martes, 19 de febrero de 2008

Cinefórum (6)



En una de las lecciones más impresionantes de interpretación de todos los tiempos, Robert de Niro dio vida en El padrino II a un joven Vitto Corleone, o mejor dicho, a cómo Marlon Brando habría interpretado a Vitto Corleone de haber tenido cuarenta años menos. Aquella demostración de registros, acentos, tonos y matices le valió un más que merecido Oscar al mejor actor de reparto en 1972: un reconocimiento internacional que sobrepasó fronteras, épocas, escuelas y métodos de actuación conocidos y por conocer. Actores y actrices soberbios los habrá en todas las épocas, pero yo desde luego todavía no he visto nada como aquello.

Hubo una débil esperanza, allá por 1989, cuando un actor británico llamado Daniel Day-Lewis sorprendió a media humanidad con Mi pie izquierdo, película que le valió el Oscar al mejor actor principal. Desde entonces, alternó cintas comerciales como El último mohicano con otras más arriesgadas, como La edad de la inocencia o En el nombre del padre, filme que reflejaba el caso real de Gerry Conlon, un joven irlandés acusado y encarcelado injustamente por pertenecer al IRA.

Day-Lewis dejaba atónitos a propios y extraños porque, a pesar de su físico característico, era capaz de interpretar todo tipo de papeles. Como De Niro en sus mejores días, acomodaba sus costumbres, acentos y manías a las del personaje que estuviera interpretando: vivió semanas enteras en plena naturaleza sin separarse de su rifle Kentucky cuando le tocó hacer de indio, perdió quince kilos y pasaba semanas sin ver a nadie para reflejar la soledad del irlandés encarcelado, etc… Su disciplina y determinación eran tales que ni siquiera perdía el acento con el que estuviera actuando en ningún momento del rodaje: no bajaba la guardia, no se relajaba y se entregaba en cuerpo y alma a unas interpretaciones que, por lo general, estaban muy por encima de la propia película.

En 1997, tras el rodaje The boxer, una cinta modesta hecha por el director que le catapultó a la fama, Jim Sheridan, anunció su retirada del cine. Cogió su maleta y se fue a Florencia, ni más ni menos que a dedicarse a la construcción y venta de zapatos artesanales. Tal cual.

Pasaron los años y sus premios y reconocimientos perdieron brillo y ganaron polvo, mientras la atención se la llevaban los barcos hundidos, las galaxias y los anillos. Al fin, en 2002, Martin Scorsese tuvo la intuición de que Day-Lewis sería el perfecto Billy el carnicero para su megalómana Gangs of New York, un bodrio absoluto en el que Cameron Díaz hacía de galán y Leonardo Dicaprio de dama con perilla, mientras Scorsese se dedicaba a girar la cámara sin compasión ni lógica alguna. Y en medio de semejante desbarajuste andaba el pobre Day-Lewis, que por supuesto se había pasado meses enteros acuchillando jamones para meterse en la piel, (y nunca mejor dicho), del sangriento carnicero.

Como era de esperar, su interpretación fue lo único reseñable (es más, era impactante), de una película que hacía más aguas que la planta de pediatría de un hospital. Quizá por eso, el actor pensó que igual volver a Italia a tomarse otro descanso no le vendría mal, y volvió a desaparecer discretamente.

Año 2007. No sé qué malvadas argucias habrá empleado Paul Thomas Anderson para convencer al excéntrico actor de que regrese, pero desde luego le ha salido la jugada redonda: There Will be blood (“Correrá la sangre”, literalmente, aunque en España la han traducido como “Pozos de ambición” , vaya usted a saber por qué) es una película de ritmo tedioso, completamente anticlimática y desmesurada, pero se eleva muy por encima de la media gracias (una vez más) a una apabullante clase magistral de Daniel Day-Lewis.

No hay un solo plano en que no esté sencillamente perfecto. Su voz se apodera del espectador desde la primera escena, en la que intenta convencer de que su negocio de extracción de petróleo es el mejor de la costa Oeste, y ya no lo suelta hasta la delirante escena final. Es tan descomunal su talento que se merienda, uno a uno, a un director incapaz de situar la cámara donde es debido, a un compositor que es evidente que no ha entendido la película, y no digamos ya al resto de actores. El único que podría aguantar el tipo con algo de dignidad es Paul Dano, (que ya resulta bastante inverosímil en su papel de predicador mesiánico), pero en cuanto intercambia dos líneas con el actor principal se disuelve como un azucarillo y queda reducido a un mero alfeñique balbuceante.

Daniel Day-Lewis es capaz de soportar el peso por sí solo de una película irregular, una de esas cintas que en manos de otro habría pasado sin más pena que gloria por la cartelera, pero que se convierte de repente en un fenómeno gracias a que él tiene el talento, la creatividad, la disciplina y el entusiasmo para sobreponerse a todas las adversidades y dejar al público, literalmente, pegado a la butaca.

La sesión a la que acudí se reía a carcajadas con él, lloraba a su lado y le aplaudía a rabiar en mitad de la proyección, algo que yo sinceramente no he visto jamás en una sala de cine. Y eso que el personaje es odioso, solitario, desagradable y canalla, un antihéroe en toda regla: da igual, este hombre consigue que le queramos más que a nuestra abuela.

Cuando terminó la película la ovación fue unánime, y nadie desperdició un segundo en hablar de la escasa calidad de la cinta, ocupados como estábamos en recordar todas y cada una de las escenas por las que este actor, un más que digno heredero de Robert de Niro, nos hace lamentar que aparezca tan poco, y con tan mal criterio, para deleitarnos con algo tan sencillo como la voz, la presencia y el talento.

Todo un lujo, en los tiempos que corren.



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