lunes, 12 de mayo de 2008

La originalidad (práctica)


Recordaba yo las palabras de las embajadas inglesa e italiana acerca de la posibilidad de crear elementos nuevos y originales a partir de otros conocidos mientras caminaba por el bulevar de Las Vegas, un sitio plagado de retales y reproducciones de los monumentos más característicos de ciudades como Nueva York, París, Roma o El Cairo.




Esta ciudad, fundada en el siglo XX como vía de escape de una sociedad puritana hasta extremos surrealistas, se creó con un único objetivo: producir pingües beneficios a costa de una sofisticada red de casinos, restaurantes, espectáculos y prostíbulos. Codicia, gula, pereza, lujuria… parece que el mismo Belcebú hubiera diseñado los planos de esta suprema horterada, por la que pasean a diario cerca de dos millones de habitantes que viven de, por y para este entramado del vicio (o, como dicen sus eslóganes, del entretenimiento.)



Sea como fuere, cuando uno ha tenido el privilegio de pasear por el foro romano o por los campos Elíseos, eso de ver tal amalgama de sucedáneos de referentes culturales y arquitectónicos es para echarse a temblar. Nada del esplendor de los siglos pasados, aquí lo único que brilla al calor del sol de Nevada es el cartón piedra que mezcla sin orden ni concierto la Torre Eiffel, el Taj Mahal, el Coliseo, el David de Miguel Ángel y la Pirámide de Keops con la Estatua de la Libertad delante de una montaña rusa que está junto al castillo de Disney, todo bien revuelto y aderezado, por si fuera poco, por una parafernalia publicitaria que va desde la Coca Cola a la última aventura de Indiana Jones, sin olvidarnos de lo último en ropa interior femenina o el inminente show de un mago con cara de haber vivido demasiado tiempo en Las Vegas.



Resulta curioso que, sin embargo, los aborígenes te saquen pecho cuando les preguntas por todo esto y te digan que su ciudad es el colmo de la originalidad, un paraíso inigualable donde vale todo, como en carnaval, donde cualquiera tiene cabida por muy estrambótica que sean sus ideas, proyectos o personalidades. Muchos tienen el convencimiento de vivir en un paraíso, y cuando les mencionas de pasada, y sin ofender, la superficialidad inherente de todo ello, te responden que lo estás viendo con los ojos del prejuicio y que no tienes ni idea de lo que se cuece aquí.



Cambiamos de tercio y de pregunta, pues, y al cabo de un rato nos enteramos de que esta ciudad, a la que algunos llaman The Hole, (el agujero), tiene la virtud de fagocitar a todo aquel incauto que se deje caer por un casino y le hagan los ojos chiribitas con las luces de las máquinas tragaperras. Gente que ha venido a pasar un fin de semana con los querubines han repetido, ya sin niños y a veces hasta sin mujer o sin marido, para comprobar hasta dónde llegaba la suerte que anunciaba el primer dólar ganado, la posibilidad de hacerse millonario sin dar un palo al agua (o moviendo una manecilla arriba y abajo, que tanto da), hasta darse cuenta, años después de que semejante sueño (por llamarlo de alguna manera) había devorado su sueldo, trabajo, mujer o marido y hasta querubines.



Pero ni siquiera eso parece afectar a los indígenas (“en realidad eso de la ludopatía no es tan común”, “sólo le pasa a unos pocos”, “aquí la gente es súper normal” (sic)), muy orgullosos del lustre envuelto por un desierto que devora el asfalto a más de 45º durante meses enteros. Para combatir tan asfixiante calor, la ciudad está plagada de pasillos subterráneos y túneles, única forma de evitar un sol de justicia que se mezcla entre el gentío, por ese mismo bulevar por el que caminábamos todos, algunos atónitos y otros encantados de la vida y de haberse conocido.



Pero sobre todo, la imagen que queda en la retina es la ostentación del lujo por parte de todos los participantes de este circo en forma de ciudad: limusinas, hoteles, trajes, zapatos, joyas, relojes, pulseras, anillos… Parece como si fuera una competición para ver quién tiene más y mejor, pero más importante aún, para ver quién lo luce con más elegancia, garbo y estilo, que a fin de cuentas para eso hemos montado semejante belén saturado de palacios de Herodes y borregos, millones de felices, aletargados y glamourosos (aunque súper normales, eso sí) borregos.



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