lunes, 25 de febrero de 2008

And the Oscar goes to...




Se cumplieron los pronósticos y ganaron los que debían ganar, los mejores: Day-Lewis, los hermanos Coen, Marion Cotillard y por supuesto, Javier Bardem (casi lloro con su discurso, lo prometo). También se quedaron con las ganas los que no debían llevarse más que abucheos (magistral, lo de las tres bochornosas canciones de Disney sin estatuilla, frente a la sencillez del único tema de la película Once).

Fue la noche de la 80ª edición de los Oscars, los premios de cine que generan mayor expectación en todo el mundo. Y mientras el Kodak Theatre se preparaba para la fiesta, unas horas antes, la residencia internacional de la universidad de Chicago también se vestía de gala, y allá que desfilamos todos los residentes por una alfombra roja improvisada, hacia el gran auditorio central. La pantalla gigante proyectaba las imágenes que llegaban desde Los Ángeles, y por todas partes se comentaban los modelitos y las joyas, los peinados y los zapatos de tacón que lucían las verdaderas estrellas, las del firmamento de Hollywood.

Hay quien dice que el esplendor de épocas pasadas se quedó, precisamente, en dichas épocas. Al parecer, nadie luce hoy el esmoquin como Gary Cooper o James Stewart, y por supuesto los modelitos le sentaban mucho mejor a Greta Garbo, Ava Gardner o Jean Harlow. Sin embargo, el que esto escribe cree que los Clooney, Hanks, Kidman, Blanchett y compañía no tienen nada que envidiar a sus ilustres ancestros, así que por ese lado no me embargó la nostalgia, precisamente.

A la buena sensación general se sumó, qué duda cabe, el saber hacer de los americanos para este tipo de eventos, tanto en Los Ángeles como en Chicago. No sé si fue por el montaje de la residencia, que contribuyó a crear cierto ambiente (con cena y todos los amigos incluidos), o que realmente la gala estaba muy bien organizada y llevada, pero el caso es que a mí las cuatro horas que duró el evento se me pasaron volando.

John Stewart, un célebre cómico de la televisión local, fue el encargado, por segundo año consecutivo, de conducir una gala ágil y sin complicaciones sobre la que planeaba la sombra de le huelga de guionistas que ha tenido al séptimo arte parado aquí durante meses. Once días antes de la gala pudo solventarse el asunto, y desde entonces Stewart y su equipo se enfrentaron a un tiempo límite para ponerlo todo a punto.

El resultado fue satisfactorio, y lo único que sorprende es que no traten de imitar este modelo en otros países, como Francia o España, donde sus galas de cine provocan auténtico sopor. Igual lo han intentado ya, y aún así el resultado sigue siendo indecente. Aviados estamos.

En cualquier caso, y volviendo a lo que de verdad importa, que no son las alfombras ni las galas, sino el cine, tengo para mí que estos americanos saben muy bien que aunque las armas y los videojuegos facturen más que las palomitas, hay algo en éstas que las hace más entrañables, propias y queridas. Que un caradura como Jack Nicholson, un actor que vive de rentas desde antes ya de empezar a trabajar, fuera ovacionado nada más salir a escena parecía prever lo que iba a decir, con muy buen criterio y común acuerdo: que hay que dejarse la piel, como cómicos y tramoyistas, por seguir manteniendo en pie ese gigantesco sueño que es el celuloide, y que tan necesaria vía de escape proporciona a un mundo demasiado enrarecido como éste en que nos ha tocado vivir.

Por lo demás, la ceremonia castigó indirectamente a los actores locales, al conceder todos sus premios de interpretación a actores europeos (Bardem (español), Cotillard (francesa), y Day Lewis y Tilda Swinton (británicos)). Fue un tirón de orejas, quizá algo severo, a una cosecha que, cierto es, ha sido algo pobre en calidad de interpretaciones y películas. De las candidatas a mejor filme sólo había una que realmente era digna ganadora, No country for old men, una cinta oscura y violenta que supone un más que digno retorno para los hermanos Coen, tras los sonoros batacazos cosechados por The ladykillers e Inloterable cruelty.

Una película que queda en la retina del espectador no sólo por lo impactante de su puesta en escena y un excelente montaje de sonido, sino por unos actores soberbios entre los que destaca Javier Bardem, el mejor actor español que ha dado nuestro cine en décadas. Un actor de pura raza, capaz de meterse sin ninguna dificultad en la piel de parados (Los lunes al sol), poetas reivindicativos (Antes que anochezca), tetrapléjicos aún más reivindicativos (Mar adentro) o asesinos psicópatas, como en esta oscarizada cinta.

Pero sin lugar a dudas su mayor virtud es no perder, a causa de su inmenso talento o sus muchos y merecidos reconocimientos, la conciencia humilde y digna de un oficio que lleva en la sangre, como ya se encargó él mismo de recordar, en perfecto español, a una Pilar Bardem que era todo lágrimas y orgullo maternal.

Enhorabuena a los premiados, pues. Yo me voy a corregir.





1 comentario:

Laura Navas M dijo...

Y es que toda España está orgullosa de Bardem, a mí personalmente me gusta bastante pero me quedo con Jhonny Depp (es Willy Wonka ¿cómo no va a gustarme?).
¿Qué tal por el continente americano? Parece divertido lo de la gala con cena incluida en la universidad, cómo se lo montan.
No tengo mucho tiempo, estamos hasta arriba de exámenes trimestrales, asi que espero que tengas una buena semana y sigas echando leña a este blog, que da gusto leer algo firmado por Nacho.
Besos