lunes, 3 de marzo de 2008

La cuestión académica (II)


Si yo tenía la sensación de que en la universidad española el factor docente era, cuando menos, discutible, aquí ya es para llevarse las manos a la cabeza. En los cursos de doctorado los profesores no enseñan, en el sentido literal de la palabra, sino que mandan leer y citan bibliografía para completar sus tres o cuanto apuntes teóricos dichos en clase. El peso de la misma lo llevan los alumnos, que a sus numerosas cargas deben añadir una presentación semanal sobre el tema que toque.

Esto implica que, a su escasa preparación, se añade la rémora de unos debates interminables en los que todos intentan disfrazar su ignorancia con argumentos retorcidos y supuestamente sesudos, citando bibliografía y artículos –a imagen y semejanza de su modelo, el “profesor”-, como si simplemente por eso fueran a tener más razón. Esto se debe a que los alumnos no tienen tiempo de leer las obras que se estudian, ocupados como están en otros menesteres más urgentes, por lo que los seminarios –llamarlos clases me parece ofensivo- se alargan hasta el infinito en charlas estériles que no sirven absolutamente para nada.

Vamos con los botones de muestra: esta mañana he dado una charla en un curso de literatura sobre una novela, Los bravos, en la que trabajé el año anterior para su futura publicación en la editorial Castalia. Es una novela sencilla en su complejidad, de una enorme calidad literaria y que supuso el pistoletazo de salida, junto a La colmena o El Jarama, para la novela social realista española a mediados del siglo XX.

La obra cuenta los sucesos que tienen lugar en un verano de finales de los años cuarenta, en una aldea rural perdida en la frontera entre León y Asturias. A ella llegan dos personajes, un médico y un viajante, que se proponen, con muy distintos medios, maneras y resultados, hacerse un hueco en la estructura del pueblo y obtener beneficios.

A la charla asistían, además del profesor y los alumnos matriculados, otros procedentes de otros cursos del programa de doctorado de lenguas romances, así como aspirantes a ingresar el curso que viene. A todos ellos se les había entregado un dossier con textos y ejemplos que –se supone- debían leer de antemano para poder seguir el desarrollo de la clase. De los alumnos de mi clase –se supone- se esperaba que hubieran leído la novela.

Pues bien, ni una cosa ni otra. La mayoría no sólo no había oído hablar jamás de la novela, algo lógico teniendo en cuenta su estatus dentro de la crítica literaria, sino que tampoco habían hecho el más mínimo esfuerzo por acercarse a los textos propuestos. Con la única excepción del profesor, el resto bajaba la cabeza cuando hacía alusiones a la trama o a detalles que –se supone, y con esta tercera me dejo ya de suposiciones- debían conocer, lo que iba mellando poco a poco mi confianza en que entendieran una sola palabra de cuanto estaba diciendo.

Mi lectura de la novela se opone a mucho de lo dicho anteriormente por la crítica, ya que no radica en ver únicamente cómo el joven médico “usurpa” sin más el puesto del cacique del pueblo, don Prudencio, tras quedarse con su amante y con su casa. Para mí es mucho más relevante ver los paralelismos entre el médico y el viajante, dos personajes, los únicos, de los que no se conoce ni el nombre (jamás se alude a ellos por su nombre de pila), ni su pasado oscuro (aunque se sabe que es oscuro, eso sí). Son dos personajes que hacen avanzar la novela, que sirven como motores de una trama en la que se dan el relevo (siempre que aparece uno sale el otro, jamás dialogan, jamás interaccionan salvo al final, cuando uno triunfa y el otro es derrotado), y que con sus visitas a los habitantes del pueblo permiten al lector conocer la miseria de la España de la posguerra.

Mi teoría aúna el seguimiento fiel del desarrollo de la trama con el análisis estructural de la obra, y permite, creo, trazar una línea interpretativa más coherente y completa que la que se establecía anteriormente, cuando todo se reducía a un duelo en O.K. Corral entre el médico y el cacique. No es una teoría perfecta, ni mucho menos, y cualquiera que conozca el texto podrá rebatirme este y aquel argumento, generando una discusión, a mi juicio, tan enriquecedora como interesante.

No era el caso. Dicho todo esto, y para mi sorpresa, comenzó el carrusel de preguntas más surrealista al que jamás me he visto sometido. Y es que entonces, al término de mi intervención, salieron a la luz los pedantes, las alusiones bíblicas y cinematográficas que no venían a cuento para explicar e interpretar una novela que, en el colmo de los colmos, no se había leído ni uno solo de los asistentes. A mi perplejidad por el hecho de que alguien que desconoce un texto cuestione tu interpretación sobre el mismo, rayando en la arrogancia intelectual, se sumaba la de un profesor que en vano intentaba orientar el asunto hacia los puntos de la obra sobre los que sí podía haber habido un debate más general.

Es triste, pero cierto, que el aula estaba abarrotada de una especie que en España se denomina “trepas”, gente únicamente empeñada en acuchillar a quien haga falta para escalar, ascender o trepar, de ahí el término, y así poder dar satisfacción a su ambición desmedida. En algunas intervenciones –no en todas- se podía sentir ese tufillo rastrero que acompaña al apuñalamiento verbal, y uno por desgracia no tiene todavía la capacidad, que sí demostró el profesor, para sortear aquel campo de minas en que se había convertido de pronto aquel debate.

Lo gracioso de todo esto es que el objetivo último de esta gente no era tanto desautorizarme a mí como impresionar a un profesor que estaba de todo menos impresionado, a base de repetir machaconamente aquellos argumentos retorcidos, tergiversados, y sacando petróleo de una frase leída al azar, o con la inútil pretensión de extraer, por ejemplo, conclusiones universales de las dos primeras páginas de la novela, (las únicas leídas, supuse), y demostrar así lo listos, cultivados y geniales que están hechos estos chicos.

Yo no daba crédito, y lamento sinceramente no haber tenido la habilidad de cortar de raíz aquella estúpida, estéril y vana disertación sobre la trascendencia del estiércol como símbolo del poder del cacique, ya que bajo una montaña del mismo escondió sus dineros y con ello hizo honor a su nombre, Prudencio (juro que tal era el argumento esgrimido por aquel pedantón como si fuera la última de las revelaciones cósmicas).

En aquel momento de zozobra y confusión se me venían a la mente los meses enteros que pasé en la Biblioteca Nacional cotejando ediciones de la novela, leyendo críticas en la Hemeroteca y entrevistando a la viuda del escritor, por no decir las innumerables horas de lectura y relectura de una obra que se merece, sin lugar a dudas, mucha más atención que veinte minutos de debate y otras tantas elucubraciones caprichosas sobre su sentido, naturaleza y significación.

Salí del aula, a pesar del agradecimiento del profesor y de algunos compañeros, con la frustrante sensación de haber perdido mi tiempo y energías de la forma más miserable. Mi conclusión no podía ser más desoladora: desde luego, si este es el caldo de cultivo de la futura intelectualidad americana en el campo de las letras, mejor será huir cuanto antes y buscar refugio lejos de los críticos repetidores de lo anteriormente dicho, las alusiones a Aristóteles, Platón y Mefistófeles y, por supuesto, las elucubraciones ininteligibles y a la ligera, que llevan únicamente a la autocomplacencia en la más absoluta ignorancia.

En definitiva, yo había ido ahí para hablar de literatura, y terminamos hablando del estiércol. No digo más.

No hay comentarios: