lunes, 3 de marzo de 2008

La cuestión académica (I)


Me han preguntado ya varias veces si la universidad americana es mejor que la española, si tienen más calidad sus estudios y más recursos sus aulas, o si sus estudiantes son, como afirman algunos trasnochados, genios absolutos que están a un paso de revolucionar el mundo con sus descubrimientos.

Ante tales preguntas, uno se siente en la tentación de decir que sí o que no, y abrumar al personal con los datos que, efectivamente, me han ido llegando en estos siete meses que llevo aquí. Lo extraño del caso es que no soy capaz de decidirme por uno o por otro camino, así que expondré ambos, y que el lector decida con cuál quedarse.

Si quisiera argumentar que sí, que lo americano es mejor que lo español, podría empezar a sacar cifras y estadísticas, a mencionar al último premio Nobel de economía, de física o de arquitectura, y a justificar que los 45.000 dólares que cuesta la matrícula anual de esta universidad están más que bien invertidos en tecnología, laboratorios e infraestructuras, tanto como para permitir que dichos descubrimientos revolucionarios tengan lugar aquí mucho antes que en España.

Pero todo eso, que sería cierto, no serviría más que para decir algo más que evidente, como es el hecho de que la Universidad de Chicago, la más prestigiosa de Estados Unidos después de las tres grandes (Harvard, Stanford y Yale), es infinitamente superior en todos los aspectos a la Universidad Autónoma de Madrid, de la que provengo y a la que aún pertenezco. Y esto se debe a una simple cuestión económica.

Tengamos en cuenta que este lugar fue fundado en 1891 por un tal John D. Rockefeller, que con una de las fortunas más grandes de todos los tiempos dotó a esta institución (privada, por cierto) de cuanto necesitaba para estar a la altura de las mejores. Los fondos no se limitaban a inversiones económicas, sino también a donaciones de bibliotecas privadas para la monumental Regenstain Library, que con el tiempo se ha convertido en una de las bibliotecas más importantes del país, o a la contratación, por último, de algunos de los mejores profesores americanos y extranjeros en los distintos campos de investigación científica y filosófica.

La situación no es comparable, ni de lejos, con los orígenes de la UAM (pública, por cierto). No hay más que comparar la arquitectura pomposa de Chicago con el inconfundible sabor franquista de los edificios madrileños para darse cuenta de que uno se encuentra, literalmente, en dos universos distintos. La arquitectura es sólo la fachada de unas costumbres, una mentalidad y un espíritu que va más allá de las aulas, contagiando a estudiantes y a profesores. Así, la abulia, inercia y pasividad españolas son aún más sangrantes cuando se comparan con el dinamismo, la iniciativa y el celo constante que reinan en este campus.

Ahora bien, si quiero decir que no, que lo español no tiene tanto que envidiar a lo americano (es difícil sostener que es mejor, por no decir imposible), tengo tantos o más argumentos que los anteriormente citados. Podría decir, entonces, que en el fondo, la supuesta agitación intelectual americana obedece ni más ni menos que a una estrategia más propia de una empresa que de una institución educativa: esta universidad obliga a estudiantes y a profesores a vivir a un ritmo absolutamente descerebrado para escribir artículos, ensayos y trabajos con los que competir con las demás universidades.

No sé muy bien qué será la Universidad Autónoma, pero desde luego la de Chicago es una Research university, es decir, una institución dedicada única y exclusivamente a la investigación. Esto implica que lo que importa es llegar antes y de forma más contundente que el resto, publicar en Science o en Hispanic Review antes que el catedrático de Yale, y a ser posible dos veces en el mismo número. La calidad de los artículos no importa tanto como la cantidad, y en los contratos de los profesores figura el número de libros que habrán de ver la luz con su firma si es que quieren seguir perteneciendo a la universidad que los contrata, aun cuando el contenido de esos diez o doce libros esté aún en el limbo. Cuando este tipo de contratos se le presentan a un escritor o a un músico, se suele dudar de la calidad de las obras futuras. Aquí, desde luego, eso ni se plantea.

En el sector de los alumnos el asunto no es mucho más alentador: mis estudiantes, y me consta que no son los únicos, llegan todas las mañanas a clase con ojeras, y no precisamente por las fiestas que se corren. Según una encuesta reciente hecha por la propia universidad, muchos de ellos duermen una media diaria de cuatro horas, sacrificando noches enteras para leer los más de cien artículos que les obligan, por clase, y de los que finalmente no sacarán más que tres o cuatro ideas que su profesor bien podría haberles resumido en quince minutos. Además de las clases, deben asistir a sesiones maratonianas de laboratorios, prácticas, conferencias, seminarios y debates que los dejan, literalmente, exhaustos.

Se me podrá argumentar que en España también hay de eso. No lo niego, pero no recuerdo si en la tierra de don Pelayo esas jornadas académicas se van a las catorce horas, sin contar las dedicadas al estudio. Me temo que no, como también que el número de depresiones, casos de estrés y ataques de nervios en plena biblioteca (yo ya he asistido a cuatro este trimestre), así como el que exista un departamento de atención psicológica al estudiante no son fruto de la casualidad.

En definitiva, esta (no hablo de las demás, que no conozco) es una universidad donde prima la productividad por encima de la riqueza cultural. Los profesores están más preocupados en batir el récord de publicaciones que en enseñar a unos alumnos agotados, confundidos e ignorantes que encima se creen superiores al resto de la humanidad, cuando en el fondo lo único que hacen distinto al resto es pagar una cifra desorbitada e indecente por un servicio, la enseñanza, que en el fondo no reciben, pero que les importa poco porque todos tienen sus televisores de plasma en el aula y tapices medievales en las paredes, y así viven, tan felices y contentos (o no tanto).

Luego, de vez en cuando, alguno de estos estudiantes histéricos, estresados y con más presión que un submarino nuclear sufre un cruce de cables y se lía a tiros con el resto. Y entonces el mundo entero se pregunta si sus padres se divorciaron, si el chico tenía problemas de drogas o si su abuela fumaba. Nadie se detiene a pensar qué influencia pudo tener, o en qué medida pudo contribuir el hecho de que viviera, literalmente, en una jaula de grillos llamada universidad.

No hay comentarios: