sábado, 31 de mayo de 2008

Ars Loquendi.


Mantuve el otro día una charla con un paleontólogo de Buenos Aires, un “porteño”, como se definió él mismo, y pude comprobar, una vez más, cuánta razón tenía José Ingenieros cuando dijo aquello de “argentinos, a las cosas.”

Y es que, qué manera de dominar el arte de la conversación tenía aquel hombre, qué forma de gesticular para enfatizar sus palabras, qué solidez en sus argumentos, pero sobre todo, con qué fluidez tan soberbia se expresaba, como si las palabras “nomás” brotasen como el agua de una fuente, con la misma sencillez y naturalidad.

Tanta sorpresa y admiración, no obstante, no fueron impedimento para entrar en una serie de temas sumamente delicados. Entre ellos, hablamos del objetivo de su investigación, que lo ha traído desde el Museo de Historia Natural de su ciudad hasta aquí para examinar unos restos que, en teoría, deberían estar allá. Me contó cómo las expediciones norteamericanas habían realizado un auténtico expolio paleontológico a lo largo de los años 30 y 40, trayendo a sus museos piezas en verdad valiosas con el pretexto de que “ya las devolverían una vez estudiadas”, una promesa que vio cómo iban pasando los años si que nada sucediera de todo lo dicho y hablado entonces.

Se da la circunstancia, paradójica como tantas otras cosas en esta sociedad, de que esos mismos museos que antes expoliaron ahora becan a investigadores de dichos países para que puedan consultar en Estados Unidos aquellos fósiles, vasijas, restos arquitectónicos o lo que sea que se llevaron entonces. Y en ésas estaba él.

De ahí pasamos al choque cultural, a ese contraste que, incluso para un hombre maduro supone llegar a una ciudad como esta y darse cuenta de lo aldeano que parece todo al lado del distrito financiero, con esos rascacielos que desafían la gravedad y ponen a prueba nuestra capacidad de asombrarnos. "Algo harán bien los estadounidenses para estar donde están, digo yo", señaló, antes de contarme que parte de su familia había tenido que exiliarse durante la dictadura, y que se habían adaptado a las formas de vida norteamericanas con una facilidad pasmosa, precisamente por la fe en valores tan apreciables como el mérito del trabajo o el premio a la constancia y el esfuerzo.

También tuvimos tiempo para tratar un tema que a mí siempre me ha llamado bastante la atención aquí, como es la ausencia de un modelo familiar claro. “No hay un sentimiento fuerte de familia”, me dijo mi interlocutor, “aquí en seguida vuelan del nido, emigran, no quieren saber nada de sus papás ni de sus mamás, y cuando los ven de pascuas a ramos, en Navidad o cuando sea, no saben siquiera cómo comportarse porque han perdido el referente, el lugar que ocupaban. Están todos tan preocupados por el trabajo, por el carro y por el piso que se olvidan, simplemente se olvidan y luego no hay forma”.

Es cierto. Yo no recuerdo una sola conversación o ensayo donde mis estudiantes o amigos nativos me hayan hablado de su familia, de sus veraneos con los primos o de sus abuelos, siquiera. Los que sí lo han hecho eran asiáticos, latinos o europeos que no llevan demasiado tiempo aquí, pero el resto a lo sumo te menciona el trabajo que desempeña tal o cual progenitor y poco más, como si sus padres fueran médicos o ingenieros antes que padres, como si su cuenta corriente los definiera mejor que su paciencia o su bondad, que su capacidad de escuchar o las lecciones que de ellos aprendieron.

“No hay tales lecciones por una simple cuestión de tiempo”, me comentaba, con aire algo sombrío, mi amigo: “Ni siquiera llegan a apreciarlo. ¿Cuándo vas a valorar la familia si te alejás de ella cuando estás empezando a ser maduro y, por tanto, eres ya capaz de apreciar esos sacrificios que nadie más va a hacer por ti? Nunca, no lo valorás y entonces luego cómo pretendés ser un padre para tus hijos, es imposible. Mirá, yo siempre que me veo en una situación en que tengo que actuar como padre lo primero que hago es tirar de archivo, y pensar en el referente que me dejó el mío. Y luego ya decido, pero siempre se produce esa primera operación, inconsciente, que vos ni te das cuenta pero ahí está. Y luego además están los tíos, y los abuelos, claro, y todo el clan que andá pendiente; aquí eso no es igual, cada uno va más a lo suyo, a sus cosas de cada día y punto.”

Cuando nos despedimos era ya tarde, porque se nos había pasado la cena volando como una flecha, que dicen los ingleses. Menos mal, pensaba yo de camino a la habitación, que el espíritu de Ingenieros predomina por estos lares, porque de lo contrario me veía yo convertido en un porteño de los que hacen época.

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