían antes de tu intromisión.

Me dijo una vez una compañera de aquí que los españoles, al salir de nuestra tierra, sólo necesitábamos un par de minutos sobre el Atlántico para empezar a hablar de las excelencias del jamón serrano, de nuestra madre y del sol de España. Estuve a punto de sugerirle que me hiciera una presentación en clase, porque el comentario está muy en la línea investigadora y bien documentada de mis estudiantes. No obstante, sí que es cierto, al menos en mi caso, que estar aquí me ha hecho valorar más una serie de aspectos de la realidad en que vivía, como ese sol tan necesario para mí, la sensación de una cierta seguridad y, no menos importante, el hecho de sentirme en casa. Es algo que aquí la gente no considera imprescindible o importante (y, en algunos casos, ni siquiera deseable), y por mucho que lo intento, yo no consigo entender que así sea.

Quizá es que, como decía Ramiro Pinilla, yo me traía el chubasquero puesto ya en septiembre y la lluvia (o la nieve) de Chicago ha caído sobre mí sin mojarme, sin modificar, en lo esencial, esa personalidad que a lo mejor no era tan cambiante como yo pensaba.

1 comentario:

nomadas de las fiesta dijo...

tienes un blog muy interesante por los contenidos que pones,ademas se hace ameno de leer,tambien veo que sueles actualizarlo,sigue asi,te invito a visitar mi blog y a devolverme el comentario,gracias y suerte con tu blog.