miércoles, 21 de mayo de 2008

El hombre del traje gris.


Cuentan que el hombre del traje gris entró aquel lunes en su despacho con un aspecto aún más sombrío que de costumbre. Los que lo conocían bien, que no eran multitud, se percataron enseguida de que allí ocurría algo extraño: no es sólo que sus zapatos ya no fueran negros, como no era ya blanca su corbata, o que los puños de oro de la americana, el pañuelo rojo junto a la solapa e incluso el brillo del bombín se hubieran decolorado hasta adquirir la misma tonalidad gris pálida del traje.

Era algo más que eso. Como no estaban acostumbrados a fijarse en él, otros detalles pasaron también desapercibidos: el pelo había encanecido por completo, la barba se había vuelto de un gris plateado y hasta sus ojos, antaño escogidos en la vena del océano, eran ya únicamente reflejo de dos tristes cúmulos que anunciaban inminentes lloviznas. Todo en el hombre del traje gris hacía honor a su principal vestimenta, la misma que se arrastraba por salas y pasillos como un ánima espectral.

Nadie le preguntó porque, a fin de cuentas, a nadie le interesaba en realidad. Cada cual volvió pronto a sus quehaceres, mientras la normalidad volvía a adueñarse de sus mentes y proyectos, y los sumergía en ese punto indefinido entre el sueño y la vigilia. Y el hombre del traje gris, como cada día, se metió en su oficina y se dedicó a su labor sin decir una sola palabra.

Apiló sus papeles reciclados uno a uno, tomándose su tiempo. Bebía un sorbo de té, sólo uno, al terminar cada carpeta, y luego preparaba sus tareas con la disciplina que da la rutina, con la absoluta tranquilidad de quien nada espera del nuevo día, porque en el fondo éste no iba a ser distinto del ayer o del mañana. Y dejó, como siempre había hecho, que las horas transcurrieran lentamente, que el reloj fuera marcándolas entre aromas de aquel té que expiraba por momentos.

De pronto, un papel cayó al suelo, una hoja de entre tantas que sus manos apilaban, una a una, con esmero y con paciencia. Y al cogerla posó el gris de sus ojos sobre el envés arrugado, vio la firma del autor y hasta el motivo del escrito, y a pesar de que el grisáceo estertor que anidaba en sus pulmones parecía incapaz de animarlo a la lectura, se dejó llevar por la primera de las líneas, que decía:


Abrí los ojos y vi que otro mundo era posible,

quizá ya no para mí: para mis sueños intangibles.


Intrigado por aquel descubrimiento, se levantó y abrió puertas y ventanas, esforzándose por ver lo que decía aquel pliego. Mas por mucho que mirase con los ojos bien abiertos nada nuevo aparecía ante él, y la tristeza comprobada de que aquello era un verso y otro verso pronto se apoderó de su ánimo, desvanecido del esfuerzo.

Se sentó en su silla desplomado, frente a su vieja Olivetti, pensando que aquello había sido una tremenda pérdida de tiempo: tenía tanto que hacer que se sintió ridículo por un instante, avergonzado y con el ánimo dispuesto a reemprender su trabajo. Y así lo hizo, sin dudarlo.

Sin embargo, cuando comenzó a teclear se dio cuenta de que repetía los dos versos, aquello de que “abrí los ojos y vi que otro mundo era posible, quizá ya no para mí: para mis sueños intangibles”, y cuál no sería su impresión al comprobar que aquellas letras no eran negras sobre blanco, sino turquesa y esmeralda, escarlata y cian; era verde con aromas a bermejo, y granate fluorescente que adornaba los ribetes de las íes y las oes.

Se dio cuenta, asombrado, de que sus grises pantalones estaban manchados de cobalto, impregnado todo él de la camisa a los zapatos, y la barba encanecida era ahora de pistacho, de carmín eran los brazos y de celeste sus manos. Y si al principio se asustó de aquel festín inesperado, pronto fue un lienzo consagrado a la pintura de aquel genio dibujante, ese enigmático tarado que hacía de él caballo verde de los astros, y danzó y danzó a lo largo y ancho del despacho, impregnando las paredes de la tinta y de sus cantos. Y por primera vez, el hombre del traje gris dejó de serlo.


*


Cuentan que fue una secretaria la primera que lo encontró, pasadas ya las nueve menos cuarto. Abrió la puerta y preguntó “¿se encuentra bien, don Eduardo?”, para luego verlo ahí, de espaldas, enigmático. Y al acercarse y verlo inerte, la cabeza sobre un brazo, no supo si gritar o si reírse como él, con aquella sonrisa que empezaba en sus dientes y terminaba en el azul marino que, hacía ya sesenta años, alguien escogió de la vena del océano.





1 comentario:

... dijo...

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