martes, 6 de mayo de 2008

El azabache de una falsa amistad.




Lo veía venir, y sin embargo no hice nada, o al menos no lo que debía. Eso pensaba al inicio de este extraño viaje. Lo veía venir, sabía que el problema tenía un origen y presagiaba unas consecuencias, y sin embargo me dejé engatusar por aquella retórica fácil, simplista y, sin embargo, conmovedora. Ahora tengo la sensación de haber cultivado una mala hierba, que amenaza con destruir este jardín que ha sobrevivido a lluvias, viento, nieve y frío, y que ahora palidece ante un rostro tan dulce en apariencia como podrido por dentro.

A fin de cuentas, miles de años de evolución del lenguaje no han sido suficientes para que éste sea siempre una fuente de malentendidos, fallos de comprensión o interpretaciones tergiversadas de los hechos. No es suficiente que las distintas ramas que estudian sus fenómenos intenten ponerse de acuerdo y convertir lo arbitrario en convencional, y por ello persisten aún las ambigüedades, las ambivalencias y esa polisemia que es origen de tantos problemas.

Sumemos a eso ahora más obstáculos, como por ejemplo la imposibilidad de una integración cultural plena, esa hipocresía del multiculturalismo que defiende una realidad utópica e inexistente donde los distintos grupos étnicos y raciales no sólo conviven, sino que se mezclan, interrelacionan y compenetran de tal modo que es casi imposible distinguirlos. Algo absolutamente absurdo cuando precisamente la defensa de sus tradiciones, costumbres, ritos y lenguajes los aíslan y condicionan, pues el signo definitorio aleja al tiempo que define.

Aquí desde luego no existe tal mezcla, apenas hay convivencia pacífica y mucho menos comunicación en un teatro social donde incluso dentro de cada grupo cada uno tiende a lo suyo, a lo propio, a lo particular del pequeño microcosmos que da sentido a nuestra vida cotidiana. Y aunque se nos llene la boca hablando de lo buenos, generosos y abiertos que somos, en realidad no hace falta una gran prueba que demuestre la gran mentira en que nos dormimos arrullados cada noche: el más insignificante de los favores, el más nimio sacrificio se torna en un imposible, en un absurdo, y la avalancha de justificaciones es tal que abruma casi tanto como la certeza de que, una vez más, el lenguaje sólo se emplea para ocultar, disfrazar o maquillar esas verdades como templos que, en el fondo, se reducen a los escombros de nuestra miseria personal.

La cara oculta de ese egoísmo, del profundo egoísmo que envuelve tales actos donde no importa utilizar los sentimientos de los demás, sus cuerpos, sus ilusiones o expectativas, sale sólo a relucir cuando escuchamos una determinada combinación de palabras no deseadas: “no me parece bien lo que estás haciendo, estás manipulando, engañando, mintiendo y encima lo recubres todo de bondad y nobleza infinita. Pregonas la blancura de tu espíritu de alquitrán, aun cuando la tinta negra resbala por tus mejillas sin que te des cuenta. Y cuando alguien alude a ello, cuando alguien siquiera lo menciona, entonces saltas y acusas y atacas, y empleas esas mismas diferencias culturales, que antes te saltabas alegremente, como barreras insondables, porque ellas explican el choque que ayer era imposible y hoy resulta inevitable.”

Todo vale, en el fondo, para justificar la soledad, la inmensa soledad en la que vives y has vivido siempre, y que no está motivada por los ataques de los otros hacia tu cultura, o por tu exceso de bondad en un mundo cruel. Lo único que ocurre en realidad es que tus propias limitaciones te impiden desenvolverte con habilidad en el entramado social: es tu egoísmo, tu indiferencia y el alegre recurso del victimismo lo que te ha impedido e impedirá avanzar en tu vida, pero no te darás cuenta de eso porque bastante tendrás ya con seguir buscando combinaciones de palabras que quieras escuchar, manipulando, tergiversando y aprovechándote de los variados y numerosos senderos que tiene el lenguaje para justificar lo injustificable.

Si ni siquiera somos capaces de establecer una comunicación real, sincera y constructiva con nosotros mismos, qué decir de hacer lo propio con quienes nos rodean. Y si lo primero es, para algunos, tan imposible como respirar en el espacio profundo, lo segundo ya es pretender que alguien oiga nuestro lamento en el mismo azabache interminable en que se malogra el eco de la conciencia.





1 comentario:

Anónimo dijo...

Aunque nos duela, aunque al final nos demos cuenta de muchas cosas que sabíamos que podían pasar, debemos seguir adelante aceptando las cosas como son y pensando en que seguramente habrá algo mejor ahí fuera. Seguro.

Besos,

Maria.