miércoles, 7 de mayo de 2008

El último Katchina.



En los albores del Cuarto Mundo, cuando los estragos del hielo destructor y de las aguas ya habían sido borrados de la memoria de los más ancianos miembros de la tribu Hopi, sucedió algo que cambiaría para siempre su destino.

Como cada atardecer, el joven Igoe ascendía a las cumbres más elevadas del Gran Cañón, para inspeccionar desde ahí el vuelo de las aves y el lento declinar del astro rey, Tawa. A diferencia de sus amigos, que preferían dedicar su tiempo libre a practicar la caza o a cortejar a las mujeres, él ascendía a lo más alto de las montañas y allí, donde nada ni nadie podía molestarlo, se entregaba por completo a la meditación y a la contemplación de las estrellas.



Aquella tarde empezaban a verse como nunca, brillantes como las luciérnagas que habitaban junto al río, pero inmóviles, como si fueran columnas puntuales que sostuvieran el firmamento. Igoe las observaba, atento a cualquier nueva chispa que se encendiera, mientras recordaba las palabras de su padre, cuando lo llevó a ese mismo lugar y le enseñó a respetar el silencio ante los dioses de los cielos.

Las sombras se apoderaban de las gigantescas hendiduras de la llanura encrespada, y la inmensidad y el vacío iban apaciguando el eco de sus habitantes, conforme la luz se desvanecía y el misterio se adueñaba por completo de la región. Los dioses, como cada tarde, pronto entonarían sus rezos silbando a través de la roca, el viento y el agua.




Y justo cuando el espíritu de Igoe estaba en paz, escuchó un leve tintineo que procedía de una cumbre lejana. Se giró, muy despacio, temiendo que fuera algún animal al acecho, pero no vio nada. El sonido no desaparecía, pero sus ojos de halcón eran incapaces de distinguir nada que no fuera piedra y arbustos.

Intrigado, se levantó y comenzó a trepar y a saltar hasta alcanzar la cumbre de la que procedía aquel extraño y armónico ritmo, semejante al que entonaba su pueblo las noches señaladas, en torno al fuego. Y al fin lo vio, con los últimos rayos enviados por Tawa: un muchacho más joven que él, ataviado con extrañas ropas, danzando sobre sí mismo de una forma tan hipnótica que Igoe apenas podía creer lo que estaba viendo.





En ese momento, se escuchó el ruido de un trueno. Nada más oírlo, el bailarín cesó su danza, y se ocultó, asustado. Cuando Igoe llegó ante él, supo que se hallaba en presencia de un Katchina, uno de los seres venidos del cielo para transmitir su sabiduría al pueblo Hopi. Lo supo porque reconoció en aquel vestido el de los juguetes con los que él y sus amigos se divertían de pequeños. Su padre le había dicho que los hacían con la forma de los Katchinas para que, si se daba la circunstancia de que un Katchina real aparecía, no les cogiera por sorpresa o lo confundieran con un enemigo.

Sin embargo, la forma tosca de sus juguetes en nada se parecía a los rasgos de aquel joven, de tez pálida y sonrisa de diamante. “Ayúdame, Igoe, pues soy el último de los Katchinas, su último emisario.” Y cuando escuchó su voz, pidiéndole protección de los truenos, Igoe sintió que aquella criatura era capaz de suscitar un efecto tan hipnótico a través de sus palabras como de sus gestos. “A cambio”, le dijo, “te haré depositario de las nueve señales que tu pueblo habrá de presenciar antes del fin del Cuarto Mundo.”

Igoe accedió, y construyó un refugio para ambos en aquella misma cumbre. Y allí, sentados y al abrigo de aquellos truenos cada vez más cercanos, el último Katchina le reveló sus secretos.



“La Primera Señal llegará en forma de hombres blancos que se apoderarán de vuestras tierras empleando truenos, semejantes a los que ahora asolan el valle. La Segunda Señal vendrá a lomos de ruedas de madera, llenas de voces. La Tercera Señal será un animal de grandes cuernos, propiedad del hombre blanco. La Cuarta Señal serán serpientes de hierro que cruzarán las praderas. La Quinta Señal será una gigantesca telaraña que cubrirá los cielos. La Sexta Señal serán ríos de piedra que formarán imágenes a la luz de Tawa. La Séptima Señal será el mar vuelto negro como la noche, con sus animales muertos. La Octava Señal será portada por jóvenes de largo cabello, que huirán de la ciudad y buscarán la sabiduría natural. La Novena y Última Señal será la caída de una gran morada de los cielos a la tierra, que provocará gran estrépito.”

Igoe escuchó atentamente, y no pudo reprimir las lágrimas al escuchar el final de la historia del Katchina: “Tras las Señales, se producirán grandes guerras entre los hombres, y el resultado será terrible, con gigantescas columnas de humo aniquilando la vida de animales y de hombres. La mortandad será horrible.”




Mucho ha llovido desde que Igoe despertó, a la mañana siguiente y descubrió junto a él un anillo capaz de desdoblarse en dos. Era una ofrenda del último Katchina como prenda de su afecto, que había dejado allí antes de desaparecer sin dejar rastro.

Y aunque tuvo una larga vida, ni Igoe ni sus hijos pudieron ver y sufrir en sus carnes la Primera Señal: fueron sus nietos los que combatieron a los soldados norteamericanos, los que cayeron bajo el glorioso estrépito del séptimo de caballería. Los carromatos que trasladaban al hombre blanco a las tierras recién conquistadas llegaron después, con el ganado que traían consigo. Poco después llegarían los primeros raíles y los ferrocarriles comerciales, y cuando el linaje de Igoe ya estaba a punto de extinguirse, el primer tendido eléctrico surcó las praderas por donde antaño se cazaba el búfalo.

Muchos ciclos lunares hubieron de pasar para ver las carreteras y autopistas destruir el paisaje, o los océanos cubiertos de petróleo en las costas de numerosos países, así como las primeras celebraciones hippies o los fracasos de la carrera espacial.

Y por suerte, ni Igoe ni los suyos presenciaron el horror de las Guerras Mundiales, el holocausto o la detonación de las bombas atómicas, cuyas gigantescas columnas de humo aniquilaron animales y hombres.

Cuenta la leyenda que mucho antes de que todos esos acontecimientos tuvieran lugar, cuando Igoe estaba en su lecho de muerte, rodeado de su esposa, hijos y nietos, pidió que abrieran el techo de la tienda: “Quiero ver las estrellas por última vez”, dijo. Y al abrirse ante él el firmamento sostenido por columnas brillantes, volvió a escuchar la risa del Katchina, lo vio danzar a la luz de los últimos rayos de Tawa, y supo que a partir de entonces sería él quien estaría protegido y a salvo de cualquier peligro.





(Visita al Grand Canyon Park, 3 de mayo de 2008. Cuento basado en las leyendas tradicionales Hopi)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un relato muy especial. Todo y todos evolucionamos, esperemos que la hermosura del Gran Cañón siga por muchos años intacta.

Besos

Carlos F. Navajo dijo...

Genial, como siempre.
Hay una canción que le viene como anillo al dedo a esta historia: Creek Mary's Blood.

Sigue así!